jueves, 8 de mayo de 2014

Dicotomías falsas

“(…) inclusión financiera y política social son dos áreas en donde se puede (¡y debe!) hacer política pública basada en evidencia, siempre que exista voluntad política por supuesto.”

El instrumental de política pública que la región ha ido desarrollando para atender sus estrategias de reducción de pobreza es amplio, relativamente institucionalizado, pero sobre todo fue muy claro desde el inicio en cuanto a su apuesta conceptual: la pobreza se combate fundamentalmente con protección social.  Así, reconversión productiva, inserción a mercados, cadenas de valor, rentabilidad económica y productividad, fueron términos reservados para aquellos que demuestren capacidad de mantenerse a flote.  Es decir, los no pobres. 

Solo de manera más reciente es que América Latina –y no todos los países– vuelven a preguntarse si los pobres también pueden tener alguna viabilidad económica –¡si son capaces de producir y vender algo para salir por sí solos pues!–.  Ergo la agenda de inclusión financiera, los programas de compras públicas y el retorno de la banca de desarrollo, instrumentos todos que apuntalan eso que un día alguien llamó crecimiento económico pro pobre. 

En el caso de la inclusión financiera, proceso que apoya la salida de la pobreza en condiciones de mercado, me parece que ha corrido ya algún agua bajo el puente y podemos decir un par de cosas con cierto conocimiento de causa. 

Lo primero es que la intersección entre política social e inclusión financiera necesariamente converge en el espacio rural.  Porque es justamente allí, en la ruralidad profunda, en donde se aloja la pobreza más dura, donde se manifiesta con mayor claridad la exclusión social que la política social busca revertir, y donde el vacío de los mercados de bienes pero sobre todo de servicios –en este caso financieros– es más evidente. 

En segundo lugar, afortunadamente tanto en materia de inclusión financiera como de política social ya existe un bagaje muy rico y creciente de investigación y evidencia empírica, que evalúa mecanismos de transmisión e impactos en individuos, hogares y emprendimientos.  A medida que pasa el tiempo vamos conociendo con mayor detalle cómo funcionan diferentes instrumentos financieros –crédito, ahorro, seguros, medios electrónicos, etc.– y qué tipo de decisiones de consumo e inversión inducen.  Lo mismo sucede con los diferentes tipos de programas de protección social y sus efectos en el comportamiento y estrategias de vida de los pobres.  Por lo tanto, inclusión financiera y política social son dos áreas en donde se puede (¡y debe!) hacer política pública basada en evidencia, siempre que exista voluntad política por supuesto. 

Finamente, debemos seguir insistiendo que para hacer efectiva la acción pública y lograr reducir pobreza en el ámbito rural es necesario volver a conectar la protección social con el fomento productivo.  Hay que abandonar esa visión dual en donde exigimos a los habitantes de las zonas rurales comportamientos esquizofrénicos: por un lado les pedimos que se comporten como receptores pasivos de transferencias a fondo perdido (protección social), y por otro les exigimos que actúen como empresarios, en donde la toma y evaluación de riesgos es condición sine qua non para la inserción en mercados (fomento productivo). 

En este proceso de cerrar brecha entre lo social y lo productivo y darle viabilidad económica a los pobres, la inclusión financiera puede jugar un papel fundamental.  Es un ejemplo más de cómo se puede romper la dicotomía falsa entre eficiencia y equidad.  La inclusión financiera hace más eficiente un instrumento de equidad (protección social) a la vez que hace más equitativos instrumentos de eficiencia productiva (productos financieros).  

Prensa Libre, 8 de mayo de 2014.

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