jueves, 28 de agosto de 2014

La península Acadiense

“(…) un contrato social que no imponga la asimilación por mezcla y mestizaje, sino más bien el respeto y la celebración de las diferencias como fórmula de cohesión social.”

La última semana estuve recorriendo una parte de Canadá de la cual se habla poco: la provincia de New Brunswick.  Con una extensión de poco más de 70 mil kilómetros cuadrados no llega a ser ni el uno por ciento del territorio nacional.  Las guías de turismo la llaman “la provincia de paso” (drive through province) pues mucho del flujo turístico que se desplaza desde el oeste del país pasa de largo a través de New Brunswick hacia la costa este en donde están las provincias de Prince Edward Island y Nova Scotia.     

Pero la otra gran característica de New Brunswick es su composición etnocultural.  Allí coexisten algunas poblaciones nativas con una mayoría anglófona y una minoría francófona.  Estos últimos – el pueblo Acadiense – hoy se concentran en la parte nororiental, región que ellos mismos llaman “la península”, en donde han permanecido desde hace ya un par de siglos. 

Aunque los Acadienses son una población de descendencia francesa, se consideran a sí mismos distintos del resto de población francófona que habita en la provincia de Quebéc, con lo cual de facto constituyen una minoría dentro de la provincia y del país.  Esto los obliga a hacer un esfuerzo enorme por mantener viva y recrear su cultura, su lengua, sus costumbres y tradiciones.  La lucha por preservar su identidad ha sido muy larga y no siempre pacífica. 

Ellos encarnan el esfuerzo de una minoría occidental que exige a un Estado occidental el reconocimiento de sus derechos económicos y culturales.  Es decir, un contrato social que no imponga la asimilación por mezcla y mestizaje, sino más bien el respeto y la celebración de las diferencias como fórmula de cohesión social.  Este esfuerzo ha rendido sus frutos, pues hoy son la única provincia de toda la federación canadiense que es constitucionalmente bilingüe (francés e inglés). 

Lo que sucede en New Brunswick para mí fue muy aleccionador pues como latinoamericano estoy mucho más acostumbrado a que un discurso de este tipo provenga de las poblaciones nativas.  Palpar esta tensa dinámica política y social entre dos poblaciones occidentales, y en un país que se proyecta como modelo de convivencia pacífica, me recordó que la lucha por los derechos de las minorías también aplica entre blancos.       

Al final pensé que aún en países tan desarrollados y progresistas como Canadá el cambio social tiene dos ingredientes fundamentales.  Primero, la exigencia permanente, sistemática y firme de las minorías para que sus demandas sean escuchadas y atendidas.  Sin esta fuerza social probablemente ya habrían desaparecido, engullidos por una mayoría anglófona.  Y segundo, el papel esencial que tiene el Estado para mantener las diferencias y utilizarlas en favor de la sociedad en general, aún y cuando ello implique un gasto público mucho mayor que el que seguramente tendrían en condiciones monoculturales y monolinguísticas.

Países multiétnicos, pluriculturales y multilingües como Guatemala tienen mucho que aprender del y compartir con el pueblo Acadiense.  De ese proceso histórico de lucha y progreso se pueden extraer lecciones que nos pueden servir para plantear formas alternativas de diálogo social y relacionamiento entre el gobierno y sus minorías.  

miércoles, 13 de agosto de 2014

Entre asfalto y bonos

“Hay esencialmente dos campos.  Uno que cree que todo el desmadre se corrige a punta de kilómetros de asfalto y promoción de la inversión privada sobre la base de privilegios fiscales.  Y el otro que piensa que el Estado tiene que redistribuir dinero en efectivo, láminas y ponchos, y financiarse con reformas fiscales y-o préstamos internacionales...”

La campaña comenzó.  No hay que ser brujo ni tratar de tapar el sol con un dedo.  En realidad lo hizo hace meses para algunos, y hace años para otros.  Y la rueda seguirá girando igual que siempre: con alguna que otra cara nueva en el cartón de lotería, otros haciendo cola y otros queriendo saltarse etapas.  Así funcionan los incentivos de nuestra incompleta democracia.  Algún día –ojalá pronto– tendremos que darle una segunda vuelta de tuerca y reformar para poner nuestro sistema político y contrato social a tono con los tiempos modernos.  Para salir del atraso hay que hacer que tanto el diagnóstico como la prescripción evolucionen.

El diagnóstico a los problemas estructurales del país sigue vigente desde hace varios años.  Aun desde antes del largo y doloroso capítulo de la guerra los nudos ciegos estaban ya puestos en casi los mismos sitios donde siguen estando: imposibilidad de recaudar impuestos e invertirlos con eficiencia, intransigencia e intermitencia de las elites al diálogo social, aguda desnutrición que hipoteca permanentemente nuestro futuro, pobreza generalizada y altos niveles de desigualdad, baja productividad de los factores de la producción –no solamente del trabajo, sino también del capital–, y una institucionalidad muy primaria. 

Por el lado de la prescripción, lo curioso es que la lectura de los políticos de turno para la solución a los problemas también sigue bastante invariable.  Hay esencialmente dos campos.  Uno que cree que todo el desmadre se corrige a punta de kilómetros de asfalto y promoción de la inversión privada sobre la base de privilegios fiscales.  Y el otro que piensa que el Estado tiene que redistribuir dinero en efectivo, láminas y ponchos a las poblaciones más pobres y financiarse con reformas fiscales y-o préstamos internacionales.                   

Palabras más, palabras menos esta es la caricatura de las soluciones que se ofrecen.  Por supuesto que ni unos ni otros lo dicen abiertamente, sino que ofrecen y prometen el oro y el moro.  Pero a la mera hora de rajar ocote es que sale a luz pública (¡en el gasto público!) en donde tienen las convicciones. 

En todo esto, seguridad, justicia e instituciones siguen siendo los patitos feos de este guate-cuento.  Nadie les para mucha pelota realmente, salvo cuando hay algún escándalo o posible botín político en períodos de comisiones de postulación de esto o aquello.  Tal actitud se entiende solamente desde una lógica estrictamente electoral y-o de negocio con el Estado . 

En el mejor de los casos, cuando se mira al ejercicio del poder como una experiencia finita (48 meses nominales), no hay mucho tiempo que perder en acciones que no reditúan cuasi de inmediato porque son prácticamente invisibles ante los ojos del votante medio.  En un escenario más oscuro, porque el botín que ofrece una institucionalidad débil es mucho mayor.  En ambos casos a todo el resto nos toca amolarnos, aunque seamos usufructuarios y dolientes directos de un sistema que nos deja a merced del sicario más próximo. 

Pero vuelvo y me repito: las transformaciones que no se ven hoy pero que se sienten mañana van a paso de caracol y desesperan a los barones de la tarima.  Así que no nos hagamos muchas ilusiones.  Al menos no en estas elecciones ni en las siguientes.  Me temo que por un tiempo habrá que conformarse con cuatrienios que seguirán penduleando entre el asfalto y los bonos, y todo lo demás continuará ceteris paribus.  

miércoles, 6 de agosto de 2014

El poder sin razón

“(…) lo relevante de toda esta discusión es el divorcio entre el trabajo que pueda desarrollarse desde la arena técnica, con fundamentos y razones, versus el discurso que finalmente utiliza el político y la desproporcionada cobertura de medios que recibe uno y otro.”

La columna de Paul Krugman del último fin de semana en el New York Times me hizo recordar los años de estudiante de doctorado.  Aquellos días en que ferozmente debatíamos en el aula con el profesor Glenn Fox sobre la metodología que siguen las distintas escuelas de pensamiento económico para validar el conocimiento. 

Krugman hacía referencia a las encuestas de la Initiative on Global Markets que realiza la universidad de Chicago, y el aparente consenso general que hay entre especialistas cuando se les consulta sobre distintos temas económicos, aún y cuando todos ellos provienen de diferentes escuelas de pensamiento y orientaciones políticas.  La última fue sobre el paquete de estímulos del presidente Obama y sus efectos sobre el empleo, en donde curiosamente todos con excepción de uno respondieron que dicho plan había reducido el desempleo. 

Entonces ¿cuál es la gritadera?  ¿Por qué los medios pintan una realidad tan dividida? El problema es que los incentivos que mueven a los políticos son muy diferentes.  Aquí parece que la racionalidad de los científicos sociales cuenta muy poco –a veces nada–.  Lo que domina son otras cosas: titulares en prensa, ideología, cabildeo de grupos de interés, el ciclo político, cuando no la simple corrupción.   O sea, ¡política y razonamiento económico no tienen nada que ver pues! 

Pensé entonces en mi país versus ese otro gigante del norte y en qué tan similar es nuestra fauna política versus aquella.  Al parecer, salvando distancias y escalas, en los principios fundamentales no hay mucha diferencia. 

Tanto allá como aquí al funcionario de turno no se le puede medir ni evaluar de inmediato por la consecuencia de sus decisiones.  En Guatemala con el agravante de que al no haber posibilidad alguna de relegirse, los equipos de gobierno prácticamente no tienen por qué preocuparse por procurar ningún tipo de transformación de fondo, sustantiva, estructural.  Hay sus excepciones, por supuesto, pero más movidas por convicción o interés personal, según sea el caso.

Así, el juego político se convierte casi por completo en un manejo de percepciones y-o escándalos.  En la medida que la población “perciba” que tal o cual funcionario hace bien su trabajo, en esa medida estará satisfecha.  Solamente los escándalos, institucionales o personales, pueden dar al traste con la carrera política de esa elite política.  Y ni siquiera eso, pues hay sobrados ejemplos de personajes capaces de desaparecer por un tiempo y volver a la escena reinventados y frescos como que si nada.

Pero lo relevante de toda esta discusión es el divorcio entre el trabajo que pueda desarrollarse desde la arena técnica, con fundamentos y razones, versus el discurso que finalmente utiliza el político y la desproporcionada cobertura de medios que recibe uno y otro. El político tiene un discurso que por definición es coyuntural y por tanto efímero en sus mensajes.  Que no necesita ser coherente porque es de una superficialidad y generalidad tal que le permite siempre lavarse la cara mediáticamente ante cualquier metida de pata. 

Sin embargo, mientras eso sucede, el descontento y el descrédito hacia la acción pública y política aumentan, por una parte, y la capacidad de propuesta de especialistas se desperdicia, por la otra. 

Urge entonces pensar en maneras de hacer responsables a funcionarios públicos, no solamente por la honradez en su gestión, sino también por la coherencia y racionalidad de sus propuestas.  En otras palabras, reconectar a la clase política con la reflexión que emana de especialistas alojados en la academia y centros de pensamiento.  Y hacerlos corresponsables a unos y otros por las soluciones que propongan. 

De otra manera seguiremos ejerciendo el poder sin razón, o lo que es igual, vetando a la razón el acceso al poder.