La última
semana estuve recorriendo una parte de Canadá de la cual se habla poco: la provincia
de New Brunswick. Con una extensión de poco
más de 70 mil kilómetros cuadrados no llega a ser ni el uno por ciento del
territorio nacional. Las guías de
turismo la llaman “la provincia de paso” (drive through province) pues
mucho del flujo turístico que se desplaza desde el oeste del país pasa de largo
a través de New Brunswick hacia la costa este en donde están las provincias de Prince
Edward Island y Nova Scotia.
Pero la
otra gran característica de New Brunswick es su composición etnocultural. Allí coexisten algunas poblaciones nativas
con una mayoría anglófona y una minoría francófona. Estos últimos – el pueblo Acadiense – hoy se concentran
en la parte nororiental, región que ellos mismos llaman “la península”, en
donde han permanecido desde hace ya un par de siglos.
Aunque
los Acadienses son una población de descendencia francesa, se consideran a sí
mismos distintos del resto de población francófona que habita en la provincia
de Quebéc, con lo cual de facto constituyen una minoría dentro de la provincia
y del país. Esto los obliga a hacer un
esfuerzo enorme por mantener viva y recrear su cultura, su lengua, sus
costumbres y tradiciones. La lucha por preservar
su identidad ha sido muy larga y no siempre pacífica.
Ellos
encarnan el esfuerzo de una minoría occidental que exige a un Estado occidental
el reconocimiento de sus derechos económicos y culturales. Es decir, un contrato social que no imponga la
asimilación por mezcla y mestizaje, sino más bien el respeto y la celebración
de las diferencias como fórmula de cohesión social. Este esfuerzo ha rendido sus frutos, pues hoy
son la única provincia de toda la federación canadiense que es
constitucionalmente bilingüe (francés e inglés).
Lo que
sucede en New Brunswick para mí fue muy aleccionador pues como latinoamericano
estoy mucho más acostumbrado a que un discurso de este tipo provenga de las
poblaciones nativas. Palpar esta tensa
dinámica política y social entre dos poblaciones occidentales, y en un país que
se proyecta como modelo de convivencia pacífica, me recordó que la lucha por
los derechos de las minorías también aplica entre blancos.
Al
final pensé que aún en países tan desarrollados y progresistas como Canadá el
cambio social tiene dos ingredientes fundamentales. Primero, la exigencia permanente, sistemática
y firme de las minorías para que sus demandas sean escuchadas y atendidas. Sin esta fuerza social probablemente ya
habrían desaparecido, engullidos por una mayoría anglófona. Y segundo, el papel esencial que tiene el
Estado para mantener las diferencias y utilizarlas en favor de la sociedad en
general, aún y cuando ello implique un gasto público mucho mayor que el que
seguramente tendrían en condiciones monoculturales y monolinguísticas.
Países
multiétnicos, pluriculturales y multilingües como Guatemala tienen mucho que
aprender del y compartir con el pueblo Acadiense. De ese proceso histórico de lucha y progreso
se pueden extraer lecciones que nos pueden servir para plantear formas
alternativas de diálogo social y relacionamiento entre el gobierno y sus
minorías.