jueves, 27 de junio de 2013

¿Quién paga la cuenta?


“(…)la educación poco a poco deja de ser garantía de empleo, ingresos y bienestar..”

Hace unos años escribí una columna llamada “Qué importa la desigualdad” – al final terminó convirtiéndose en una serie de diez columnas –.  Ese ejercicio me sirvió para pensar por un rato el tema y tratar de encontrar literatura, exponentes, preguntas y métodos para tratar de responderlas.  Después de la primera o segunda recibí un correo del Doctor Manuel Ayau invitándome a tomar un café y conversar. 

La cita sucedió un Martes Santo en el antiguo local de la librería Sophos.  Lo recuerdo bien porque la ciudad ya estaba medio vacía y porque lo que debió ser una reunión de media hora se prolongó por más de dos horas y media.  Él me explicaba sus ideas, yo escuchaba atento, y de vez en cuando hacía preguntas para escuchar su punto de vista en áreas de mi particular interés. 

En un momento le dije, Doctor, ¿y qué hacemos cuando una persona toma una decisión equivocada? ¿Lo dejamos asumir todo el costo?  Pues es lo que corresponde, me respondió.  Déjeme seguir en ese tema, insistí, ¿y qué hacemos si la consecuencia de su mala decisión afecta a su esposa y a sus hijos? ¿quién paga la cuenta? ¿tenemos que dejarlos pagar a ellos también la consecuencia?  Después de pensarlo un poco, me dijo, pues sí… es lo que habría que hacer.  Era la respuesta que había que dar para ser enteramente coherente con el conjunto de ideas que había estado desarrollando durante nuestra conversación. 

Al final nos despedimos de manera muy cordial y recuerdo cómo al darnos la mano frente a su vehículo y antes de cerrar la portezuela me dijo “véngase a ver nuestra biblioteca, nuestro campus, lo invito un día de estos y nos tomamos otro cafecito”.  Gracias Doctor, me dará mucho gusto seguir esta conversación.  Lamentablemente ese día nunca llegó.          

Hace un par de días Krugman discutía en su columna de opinión las características de la desigualdad en los Estados Unidos, y los cambios que ha tenido durante la última década.  Comenzaba narrando un episodio de los trabajadores de Leeds en el norte de Inglaterra a finales del siglo XVIII y su reclamo por los efectos negativos que el cambio tecnológico les había traído.  La mecanización implicaba sustituir hombres por máquinas, y con ello se quedaban un grupo de familias en el desempleo.

De acuerdo a los últimos datos, la estructura de la desigualdad ha cambiado en los Estados Unidos. Hoy se explica por una menor participación de la mano de obra en la producción nacional.  Y aquí se van parejo mano de obra calificada y no calificada.  Es decir, la educación poco a poco deja de ser garantía de empleo, ingresos y bienestar. El surgimiento de nuevas tecnologías está, como en Leeds, desplazando mano de obra que, una vez más, tendrá que encontrar un nuevo nicho en el mercado laboral para poder reinsertarse.
  
Estos dos ejemplos sirven para ilustrar cómo las personas pueden caer en un bache económico y reducir su bienestar (¡cosa que de hecho sucede más de una vez a lo largo de la vida laboral de cualquiera!).  Y eso puede ser ocasionado por haber tomado una mala decisión –una mala inversión, un mal negocio– o porque su entorno cambia y de manera más o menos repentina sus seguridades se evaporan –empleo, empresa, ahorros, pensión–.         

La pregunta de fondo es ¿qué hacemos como sociedad ante situaciones como esas?  ¿Dejamos que individuos y sus hogares asuman enteramente el costo de malas decisiones? ¿Confiamos en que el ejercicio de la racionalidad individual será suficiente para una reinserción laboral en un plazo razonable?

Algunos pensamos que no.  Que es allí justamente donde reside la importancia fundamental de las redes de protección social.  No solamente para actuar en momentos críticos de desempleo y reconversión productiva, sino también en momentos de calma, dando certeza a la ciudadanía de que no caerán al vacío.  Este segundo efecto es mucho más trascendental, porque construye cohesión social, permite pensar, planificar y tomar decisiones de mediano plazo, que generalmente son más rentables individual y socialmente.       

Prensa Libre, 27 de junio de 2013. 
 

jueves, 20 de junio de 2013

¿Ambición en exceso?


“¿En dónde han florecido grandes y exitosos grupos económicos sin haber contado con el apoyo directo o indirecto del gobierno?”

El Financial Times publicó una nota larga el lunes titulada “Ambition in excess”, analizando el desempeño de la economía china y su capacidad de distorsionar la actividad económica mundial debido a su condición de jugador grande. 

El argumento va más  o menos así: a partir de la crisis internacional que inició en 2008 el gobierno de aquel país lanzó un paquete de estímulo inmenso de 650 billones de dólares que, si bien es cierto mantuvo el crecimiento a flote (8.7% en 2009 y 10.3% en 2010) mientras el resto de las economías grandes y desarrolladas se desplomaban, ha generado un exceso de capacidad instalada en varios sectores de la economía tales como cemento, químicos, acero, televisores, y otros más. 

El problema que este exceso de capacidad genera es que, debido al inmenso tamaño de la economía china, los precios internacionales en varios productos se han desplomado, provocando quiebras de negocios en otros países que ya no pueden competir.  Un efecto que además de indeseable para los países perdedores es considerado artificial ya que, según dice la nota, ha sido provocado por un esquema de subsidios que en algunos casos llega a contar hasta por el 30 por ciento del valor de la producción industrial.     

Dicho de otra manera, el artículo construye una historia distinta a la que hemos venido contando sobre China como país que compite en sectores intensivos en mano de obra calificada y más barata que en otras partes del mundo.  En vez de bajos salarios hoy parece como si la mano visible y distorsiva del gobierno es la que está induciendo producción en donde no debiera existir (o por lo menos no en las cantidades que se está dando hoy día), con lo cual se genera una asignación subóptima de los recursos en China y el resto del mundo.

Más aún, en opinión de los autores los incentivos económicos que ofrecen los gobiernos provinciales a las empresas viene dada por el incentivo que tienen oficiales del Partido Comunista de China (PCCh) de generar empleos e ingresos fiscales, dos objetivos claros de política pública.  Y estos a su vez son movidos por un interés personal de ascender en la jerarquía del PCCh.  O sea que Política y Economía no debieran mezclarse, porque entonces pueden pasar cosas indeseables como estas.  ¡Ajá!

Después de leerla y de revisar la narrativa con una pizca de suspicacia me quedó una pregunta dando vueltas: ¿qué es lo que realmente nos asusta? Puedo pensar en un par de hipótesis. 

En un plano conceptual, quizás crea incomodidad pensar en el músculo de un gobierno para inducir cambios en la estructura económica.  Pero, ¿acaso no ha sido siempre así? ¿En dónde han florecido grandes y exitosos grupos económicos norteamericanos, europeos, o latinoamericanos, sin haber contado con el apoyo directo o indirecto del gobierno, facilitando negocios (incentivos) o comprando los servicios y bienes que producen?

En un plano más operativo, quizás lo que preocupa es, por una parte, el efecto relativamente ágil que tiene un decisión gubernamental en una economía y sistema político como el chino; y por la otra, el efecto reverberación que se produce debido al tamaño del país.  Quizás lo que pasa es que los hijos de la democracia occidental no estamos acostumbrados a tiempos tan cortos desde que se toma una decisión política hasta que esta se traduce en indicadores macroeconómicos. 

Pero eso, lejos de llamar a la crítica, apela más bien a sistemas de coordinación internacional en donde el multilateralismo debiera ser una herramienta en ascenso.  La pregunta es ¿puede y está dispuesto occidente a redefinir la geografía de estos espacios de diálogo internacional?  Porque al final, si lo vemos desapasionadamente, los chinos no están haciendo otra cosa que utilizando su mix de recursos políticos, económicos y su peso específico en la economía mundial para hacer avanzar su agenda.  Y eso no es muy distinto de lo que históricamente han hecho y seguirán haciendo otros, ¿o me equivoco? 

Prensa Libre, 20 de junio de 2013. 
 

jueves, 13 de junio de 2013

¿Problemas o realidades?


“Al ser un grupo fundamentalmente de países de renta media, y al no concentrar los bolsones más grandes de pobreza en el mundo, pues como que no nos dan mucha vela en el entierro.”

A medida que se acerca el 2015 se recalienta la discusión en la arena internacional sobre los objetivos del milenio (ODM).  Un esfuerzo valioso que puso sobre el tapete temas estratégicos para muchos de los países en desarrollo y ciertamente para todas las agencias de cooperación y banca de desarrollo internacional. 

Aunque uno pueda o no estar de acuerdo con lo allí pactado, con las dimensiones del bienestar que fueron consideradas, o con los indicadores seleccionados, lo cierto es que dio una visibilidad como nunca antes a la pobreza extrema y la necesidad de hacer un esfuerzo concertado para reducirla.  Como dijo alguien por allí, fue quizás la primera vez que la pobreza dejó de percibirse como una realidad que no se puede cambiar y pasó a problematizarse.  Este cambio de adjetivo calificativo de realidad a problema no es menor, porque ante un problema se busca una solución.

Veinte años después nos encontramos con sorpresas.  Si bien es cierto hemos reducido de manera significativa la pobreza extrema en el mundo, la evidencia nos dice que ha sido fundamentalmente por el desempeño que tuvo China, seguido por el crecimiento económico del resto de países en desarrollo hemos mantenido durante los últimos años, y por algunas mejoras en la distribución del ingreso. 

Como prácticamente se ha cumplido el período para el cual se plantearon estos ODM, es natural que se reabra el debate sobre si debemos hacer una renovación de votos y volver a fijarnos nuevas metas de desarrollo a nivel mundial.  El Banco Mundial ha tirado la primera piedra y ha dicho ¿por qué no eliminar la pobreza extrema para el 2030?  Y la respuesta no se ha hecho esperar de parte de los especialistas.  Es poco factible, nos dicen.  Hay razones para ser cautos y moderar expectativas. 

En primer lugar, porque a medida que se reduce el número de pobres extremos, los que van quedando en tal condición son justamente esa pobreza dura de difícil transformación.  Segundo, el que hasta hoy ha sido el gran motor de la reducción de pobres en el mundo (China), dejará de serlo y no es tan claro que el segundo país más poblado del mundo (India) pueda seguir el mismo patrón.  En tercer lugar, porque a medida que nos acercamos a esa pobreza profunda, el papel que deben jugar las políticas redistributivas es mucho mayor que el que tiene el crecimiento económico a secas.  Y eso bien sabemos que es un tema todavía muy poco asumido – por decir lo menos – por las elites políticas y económicas, que en su gran mayoría son más proclives a jugarse más por estrategias pro crecimiento y mucho menos por la redistribución – aunque solo sea de oportunidades.  

El otro dato interesante de esta coyuntura por la que atraviesa la comunidad del desarrollo internacional es la gran ausencia de América Latina.  Al ser un grupo fundamentalmente de países de renta media, y al no concentrar los bolsones más grandes de pobreza en el mundo, pues como que no nos dan mucha vela en el entierro.  Craso error que debemos corregir cuanto antes, más aún si hemos de revalorizar a la equidad como un instrumento central que permita la superación definitiva de la indigencia a la vez que permita círculos virtuosos de crecimiento con paz social. 

Interesante reto tenemos los latinoamericanos de intentar introducir en la redición de los ODM a la desigualdad extrema como característica indeseable para el desarrollo de cualquier sociedad.  ¡Y sobre desigualdad los latinos sí que podemos echar más de un cuento al resto de la humanidad!

Prensa Libre, 13 de junio de 2013.
 
 

miércoles, 5 de junio de 2013

Campesinos, ¿beneficiarios o ciudadanos?


“(…) la realidad viaja en tren, las ideas a caballo y las instituciones a pie.”

¿Cómo entender el desarrollo rural?  ¿Cómo generarlo? ¿Qué características debiera tener un programa público para contribuir a reducir la pobreza rural de manera sostenible? ¿Cuál es la ruta crítica por la que debiéramos transitar los países de América Latina?     

En las estrategias de protección social para la reducción de la pobreza logramos, con las transferencias condicionadas en efectivo, construir un marco de política pública que, aunque incompleto, por lo menos da sentido de dirección y orden al gasto público.  Ese referente además logró tener una manifestación clara y tangible en las cuentas nacionales, en los ingresos de los hogares y en indicadores de educación, salud, pobreza y desigualdad.  Los resultados están allí, evaluados de muchas maneras, y las preguntas de segunda generación a la vista – graduación, calidad educativa, inserción laboral.

En el caso de desarrollo rural para los pobres no tenemos algo parecido.  Las conexiones entre las diferentes estrategias de generación de ingreso de este segmento de población siguen siendo una incógnita.  A pesar de que abundan estudios de caso, anécdotas, sistematizaciones, enfoques de “boutique”, pero todos con capacidad limitada para escalarse y convertirse en programas nacionales.    

Por otra parte, los datos confirman que los hogares rurales pobres generan una proporción muy importante de sus ingresos de otras actividades que no vienen de manera directa de la cuerda de terreno o de los tres pollos y cerdos que se tienen en el traspatio.  Con tal evidencia, la región ha logrado finalmente desensamblar la noción de desarrollo rural que por años venía atada única y exclusivamente al desarrollo del sector agropecuario. 

Noción e institucionalidad son dos cosas distintas.  Por que como bien sabemos, la realidad viaja en tren, las ideas a caballo y las instituciones a pie.  De allí que a pesar de tener evidencia más que contundente de la pluriactividad que existe en el campo – aunque sea de baja productividad –, del fenómeno de la migración, y de la existencia de actividades ilícitas, el músculo e instrumental de nuestros Estados todavía no logra un nivel de madurez que le permita incidir de manera efectiva en la transformación de las estructuras que definen y a la vez impiden la movilidad social de los campesinos. 

A lo más hemos llegado a desarrollar tres enfoques gruesos sobre cómo reducir pobreza en el campo.  El primero y más visible durante los últimos quince años es el asociado a las redes de protección social.  Es decir, a los pobres se les atiende con transferencias públicas mientras “otra cosa sucede”.  El segundo tiene que ver con un visión de desarrollar al sector rural a través de acciones con aquellos que tienen mejores condiciones para competir y crecer en los mercados.  Es a ellos a quienes se confía la tarea de absorber y ayudar a los más débiles a través de generarles un empleo o de comprarles un poco de su producción.  Y el tercero apuesta por una visión más proactiva del Estado, que dedica presupuesto e instrumentos de política (proyectos, programas y políticas) a ese segmento de población campesina que no encuentra espacios de crecimiento ni movilidad social.       

Cualquiera sea la visión, lo cierto es que la economía campesina continúa no solamente siendo una gran incógnita y fuente de debate entre académicos y centros de toma de decisión política, sino que además necesita de un esfuerzo mucho mayor para hacerse notar. En las condiciones bajo las cuales se ejerce el poder político en nuestras democracias, no son ni serán nunca un grupo que logre posicionarse de manera natural como prioritario en la agenda pública.  Ese espacio hay que construirlo de manera deliberada.  

Prensa Libre, 6 de junio de 2013.