jueves, 30 de enero de 2014

Para que no se nos seque la mezcla


“¿Acaso todo el bienestar se puede y debe comprar con ingreso devengado, transferido o remesado?”

Los seres humanos somos como la mezcla de cemento que preparan los albañiles.  Con el tiempo y la rutina nos volvemos rígidos, perdemos capacidad para innovar, tomar riesgos e intentar cosas distintas.  No es bueno, ni malo.  Así es.  Dicha condición humana se amplifica cuando además nos ponemos a crear instituciones y reglas, que con el tiempo también se vuelven rígidas y por lo mismo alejadas de esa realidad cambiante para las que fueron creadas.  ¿Ha intentado usted provocar un cambio institucional, o tan siquiera modificar una práctica arraigada en la mente de un colectivo?  

La paradoja es que es justamente allí, en la capacidad de no dejar que la mezcla se seque, en mantener vivos y alertas los sentidos para aprender de otras experiencias e ideas, donde reside la posibilidad de resolver problemas y transformar realidades.  Si usted sigue haciendo lo mismo no espere conseguir algo diferente.  En la política pública es igual. 

De allí la importancia de provocar de vez en cuando sacudidas profundas, revisión de prácticas y conceptos para saber si aún responden a las condiciones y necesidades del momento.  Le doy un ejemplo que tengo a mano. 

¿Qué pasaría si comenzáramos a pensar “fuera de la caja” en materia de protección social?  ¿Qué tal si sometemos a la prueba ácida de la evidencia empírica muchos de los supuestos con los que hemos venido discutiendo, diseñando, evaluando y asignando presupuesto a los programas de ayuda a los más pobres y vulnerables? ¿Y qué tal si al hacerlo encontramos una clase política dispuesta a darle espacio y cabida a discusiones de este tipo?

¿Qué tal si alguien se atreviera a plantear que llegó el momento de abandonar la focalización, y que para abatir la pobreza es momento de volver a la universalización? Claro está, con consciencia de las capacidades reales del Estado de garantizar un mínimo de derechos. 

¿Qué tal si cambiáramos el esquema típico de focalización de los programas sociales, que se ponen con lupa a buscar pobres y hacerles preguntas incómodas, a veces hasta perversas y denigrantes, con el fin de encajonarlos en una categoría socioeconómica baja?  ¿qué tal si en vez de incluir pobres excluimos ricos?  ¿No sería administrativamente más fácil, más barato, y menos intrusivo?

¿Qué tal si nos moviéramos de solamente transferencias monetarias a construcción de bienes públicos locales y fortalecimiento del tejido social local?  Reconociendo con ello que ciertamente el efecto del dinero transferido y su multiplicador en la comunidad existe, pero es limitado y por ende una solución incompleta y solamente material al complejo problema de la pobreza. 

¿Qué tal si abandonáramos la comodidad que nos da la medición de pobreza por indicadores exclusivamente monetarios y nos pasamos a un esquema que trate de acercarse un poco más a esa multiplicidad de factores que interactúan en la carencia de oportunidades y accesos de las personas?  ¿Acaso todo el bienestar se puede y debe comprar con ingreso devengado, transferido o remesado? 

Yo creo que vale la pena hacerse estos cuestionamientos, quizás no a diario pero sí cada poco.  Es un ejercicio que nos deja, en el peor de los casos, la oportunidad de construir un imaginario nuevo y avanzar en esa aspiración que todos tenemos de alcanzar una mayor inclusión social en Guatemala. 

Déjeme concluir diciéndole que estas reflexiones no son quimeras, ni tampoco alucinaciones de una mente trasnochada.  De hecho, son parte de la agenda social que el nuevo equipo de gobierno en Chile se está planteado para la política social de los siguientes cuatro años. 

¿No es este un ejemplo concreto de cómo cuando se juntan voluntad política y capacidad técnica otra realidad es siempre posible?  No hay que dejar que la mezcla se nos seque.        

Prensa Libre, 30 de enero de 2014. 

 

miércoles, 22 de enero de 2014

El Estado de Oz


“(…) la realidad de este y aquel lado del Suchiate está pintada con la misma brocha.”

Una de las grandes bondades que tiene conjugar libertad de prensa con globalización es permitirnos conocer lo que piensan y escriben nuestros intelectuales, dondequiera que estén.  Algunos de ellos realmente tienen una pluma privilegiada, y logran en pocas palabras trasmitir su lectura del momento actual.  Sin que necesariamente traten de convencernos logran provocar reflexiones bien fundadas.    

El mexicano Lorenzo Meyer es uno de ellos.  Historiador, analista político del México contemporáneo, actualmente profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).  Me lo presentó un gran amigo y colega, Julio Berdegué, mandándome uno de sus artículos por correo electrónico con el siguiente encabezado: “el gran Lorenzo Meyer”.  A partir de allí comencé a seguirle la pista.      

Una de sus últimas columnas de opinión se titula “Oz”.  Al leerla me pareció de una relevancia tal para la realidad guatemalteca, que decidí atreverme a transcribir un par de párrafos para que reverberen en otros círculos.  Para que juzgue usted si los latinoamericanos fuimos o no cortados más o menos igualito y con la misma tijera.  Para que nos demos cuenta de la importancia de cruzar notas con otros que viven realidades similares.  No por aquello de que “mal de muchos…”, sino más bien porque es verdad que el desarrollo tiene mucho de idiosincrático, pero también es cierto que hay generalidades, comportamientos que se repiten una y otra vez, de los cuales debemos aprender para ganarle tiempo a la historia.  Ahí le va este botón de muestra.    

Meyer comienza diciendo que (sic) “[a] veces pareciera que el Estado mexicano está inspirado en un cuento: El Mago de Oz: mucha apariencia y poca sustancia. Promete portentos pero no tiene capacidad para cumplirlos. Como en el país de Oz, depende de la credulidad de su audiencia y de que ésta no se tope con la realidad.  (…) El Estado mexicano se presenta como una entidad coherente y dispuesta a acometer ambiciosos planes para resolver casi todos los problemas: pobreza, hambre, mala educación, el viejo corporativismo sindical, falta de empleo y la creación de un seguro de desempleo, rehacer la naturaleza de la industria petrolera por vía de la privatización y desnacionalización, disolver monopolios y crear una auténtica economía competitiva, modificar el sistema financiero, poner al día la política fiscal, revitalizar el campo, recuperar la seguridad, hacer efectivos los derechos humanos, rehacer la impartición de justicia, dar protección al medio ambiente, combatir la corrupción, relanzar el TLC, regresar al sistema electoral la credibilidad perdida.”  

Se imaginará usted la gran tentación que me dio de usar la función “buscar y remplazar” en mi ordenador, y cambiar la palabra mexicano por guatemalteco.  Estoy seguro que el plagio hubiera pasado desapercibido, simple y llanamente porque la realidad de este y aquel lado del Suchiate está pintada con la misma brocha.   

La sacudida final la da Meyer al concluir que “un ‘Estado de Oz’ no le conviene a los ciudadanos pero con frecuencia sí a los fuertes, a los poderes fácticos que lo pueden manipular. Su inefectividad también sirve bien a ciertos intereses políticos…”. 

Tal parece que al igual que allá los mexicanos, aquí los guatemaltecos debemos no solamente hacernos preguntas muy parecidas, sino también decidir qué hacer con las respuestas.  Porque como en el cuento, es en nosotros y solamente en nosotros, los ciudadanos, que está la capacidad de desenmascarar al mago. 

Prensa Libre, 23 de Enero de 2014. 
 

jueves, 16 de enero de 2014

Las 13 palabras


“¿debemos revisar nuestras políticas y programas de reducción de pobreza, construidas sobre la base de una separación casi completa de los instrumentos de política social de aquellos orientados al desarrollo económico?.”

América Latina ha hecho avances importantes en reducción de pobreza durante la última década.  Las últimas cifras reveladas por CEPAL en su Panorama Social 2013 nos dicen que (sic) “se ha producido en la región una caída de la pobreza que en promedio llega a 15.7 puntos porcentuales, acumulados desde 2002.  La pobreza extrema también registra una caída apreciable, de 8 puntos porcentuales, aun cuando su ritmo de disminución se ha frenado en los años recientes”. 

Sin embargo, son las últimas 13 palabras de la cita las importantes: “aun cuando su ritmo de disminución se ha frenado en los años recientes.”   Porque al ver la velocidad de reducción de la pobreza en la década hay claramente dos historias que contar.  Una que va del 2002 al 2007, muy acelerada y dinámica, donde la pobreza se redujo 3.8% por año en promedio, y la indigencia lo hizo a una tasa de 7.1% anual.  Eso nos llenó de optimismo a todos.  Pero luego cambió la marea entre el 2008 y el 2013, y el cuento comienza a preocuparnos otra vez, sobretodo en el caso de la indigencia, que dio un frenazo casi total y ahora se reduce a paso de caracol a una tasa anual de 0.9%.    

Lo que no sabemos con claridad es ¿qué es lo que se está agotando?  Una hipótesis es que sea la estrategia que ha seguido la región en materia de política social.  Que ciertamente dio frutos, muchos y muy jugosos, durante los primeros años, que se reflejaban nítidamente en las mediciones de pobreza más utilizadas por gobiernos y organismos internacionales: de consumo o de ingreso. 

Pero hoy tanto especialistas como funcionarios públicos con la papa caliente en la mano comienzan a dar voces de alerta y piden repensar el modelo, para retomar la senda que saque a flote a esos 160 millones de latinoamericanos.  Así, la pregunta que nos lanza en la cara estas cifras es: ¿debemos revisar nuestras políticas y programas de reducción de pobreza, construidas sobre la base de una separación casi completa de los instrumentos de política social de aquellos orientados al desarrollo económico?

El ejemplo más claro lo tenemos en el sector rural.  No solamente es allí donde se aloja el grueso de nuestra pobreza más dura, sino que además es el espacio territorial en donde se manifiesta con más claridad la desigualdad de oportunidades que caracteriza a los latinos.  Quizás ha llegado el momento de revisar la estructura programática pública tan compartimentalizada, que mira a un pobre rural como ese sujeto esquizofrénico que un día es beneficiario de un programa de transferencias condicionadas, al día siguiente es campesino de subsistencia sin viabilidad productiva alguna, y a los dos días lo ve como miembro de un banco comunal pidiendo un microcrédito.  

Como sea, lo que hace unos años comenzó siendo una mera hipótesis, hoy parece que ya nos aprieta el zapato.  Tenemos dos opciones: ver hacia otro lado y esperar a que volvamos a tener tasas de crecimiento que escondan bajo la alfombra a los pobres, o seguir presionando por un cambio de instrumental y estrategia política.