jueves, 30 de agosto de 2012

¿Psicólogos contra economistas?

“(…) pasado un cierto punto, demasiadas opciones pueden llegar a ser contraproducentes, generando efectos indeseados en las personas.  En vez de aumentar el bienestar lo reducen.”

Elegir, sin duda ese es el verbo fundamental de la teoría microeconómica.  Un proceso aparentemente trivial y simple, que en el caso del homo economicus viene matizado por una condición adicional: el individuo debe ser capaz de ordenar sus preferencias de manera que pueda escoger aquella combinación de bienes y servicios que, estando dentro de su presupuesto, le da la mayor satisfacción posible. 

Si lo anterior fuera una constante, de allí en adelante todo debiera ser cuesta abajo.  Pero resulta que no es así.  Para variar el mundo real se interpone en nuestros modelos y abstracciones, y el cerebro humano entra en pugna y crisis cuando, por una parte, queremos tener opciones, y por la otra, nos topamos con un número inmanejable de ellas.  Variaciones de lo mismo, tipos y tonos, tamaños, empaques y colores, que no hacen sino empacharnos los sentidos, bloqueando nuestra capacidad de elegir para satisfacer una necesidad y obtener bienestar.  

De manera que la máxima “más es siempre preferido a menos” no se cumple siempre.  La razón es muy sencilla: elegir es un proceso que tiene costos que pueden llegar a ser muy altos.  Buscar información, ordenarla, hacerla comparable, puede demandar mucho de nuestro tiempo y energía.  De allí que los consumidores muchas veces toman decisiones en apariencia irracionales como mantenerse con un proveedor aunque sea más caro – un banco, una aseguradora, una empresa de telefonía celular o de internet –, por el simple hecho de evitarse la molestia de tener que estar haciendo comparaciones y análisis entre las distintas alternativas posibles.  Peor aún, algunos individuos simplemente no toman ninguna decisión. No eligen. Y por tanto, no logran mayor bienestar, incluso pueden perder el que ya alcanzaron. 

Este dilema de la disciplina económica se ha convertido en uno de los puntos de encuentro más fructífero con otra ciencia social: la psicología.  Un interesante trabajo del psicólogo Barry Schwartz titulado The paradox of Choice ahonda en el tema. 

Me topé con él primero a través de un libro que compré por pura casualidad: 50 Psychology Classics, dentro del cual unas páginas están dedicadas al trabajo de Schwartz.  Intrigado me fui al internet y encontré un video de TED sobre mismo tema.  Su lógica y crítica me parecieron muy provocadoras. 

En síntesis, Schwartz bombardea el paradigma fundamental de las sociedades industriales occidentales, el cual nos dice que para maximizar el bienestar de los ciudadanos hay que maximizar la libertad – algo intrínsecamente bueno pero que además permite a las personas elegir por sí mismas aquello que consideran maximiza su bienestar individual –. Y la forma de maximizar libertad es ampliando las opciones al alcance de los ciudadanos.   

El problema es que pasado un cierto punto, demasiadas opciones pueden llegar a ser contraproducente, generando efectos indeseados en las personas.  En vez de aumentar el bienestar lo reduce.  ¿Por qué? 

En presencia de demasiadas opciones los individuos se paralizan, les cuesta más elegir; obtienen menos satisfacción de las decisiones que toman porque están constantemente comparando con otras alternativas que pudieron haber escogido y no lo hicieron. Al final, el exceso de opciones eleva el costo de oportunidad aumentando las expectativas que tenemos del resultado de una elección.  Deja en el individuo la sensación permanente de que allá afuera en el mercado hay un bien o servicio que probablemente lo hubiera satisfecho de más y mejor forma que el que finalmente eligió.  Para ajuste de penas, al tener infinitas posibilidades para elegir, la responsabilidad se transfiere del mercado hacia el individuo, generando una sensación de insatisfacción todavía mayor.

La crítica, por supuesto, no es en contra de tener opciones, sino de tener demasiadas.  La historia del mundo industrializado y más recientemente de China y Europa del Este nos ha demostrado que pasar de no tener ninguna opción a tener algunas opciones mejora el bienestar de personas y sociedades.   Sin embargo, pareciera que el péndulo fue demasiado lejos y por eso surgen estas voces disidentes de supuestos que hasta hace muy poco eran incuestionables. 

Una de las cosas más interesantes del argumento de Schwartz es que abre el juego para un análisis y discusión de la desigualdad ya no solamente al nivel económico sino también psicológico.  Ilumina la discusión desde otra esquina, ofreciendo argumentos de por qué es beneficioso redistribuir – en este caso opciones – desde sociedades en donde el exceso está siendo contraproducente, hacia sociedades en donde la falta de las mismas está siendo igualmente nocivo para el desarrollo.  ¿Nos estarán corrigiendo la plana los psicólogos a los economistas? ¿Usted qué piensa?

Prensa Libre, 30 de agosto de 2012.

jueves, 16 de agosto de 2012

¿Formar ó informar?

 “¿Qué tal darle vuelta de calcetín a los programas universitarios tanto en la universidad pública como en las privadas, acortando las horas-aula y aumentando las horas-práctica?”

¿Cuál es el destino de nuestros profesionales? ¿Vale la pena invertir cinco años en su educación universitaria? Tiempo y dinero – público o privado – para entrar a un mercado laboral ganando pinches cuatro o cinco mil quetzales al mes, cuando bien les va. ¿Es rentable entonces endeudarse, trabajar o pedirle a los padres que sigan costeando más horas nalga para que sus vástagos vayan a la U? ¿Tenemos realmente la capacidad instalada (edificios, tecnología, maestros, ayudantes, investigadores) para formar hordas anuales de patojos, que salen deslumbrados de la secundaria, esperanzados de encontrar su propio “El Dorado” y poder bañarse en ríos de esmeraldas? 

¿No será que nos estamos baboseando colectivamente, unos a otros y todos contra todos: yo hago como que enseño, tu haces como que aprendes, ellos hacen como que nos dan un título, nosotros hacemos como que mejoramos nuestros indicadores educativos, vosotros hacéis como que les daréis un empleo cuando toquen a la puerta de vuestra empresa, ellos hacen como que están felices de ser recibidos por ese salario exiguo e inestabilidad laboral característicos de las condiciones de contratación de jóvenes hoy? A lo mejor sí, depende a quien le pregunte.  Porque para algunos el sistema actual es negocio redondo, no me cabe duda. Pero para otros – de hecho, la mayoría de nuestros jóvenes – no es sino crónica de una frustración anunciada. 

Lo peor de todo es que el mal parece endémico. De hecho, “[h]ay quienes piensan que la masificación ha pervertido la educación, que las escuelas han tenido que seguir la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo, y que los talentos de ahora son esfuerzos individuales y dispersos que luchan contra las academias.  Se piensa también que son escasos los profesores que trabajan con un énfasis en aptitudes y vocaciones.  ‘Es difícil, porque comúnmente la docencia lleva a la repetidera de la repetición’, ha replicado un maestro.  ‘Es preferible la inexperiencia simple al sedentarismo de un profesor que lleva veinte años con el mismo curso’.  El resultado es triste: los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, sólo se hacen [profesionales] cuando tienen la oportunidad de reaprenderlo todo en la práctica dentro del medio mismo.”

¿Por qué revertir este drama? ¿Por qué no hacer uso de conceptos de última generación como las trinadas alianzas público-privadas?  ¿Por qué no pensar en una mega inversión en infraestructura, de esas que añade valor económico y tiene altísimas externalidades positivas, que mejora la competitividad y las condiciones de inversión en el país, que nos hará sujetos de evaluaciones positivas de agencias calificadoras de riesgo, presentándonos como un país en donde se puede venir a invertir y generar riqueza?

Una alianza público-privada para la que no hace falta expropiar ni intimidar comunidades, ni cooptar parlamentarios, ministros o mandatarios.  Una inversión construida sobre la principal ventaja comparativa de Guatemala con respecto a otras economías como las europeas, Japón o Estados Unidos: su juventud. 

¿Qué tal darle vuelta de calcetín a los programas universitarios tanto en la universidad pública como en las privadas, acortando las horas-aula y aumentando las horas-práctica?  Cuatro años solamente, con esquemas de pasantías largas – pagadas, por supuesto, aunque a salarios más bajos de los que devengaría un graduado –, intercaladas con cursos teóricos diseñados más según la realidad y necesidad del futuro empleador y menos según las casas editoriales extranjeras que nos surten el arsenal de conocimiento, por demás generado en otra parte.  Un esquema en el que el sector privado corporativo asuma el costo de emplear-entrenar a los futuros profesionales, y para el caso de la pequeña empresa familiar, apuntalado con un programa de subsidio público al empleo productivo. 

¿Locura? Quizás.  Pero lo que sí sé es que de seguir haciendo lo que hasta hoy, seguiremos leyendo y releyendo, viviendo y reviviendo extractos como el que le he presentado.  Fulminante por su simpleza, honestidad en el diagnóstico, pero sobre todo por su vigencia, ¿no le parece?

Probablemente se estará preguntando ¿quién se atrevió a decir algo semejante?, ¿de qué país ó universidad estará hablando? Bueno, pues le cuento que es un pedacito del discurso inaugural pronunciado por Gabriel García Márquez en1996, en su calidad de presidente de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano.  (De paso lo invito a leer el libro completo.)

Nótese que cualquier parecido con la realidad de cualquier otra carrera universitaria en cualquier otro país al sur de México es pura coincidencia.   

Prensa Libre, 16 de agosto de 2012. 

jueves, 9 de agosto de 2012

La O-16

“Barrondo nos dio razones para celebrar, pero también nos puso frente al espejo y lo volvió a romper con la piedra de la desigualdad.”

¿Cómo no nos íbamos a emocionar?  Imposible.  Nadie con una gota de sangre chapina en las venas podía evitarlo.  Las imágenes parecían de película en Londres y en Guatemala.  Allá unas escenas nos mostraban, por una parte, el aparatoso derrumbe del campeón defensor contra las vallas protectoras; y por la otra, la perseverancia de los tres punteros, que segundo a segundo (¡literalmente!) iban marcando sus diferencias con el resto del grupo y entre ellos mismos. 

Aquí la gente se agolpó frente a televisores en vitrinas de almacén, en sus casas, se prendían del radio y del internet, de lo que fuera.  La explosión de alegría fue general cuando vimos el cronómetro y los 11 segundos entre el primero y segundo lugar, y los 38 entre segundo y tercero.  Segundos solamente, pero que nos supieron a eterna gloria.  Como dijo un comentarista: ¡Guatemala acababa de entrar a la diplomacia olímpica!

Asentado ya el polvo de la emotividad, naturalmente las reflexiones de fondo comienzan a salir.  Algunas con más chispa, como aquella amiga que puso en Facebook “¡La primera medalla olímpica es O-16!”, recordándonos que el triunfo no vino de una cédula A-1.  Es decir, de aquel subconjunto del territorio que aun concentra las mayores  oportunidades de superación en este país.  

O aquel otro colega que, siendo fiel a su vocación analítica, se fue inmediatamente a revisar unos datos estadísticos y nos dijo que “nuestro único medallista olímpico nació en Aldea Chuyuc de San Cristóbal Verapaz, municipio de menos de 60 mil habitantes, con el puesto 286 de 334 municipios en el índice de desarrollo humano (IDH), pero da puesto 2 en marcha a nivel mundial”.  Es decir, un hijo y nieto de la pobreza estructural que hay en Guatemala.   

Al final, el mensaje consciente o inconsciente es el mismo:  Barrondo nos dio razones para celebrar, pero también nos puso frente al espejo y lo volvió a romper con la piedra de la desigualdad.  Nos hizo un nudo en la garganta y llenó de lágrimas nuestros ojos, al mismo tiempo que nos señalaba el camino que nos queda para superar esas brechas sociales.  Profundas diferencias que hoy todavía separan los múltiples mundos que coexisten en Guatemala cual placas tectónicas.  Que no se cruzan casi nunca, pero que cuando llegan a rozarse provocan terremotos sociales.   

Estoy seguro que a este muchacho los reconocimientos no le harán falta.  Que el aeropuerto estará lleno de gente lista para recibirlo y aplaudirlo merecidamente.  ¡Así debe ser! 

De lo que estoy menos seguro es si sabremos utilizar la ocasión para repasar y corregir otro poco nuestra desigualdad.  ¿Cómo hacerlo? Bueno, que tal comenzando por preguntarnos cómo es que surgen estos casos extremos (verdaderos “outliers” estadísticos), y cómo podemos hacer para que se multipliquen y sean una masa crítica.   

No hay que irse con la finta.  Vivimos en un sistema que reproduce – algunos van más lejos y aseguran que agranda – inequidad.  Esa que no permite que florezcan muchos Barrondo, Flores, Palacios, López ó Cordón.  Una sociedad que cada tantos años tiene alumbrones de genialidad, pero que son producto mas bien del esfuerzo individual que de unas condiciones y oportunidades mejor distribuidas.  

Pues bien, ahora que tenemos uno de esos frente a nosotros ¿por qué no usar la ocasión para ir más allá del aplauso y la porra?  ¿Por qué no aprovechamos para hacerle una auditoría profunda a nuestro sistema de inversión pública en formación de talentos, en los distintos campos: deportivo, artístico, científico, emocional? 

Esa sería una lección poderosa y transformadora que podemos sacar de Londres 2012.  Para que como sociedad aseguremos que de hoy en adelante nuestro capital humano más talentoso no tenga que conformarse con ser flor de un día en este país de la eterna primavera.

Prensa Libre, 9 de Agosto de 2012. 



miércoles, 1 de agosto de 2012

El futuro de la historia

 “Ignorancia que lueguito y con poco esfuerzo estalla en explosiones emotivas y rabiosas, que obstaculizan cualquier intento de diálogo...”

Me topé hace un par de días con la columna “De Historia a historiadores” del profesor Julio Castellanos Cambranes.  Grata sorpresa cuando además revisé los archivos de Prensa Libre y veo que ya son varias las entregas que ha hecho, todas apuntando en una misma dirección: rescatar el valor y utilidad de la historia. 

Disciplina de la más alta prioridad para cualquier pueblo.  Pero más aún para uno como el nuestro, que huye despavorido ante el menor contacto con su pasado.  Ironías de la vida porque descendemos de una civilización culturalmente muy rica.   

Así como no hay que hacer mucho esfuerzo para justificar el valor de aumentar la discusión sobre distintos períodos históricos en el país, tampoco hay que escarbar muy profundo para darnos cuenta del déficit que Guatemala tiene en ciertos momentos de su historia.  Por ejemplo, durante los últimos cincuenta o sesenta años, en donde, salvo honrosas y modestas excepciones, mantenemos un velo de ignorancia mayúsculo y deliberado.   

Ignorancia que luego se transforma en mitos, dogmas y leyendas, repetidas hasta la saciedad, para tratar de convertirlas en verdad de boca en boca transmitida.  Ignorancia que lueguito y con poco esfuerzo estalla en explosiones emotivas y rabiosas, que obstaculizan cualquier intento de diálogo y, por consiguiente, de avance en la construcción de acuerdos mínimos para acelerar nuestro desarrollo.  La razón es muy sencilla: lo que se desconoce se teme, y lo que se teme se rechaza a priori. 

Por eso es tan importante que aquellos pocos que se han dedicado sistemáticamente al estudio de nuestro pasado se propongan comunicarse con audiencias más amplias.  Fundamentalmente con nuestros jóvenes de secundaria y primeros años de universidad, quienes de manera natural están ávidos por conocer de dónde vienen, para poder así definir mejor hacia dónde quieren llevar sus historias de vida. 

Las reflexiones del profesor J. C. Cambranes me devuelven inmediatamente al ámbito de mi trabajo profesional: la Economía.  Allí también hace falta muchísima investigación, docencia y discusión, para explicar la raíz de muchas discusiones actuales y recurrentes.  Preguntas como ¿qué características tiene y cómo funciona la economía campesina? ¿Cómo se han formado los grandes grupos empresariales en Guatemala? ¿Cómo surgió el azúcar, el café y el cardamomo; industrias como la del cemento y la cerveza; o nuestro sistema financiero nacional? ¿Qué papel ha tenido el Estado en tales procesos? ¿Cómo se toman las grandes decisiones de política económica? ¿Cómo y por qué se logran o abortan las reformas fiscales?  Y así tantas otras preguntas.

Acumular evidencia y discusión en temas como estos sin duda alguna nos ayudará a crecer como sociedad y como país.  No sea que nos siga pasando las de aquel conferencista que un día dijo que la Revolución de Octubre la hicieron un grupo de patojos bohemios y parranderos.  O aquel otro personaje que nos dijo a mi padre y a mí que para sacar a Guatemala del subdesarrollo había que matar a todos los indios, porque no consumen nada y por tanto no dinamizan la economía: se fabrican sus propios caites, su propia ropa y hasta cultivan lo que se van a comer.   

John Lukacs en su libro The future of History nos regala una cita de Agnes Repplier muy sugerente, que dice más o menos así: “solía pensar que la ignorancia de la historia no significaba más que falta de cultivarse y una pérdida de placer.  Ahora estoy segura que tal ignorancia, al debilitar nuestro entendimiento, está debilitando nuestro juicio, al privarnos de los estándares que provee el poder del contraste, y el derecho de formarnos una opinión. (…) No podemos saber nada de una nación a menos que sepamos su historia.”  Palabras que vienen como anillo al dedo para conmemorar el alzamiento de los caballeros cadetes de aquel 2 de Agosto de 1954. 
 
Prensa Libre, 2 de agosto de 2012.