jueves, 28 de abril de 2011

Crecer ó redistribuir, el falso yin-yang

“(…) si proponés medidas pro crecimiento quiere decir que por lo menos sos de centro derecha; y si crees que políticas redistributivas son necesarias, entonces seguramente sos de centro izquierda – o “progre” como me dijo un amigo –.”

Generalmente la discusión económica que tenemos en Guatemala tiende a plantearse en forma binaria: 1 ó 0, blanco ó negro, crecer ó redistribuir. Lo curioso es que este aparente simplismo ó cuadratura mental no es reflejo ni de la teoría, mucho menos en la evidencia empírica internacional. En ambos mundos, el real y el de las ideas, abundan ejemplos que encuentran amplios espacios de convergencia en las políticas pro crecimiento y las redistributivas.

¿Por qué entonces seguir machacando sobre este falso yin-yang? Sólo puedo pensar en dos razones. Una, porque es más fácil de analizar, procesar, y vender a un público no especializado la noción de polos opuestos. Pero además, porque es más sencillo asociar y encasillar al adversario político ó intelectual: si proponés medidas pro crecimiento quiere decir que por lo menos sos de centro derecha; y si crees que políticas redistributivas son necesarias, entonces seguramente sos de centro izquierda – o “progre” como me dijo un amigo –.

El tema es que con los indicadores sociales y económicos que ofrece nuestro país, la discusión que debiéramos estar teniendo los cuatro gatos que opinamos de economía y desarrollo no debiera ser de tipo claroscuro. ¿Por qué? Simplemente dele un vistazo a los números. En cuanto a crecimiento económico, salvo contadas excepciones – más por shocks externos que por mérito propio –, no lo hacemos a niveles importantes desde hace muchos años. Por otro lado, la pobreza y desigualdad parece no dar muestras de retroceder de forma significativa.

El problema es que toda esta aparente dicotomía en nuestros análisis se traslada después a planes de gobierno y políticas públicas, y es allí que nos topamos después con gobiernos a los que típicamente les cuesta atender más de un objetivo. En parte porque son un equipo de personas heterogéneo e imperfecto, como cualquier otro. Pero en mucha medida porque un Estado como el nuestro todavía depende del liderazgo que le imprima el Presidente o su círculo más inmediato. En otras palabras, mientras más fuerte y clara esté la cabeza, así será la claridad de las señales en cuanto al objetivo cuatrienal.

Por ejemplo, el gobierno del PAN fue clarísimo en su objetivo y política de inversiones en infraestructura física y privatizaciones. De igual forma la UNE, a través del consejo de cohesión social logró articular una importante red de protección social. Esto gracias a dos liderazgos fuertes. En medio quedan el FRG y la GANA, gobiernos con liderazgos más débiles o dispersos, lo cual se tradujo en señales de política económica y visión de desarrollo menos claras. Quizás algo se puede decir de los esfuerzos en institucionalizar estrategias de reducción de pobreza (FRG) y una agenda de competitividad (GANA), pero no mucho más.

De acuerdo a las últimas encuestas, para el siguiente ciclo político estamos ante la posibilidad de un gobierno con liderazgo fuerte, tanto en la figura de los candidatos del PP y de la UNE. ¿Debiéramos capitalizar sobre esta posibilidad? ¿Hay alguna recomendación para ellos en materia de política pública? ¿Hay espacio para una agenda que atienda crecimiento y redistribución a la vez?

De acuerdo a la evidencia mundial, la respuesta es un rotundo sí. De manera que a los equipos que hoy piensan en planes de gobierno se les pueden enviar por lo menos tres mensajes claros.

Primero, es fundamental mantener la inversión en redes de protección social. Son necesarias en cualquier país del planeta, y más todavía en aquellos que tienen altos índices de pobreza y desigualdad. Sin oportunidades no hay productividad ni crecimiento económico.

Segundo, hay que retomar la inversión en infraestructura física como prioridad de gobierno. Ordenarla, visibilizarla, y buscar los mecanismos para ampliar la participación del sector privado. Darle músculo y transparencia al sistema nacional de inversión pública y a la función de planificación del Estado así como a los consejos de desarrollo. ¡El pleito contra el listado de obras que favorece a diputados y sus empresas tiene que ser a muerte!

Y tercero, urge una agenda de fortalecimiento institucional. Este tema es quizás el patito feo, es verdad. No da mucha prensa ni suma popularidad y votos, también es cierto. Pero sin duda alguna es algo que nos permite un cierto sentido de dirección y horizonte de mediano plazo. Leyes de servicio civil, de responsabilidad fiscal, de endeudamiento y crédito público, y de autonomía a instituciones estratégicas como el INE, son solamente algunas de los grandes pendientes en materia de instituciones.

En otras palabras, infraestructura, instituciones y protección social son tres áreas de política pública en donde se puede promover el crecimiento económico y a la vez reducir desigualdad. Darles la suficiente prioridad nos garantiza que, por un lado el efecto para la reducción de la pobreza sea doble (más crecimiento y más equidad). Y por otro, que la viabilidad de lograr consensos políticos y gobernabilidad sea mayor.

Prensa Libre, 28 de abril de 2011.

jueves, 21 de abril de 2011

¡Maldita diáspora!

“La decisión de la migración es entonces como un pequeño luto.”

Esta semana se juntaron dos notas que jalan en la misma dirección aunque por caminos diferentes. Una, la columna de opinión de Marcela Gereda titulada “Como el unicornio azul”. La otra, preparada por Lorena Alvarez con base en datos de la encuesta sobre remesas del 2010 de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), bautizada como “Fuga de cerebros: se van más profesionales del país”.

La primera línea de Lorena es lapidaria: la migración de profesionales debido a la falta de oportunidades laborales y bajos salarios en el país se incrementó durante el último año, replicando un fenómeno observado en otros países que ven a sus mejores cerebros marcharse. Marcela es todavía más fulminante al decir que (sic) “Es cuestión casi de a diario hallar en mi cuenta de correo electrónico mensajes de amigos que se despiden… Gente lúcida y luchadora que ya no aguanta más”.

El mensaje es fuerte y claro paisano. El país es un expulsor neto de capital humano. Ya no solamente nos estamos quedando sin trabajadores poco calificados, sino ahora también sin aquellas guatemaltecas y guatemaltecos en quienes hemos invertido por años.

Me pregunto ¿qué pasa si ya nunca más regresan? Pues serán como recursos botados al mar. Años de impuestos, ahorros, sueldos y salarios invertidos en educación, libros y maestros, medicinas y vacunas, casa y comida. Todo ese esfuerzo para elevar la productividad de nuestra sociedad habrá que tirarlo a pérdida en las cuentas nacionales.

Los beneficios de su madurez intelectual y profesional se verán reflejados en otros barrios. Serán otras las empresas, universidades, centros de investigación, organizaciones y gobiernos los que se nutran de nuestra camada de “patojos chispudos con moto y papeles en orden”. De nuestra gente luchadora, sonriente y amable, con ideas, cuyo pecado es querer más y mejores oportunidades para salir adelante –ó incluso más básico aún, para salir con vida–.

Evidentemente en algo estamos fallando. Siendo yo mismo uno de esos expatriados, con mucha frecuencia me cuestiono ¿debemos culparlos por irse? ¿Son unos ingratos? ¿Les falta amor a la patria y por eso abandonan el barco? ¿No es acaso en Guatemala en donde más está haciendo falta una reserva moral, capital humano e ideas nuevas? ¿No es aquí en donde su aporte puede hacer la diferencia, en vez de países plagados de bienes públicos, mercados, instituciones, y mano de obra calificada?

Son todas preguntas nada fáciles y de respuesta incierta. Digo nada fáciles porque tampoco es ganga quemar naves y salir del lugar en donde se ha crecido toda una vida. Es, al final de cuentas, el sitio en donde están las redes sociales y los vínculos emocionales más poderosos. La decisión de la migración es entonces como un pequeño luto.

Pero también son preguntas de respuesta incierta porque solamente en unos años sabremos si este fenómeno que hoy tímidamente capturan las encuestas de la OIM y las anécdotas, se logrará revertir en el mediano plazo en algo que sirva al país. Alex Foxley, ex ministro de relaciones exteriores de Chile, reflexionaba hace unas semanas al respecto, y decía que no hay problema en que parte de la población salga al exterior por diez o quince años. La condición es que al final vuelvan. Entonces sí que se convierten en un activo todavía más valioso para el país de origen porque regresan con formación profesional y además con un montón de experiencia práctica. Es lo que sucede hoy en India. Así sí que la migración de cerebros pinta una cara bonita.

El riesgo es que también hay una cara fea. ¿Qué pasa si nos convertimos en una diáspora como la africana? Esa región que tiene magníficos profesionales, académicos e investigadores, pero que una vez logran salir y encontrar un nicho en el mundo desarrollado, nunca más vuelven a reinvertir sus capacidades y reinventar su tierra natal.

Por esa senda iba Colombia cuando vivió su punto más bajo de la guerra contra el crimen organizado. Expulsando gerentes, universitarios y obreros a granel. Afortunadamente logró enrumbar su proceso de pacificación y hoy comienza a parecerse más al modelo indio que al africano.

¿Hacia dónde iremos nosotros? No lo sé, ni creo que nadie lo sepa tampoco. Ya lo veremos en una década o dos. Por ahora le confieso que terminé mi lectura de los diarios por internet con un sorbo de café negro sin azúcar, una mezcla de nostalgia y amargura, y una frase: ¡maldita diáspora!

Prensa Libre, 21 de abril de 2011.

martes, 19 de abril de 2011

¡O hay pa’todos o hay patadas!

“En Perú aparentemente está rota la conexión entre las condiciones macro (país) y micro (hogares). En otras palabras, el crecimiento económico no está salpicando a todos, ni se está traduciendo en oportunidades de superación individual.”

Un tecnócrata urbano, que no logró arraigar en el voto popular; una senadora muy joven con discurso populista, e hija de ex presidente; un militar con tintes de izquierda radical, luchando por moderarse; un ex presidente, que perdió diez puntos porcentuales en diez días; y un partido en el gobierno, incapaz de articular una candidatura para continuar en el poder. Esa fue la foto instantánea de la primera vuelta en las elecciones presidenciales peruanas el domingo pasado.

El lunes los medios nos dijeron que Ollanta Humala –el ex militar–, y Keiko Fujimori –la hija del polémico ex presidente Alberto Fujimori– fueron los que pasaron a segunda ronda. Y desde ese mismo instante ambos afinan su puntería para capturar el voto de las clases media y alta, que se les escurrió como agua entre los dedos por temor a posibles retrocesos en lo político y económico.

Lo curioso es que el país tiene tasas de crecimiento económico envidiables, en torno al 7% durante los últimos cinco años. Goza de estabilidad macroeconómica, que se tradujo en espacio fiscal para que el Estado pudiera actuar durante las últimas crisis. Y cuenta con recursos naturales que hoy se cotizan bien en los mercados internacionales. Además, sus indicadores dan cuenta de una reducción de la pobreza importante, bajando del 48% al 34% entre el 2004 y el 2009. Todo pintaba para que opciones de centro tuvieran mejores perspectivas en la contienda política.

Pero no fue así. Porque a pesar de lo anterior, muchos analistas señalan a la desigualdad como una de las principales razones que explican el comportamiento del electorado. La hipótesis no es tan descabellada. En Perú aparentemente está rota la conexión entre las condiciones macro (país) y micro (hogares). En otras palabras, el crecimiento económico no está salpicando a todos, ni se está traduciendo en oportunidades de superación individual.

No solamente hay un espacio claro para profundizar una agenda de equidad, política social más activa, y crecimiento pro-pobre, sino que también hay indicios de que una buena parte de los recursos adicionales que está generando el crecimiento podrían asignarse de manera más eficiente. El ejemplo clásico son los millones de dólares anuales que anualmente recibe la región del Cuzco producto de concesiones mineras, y que chocan de frente con las paupérrimas condiciones de vida de mucha gente que vive en esa región.

¿Qué lección podemos rescatar los guatemaltecos de lo que sucede a los peruanos? Básicamente una: es peligroso y poco aconsejable exacerbar la desigualdad y bloquear los canales de movilidad social. Porque entonces se crea un caldo de cultivo ideal para que discursos incendiarios y populistas prendan en la mente de electores, que se sienten relegados y tratados como ciudadanos de segunda o tercera categoría – como suele ser el caso de los pobres, los rurales, los trabajadores de la economía informal y poblaciones indígenas y afrodescendientes.
Me viene a la mente un tarimazo del entonces candidato Alfonso Portillo cuando ante una multitud rural dijo que él (sic) “no había nacido con una cucharita de plata en el hocico”. Esas cosas son muy típicas de países pobres y desiguales.

Cuando la percepción es que la economía está generando riqueza, pero que el bienestar de todas formas no llega, se abre la posibilidad de que segmentos amplios de la población desarrollen un sentido de hastío con respecto a la participación política y las instituciones democráticas.

Al final, resultan siendo conceptos abstractos, lejanos, lentos, escleróticos, que muy poco contribuyen a resolver el día a día. Ello puede generar apatía en la participación y desinterés en la auditoría social, ambos elementos fundamentales para la profundización de la democracia. Así es como poco a poco el juego político va quedando confinado a aquellos que sí logran hacerse escuchar, aunque comparativamente lo necesiten menos.

En suma, Perú nos vuelve a recordar que el crecimiento económico es importante, pero que sus beneficios alcancen a la mayoría de la población también lo es. Que la reducción de la pobreza es un objetivo central, pero al final las personas valoran acceso a oportunidades y movilidad social para procurar su propio bienestar.

No se pueden cargar los dados en un solo objetivo de política. Tarde o temprano la factura llega. ¡O hay pa’todos o hay patadas!

Prensa Libre, 14 de abril de 2011.

jueves, 7 de abril de 2011

Los patojos de la U

“Tenemos que hacer más transparente, eficiente, productivo, pertinente y competitivo el proceso de producción de profesionales en Guatemala.”

El domingo pasado se publicó en El Periódico un reportaje sobre las universidades en el país. Si puede dele un vistazo. Creo que hace un buen trabajo en describir y llamar a la reflexión sobre un tema central para nuestro desarrollo: la política de formación de capital humano en Guatemala.

Al hablar de educación superior las preguntas que pasan por la mente de muchos son: ¿por qué debemos hablar de educación universitaria en un país con la mitad de la población en pobreza? ¿No debiéramos primero ocuparnos de resolver problemas más urgentes como la desnutrición o la infraestructura física antes que atender a un puñado de patojos? ¿Es la “U” un lujo que podemos darnos?

La respuesta es simple: la educación superior es tan importante como la preprimaria, primaria ó secundaria. Es el último eslabón en donde se cocina nuestra mano de obra calificada –médicos, abogados, ingenieros, economistas, psicólogos, etcétera–. Ellos son el grupo de personas que después aparecen en el mercado como gerentes de empresas, ministros, académicos, consultores, en fin. Ese grupito de profesionales forma la masa crítica con la que damos dirección a la economía y tratamos de hacerla crecer.

La formación universitaria cumple varias funciones. Es un eslabón en la cadena de capital humano que contribuye de manera crucial a ese concepto abstracto que llamamos productividad. Pero también es un mecanismo de movilidad social, y por lo tanto cumple una función de equidad al ampliar las oportunidades salariales de las personas.

Por otra parte, la educación superior es quizás la inversión per capita más onerosa que hacemos ya que son más o menos 300 mil beneficiarios en una población de 14 millones. Tiene asociados costos directos nada despreciables, pero además tiene un costo de oportunidad igualmente alto: el uso del tiempo de nuestra población joven, que muy bien podría estar empleada y generar ingresos adicionales para ayudar a la economía familiar. Además consume una parte de nuestros impuestos, ya que la Constitución manda que la universidad estatal reciba un porcentaje de los ingresos del Estado.

Por esas y muchas otras razones es que la educación superior merece mucha atención. Pero sobretodo merece mucho pensamiento estratégico. Ese es el segmento de población que puede darle valor agregado a la economía y con ello generar crecimiento y bienestar.

El modelo de educación superior que opera en la actualidad es desordenado, con poca visión de mediano y largo plazo, desconectado de las necesidades de los empleadores (empresas, gobiernos nacionales y subnacionales, organismos internacionales, etcétera). Y lo que es más grave aún: es una industria reacia a la competencia y al control de calidad.

La elección de carrera universitaria que hacen nuestros jóvenes a los 18 años es, por definición, miope. Pesan en su elección el precio, el mercadeo y el estatus, aunque no sepan muy bien qué es lo que verdaderamente van a encontrar en las aulas sino hasta muchos años después, cuando tienen que salir a vender sus habilidades y competencias laborales.

Pero para entonces generalmente ya es muy tarde. Los hogares ya pagaron miles de quetzales en cuotas y matrículas, en innumerables libros y fotocopias, en incontables galones de gasolina de carro o camioneta, y en infinitas horas de internet. La inversión en capital humano se convierte entonces en un costo hundido y solo queda pedirle a Dios dos cosas: que la calidad no sea muy gacha para recuperar la inversión, y que haya suficientes puestos de trabajo para absorber ese ejército de desempleados calificados.

Con tal panorama es evidente que necesitamos sentarnos a la mesa y reflexionar seriamente sobre el tema. Tenemos que hacer más transparente, eficiente, productivo, pertinente y competitivo el proceso de producción de profesionales en Guatemala.

En ese espíritu, creo que bien haríamos si comenzamos a cuestionarnos algunas cosas. Por ejemplo, ¿necesitamos muchas universidades (a riesgo de que sean de garaje) o más bien pocas y con áreas especializadas? ¿Debiéramos tener estándares mínimos para llamar un establecimiento “sede regional”? ¿Cómo podemos instaurar un sistema de información que permita a los jóvenes comparar contenidos, calidad de la planta docente, capacidad de investigación, e infraestructura de las diferentes universidades? ¿Cómo podemos asegurar calidad y pertinencia de lo que se enseña? ¿Cómo promover la meritocracia entre los estudiantes universitarios, de manera que subsidios y becas vayan a quienes los merecen por sus capacidades intelectuales? ¿Será que los recursos que hoy se destinan por decreto se podrían gastar más eficientemente a través de vouchers para estudiantes, becas para docentes, y grants para proyectos de investigación? ¿Habrá llegado ya la hora de promover residencias estudiantiles en algunos campus universitarios y cambiar así la dinámica diaria de la formación superior? ¿Estaremos listos para una prueba de admisión homogénea y de aplicación nacional, que permita mayor movilidad de nuestros talentos?

Son sólo algunas preguntas para agitar la grilla, sobre un tema que va muy de la mano con retos más grandes como crecimiento, productividad y equidad. Lo que me queda claro en todo esto es que la industria universitaria en Guatemala es un claro ejemplo en donde hace falta pensar en clave de competencia, incentivos, y transparencia.

Prensa Libre, 7 de abril de 2011.

lunes, 4 de abril de 2011

Mentiras, mentirotas y estadísticas

“Es en base a la inflación que se negocian pactos colectivos, se calculan aumentos salariales, costo de vida, utilidades en las empresas, niveles de gasto público, indicadores de pobreza, entre otros.”

Siempre he defendido la necesidad de generar información estadística, la importancia de que sea regular, y que las decisiones de política pública se tomen, tanto como sea posible, basadas en evidencia. Igualmente importante es aprender de las buenas prácticas nacionales e internacionales. Eso ahorra tiempo, dinero, y recurso humano.

Hacer oídos sordos a recomendaciones tan elementales es, en el mejor de los casos, buscar una solución sub-óptima. En el peor de ellos, dispararnos en el pie. Equivale a timonear una nave sin más herramientas que intuición e intenciones.

Lo impresionante es que, a pesar de que a veces pensamos que ciertos consejos están completamente asumidos, de vez en cuando aparece algún escándalo que nos recuerda la necesidad de mantener la guardia alta y estar siempre vigilantes. La tentación de buscar atajos se alimenta a diario de la debilidad y miopía de nuestros sistemas e instituciones políticas, muchas veces proclives a trocar estabilidad, rigurosidad y visión de mediano plazo por beneficios inmediatos.

El caso más reciente es el de las estadísticas de inflación en Argentina. Hace más o menos cuatro años se generó una tensión en el instituto nacional de estadística y censos de aquel país (INDEC), cuando el gobierno decidió meter las manos en la metodología para el cálculo del índice de precios.

El vox populi apunta a que entonces hubo presiones gubernamentales para tratar de mantener dicho indicador en niveles artificialmente bajos con fines electorales. La razón es muy sencilla: el poder adquisitivo de las personas es uno de los más fuertes detonantes de apoyo o rechazo hacia la gestión de cualquier gobierno.

El problema es que ponerse a trastear la forma de cálculo de una variable tan importante, le quita uno de los instrumentos más poderosos para la toma de decisiones a cualquier economía. Es en base a la inflación que se negocian pactos colectivos, se calculan aumentos salariales, costo de vida, utilidades en las empresas, niveles de gasto público, indicadores de pobreza, entre otros.

Además, producto la pérdida de confianza que se generó hacia el INDEC, han surgido desde entonces varios esfuerzos privados para estimar el comportamiento real de los precios argentinos. Las discrepancias han llegado a tal punto que, mientras las estimaciones oficiales arrojan una inflación cercana al 10% IPC a febrero, estimaciones de consultores y analistas privados opinan que el verdadero número está entre 20 y 30%.

Peor aún, el gobierno, citando partes de una ley de lealtad comercial, la ha emprendido en contra de estas voces disidentes con multas. El argumento utilizado no se sostiene ni con chicle: hay una violación a la ley cuando se vende información falsa y se confunde a los consumidores.

Al principio se acusó a los disidentes de la verdad oficial de “noventistas”, término peyorativo para designar a todos aquellos que fueron fervientes defensores de la desregulación, liberalización y privatización económicas, y a quienes políticamente se les achaca la debacle económica de fines de la década de los noventa.

Sin embargo, hay dos cosas curiosas en todo este relajo. Por un lado, en la lista negra de alquimistas de la inflación argentina aparecen instituciones y profesionales de reconocido prestigio nacional e internacional como la Fundación de investigaciones económicas latinoamericanas –FIEL–. Por otro lado, incluso dentro del mismo gobierno ya se comienza a dudar de la veracidad de la información oficial.

A pesar de que en 2009 el gobierno conformó una comisión con delegados de universidades públicas para dictaminar sobre la metodología para el cálculo del índice de precios, a la fecha el reporte todavía no se hace público. Solamente una de las universidades se ha pronunciado al respecto manifestando preocupación por la nueva forma de cálculo del IPC.

Toda esta novela de las estadísticas argentinas debe dejar una lección clara: es fundamental mantener y fortalecer la autonomía técnica y financiera en los institutos nacionales de estadística. Dejar que los políticos metan las manos en ello es como tratar de conducir un auto de noche con las luces apagadas. La probabilidad de colisionar con la realidad crecen exponencialmente y los daños colaterales pueden durar muchos años.

Prensa Libre, 31 de marzo de 2011.