Los
últimos pronósticos del crecimiento económico para América Latina del FMI,
Banco Mundial y analistas en general no son nada halagüeños. Después de haber estado creciendo por casi una
década a tasas cercanas al 5% anual, las perspectivas que tenemos es que en los
próximos años rondaremos el 2%. Cifra muy
por debajo de lo que necesitamos para poder seguir avanzando en nuestra agenda
de desarrollo.
Las
razones están allí, a la vista de todos.
De hecho, siempre lo han estado pues no son mucho muy distintas de lo
que históricamente nos ha caracterizado: una región cuya estructura productiva
descansa fundamentalmente en productos agrícolas primarios y recursos minerales
–soja, café, azúcar, carne, banano, camarón, cobre, gas y petróleo–; con baja
calidad educativa – vea los resultados de las pruebas PISA y vea cómo nos
comparamos con Asia, por no decir Europa y América del Norte–, lo cual redunda
en un pobre valor agregado y baja productividad, salvo algunos enclaves de
manufactura en países como Brasil y México; y una fuerte dependencia de dos o
tres mercados internacionales –Estados Unidos, Europa y más recientemente
China–.
Eso sí,
con dos o tres ventajas respecto de nuestro pasado reciente. Hoy por lo menos hemos aprendido (casi todos)
a mantener una cierta estabilidad macroeconómica, los conflictos armados por
razones políticas están prácticamente extintos (Colombia esperemos que lo logre
pronto), una democracia formal y gobiernos civiles ejerciendo el poder (con más
sombras que luces, eso también hay que decirlo), y un reconocimiento generalizado
de que debemos reducir no solamente la pobreza sino los altísimos niveles de
desigualdad que tan bien nos pintan a los latinos. Todo esto, que podríamos llamar la parte
medio llena del vaso, ciertamente ha ampliado la caja de herramientas para
poder gestionar nuestras economías y Estados durante los últimos veinte años.
De
manera que no es solamente una coyuntura desfavorable, o la desaparición de un
viento en cola, como solemos decir muchas veces los economistas cuando la
economía está creciendo. Es cierto que hoy
la desaceleración económica de China, el cambio en la política monetaria
norteamericana, y la recuperación de Europa que ha sido más lenta de lo esperado,
tienen indudablemente un efecto. Sin
embargo, la razón de fondo es la estructura productiva de Latinoamérica que
necesita seguir transformándose para que la región no quede rezagada y
vulnerable.
Por eso
la necedad de muchos de nosotros al insistir en una agenda de transformación
estructural. Que nos permita a los
latinoamericanos poder finalmente tener un mayor control de nuestro entorno, o
cuando menos una mejor capacidad de respuesta ante choques externos como los
que hoy de nuevo volvemos a enfrentar.
Una
agenda que aborde temas como el fortalecimiento del mercado interno en los
países, para contrarrestar esa dependencia que tenemos de mercados en países
desarrollados; la necesidad de seguir promoviendo el desarrollo rural, ciudades
secundarias y los vínculos de producción y comercialización que conecten la
base productiva agrícola con mercados urbanos y periurbanos; la identificación
de sectores estratégicos para la promoción de inversión pública y privada a
mediano plazo que puedan dinamizar territorios y economías locales; y por
supuesto la necesaria reforma y fortalecimiento del Estado, en donde justicia y
fiscalidad son dos pilares fundamentales.
En
suma, coyunturas favorables y desfavorables siempre habrá, y generalmente sobre
ellas no tendremos mucho o ningún control.
De manera que es a la estructura que debemos mirar para salir del atraso. En la estructura residen las opciones reales
que tenemos en cada momento para aprovechar un determinado contexto externo. Pero la estructura, por definición, se transforma
de forma lenta pero sostenida. Eso sí,
con una visión clara. Sin prisa pero sin
pausa.