miércoles, 26 de noviembre de 2014

¡Es la estructura, estúpido!

“(…) la razón de fondo es la estructura productiva de Latinoamérica que necesita seguir transformándose para que la región no quede rezagada y vulnerable.”

Los últimos pronósticos del crecimiento económico para América Latina del FMI, Banco Mundial y analistas en general no son nada halagüeños.  Después de haber estado creciendo por casi una década a tasas cercanas al 5% anual, las perspectivas que tenemos es que en los próximos años rondaremos el 2%.  Cifra muy por debajo de lo que necesitamos para poder seguir avanzando en nuestra agenda de desarrollo. 

Las razones están allí, a la vista de todos.  De hecho, siempre lo han estado pues no son mucho muy distintas de lo que históricamente nos ha caracterizado: una región cuya estructura productiva descansa fundamentalmente en productos agrícolas primarios y recursos minerales –soja, café, azúcar, carne, banano, camarón, cobre, gas y petróleo–; con baja calidad educativa – vea los resultados de las pruebas PISA y vea cómo nos comparamos con Asia, por no decir Europa y América del Norte–, lo cual redunda en un pobre valor agregado y baja productividad, salvo algunos enclaves de manufactura en países como Brasil y México; y una fuerte dependencia de dos o tres mercados internacionales –Estados Unidos, Europa y más recientemente China–. 

Eso sí, con dos o tres ventajas respecto de nuestro pasado reciente.  Hoy por lo menos hemos aprendido (casi todos) a mantener una cierta estabilidad macroeconómica, los conflictos armados por razones políticas están prácticamente extintos (Colombia esperemos que lo logre pronto), una democracia formal y gobiernos civiles ejerciendo el poder (con más sombras que luces, eso también hay que decirlo), y un reconocimiento generalizado de que debemos reducir no solamente la pobreza sino los altísimos niveles de desigualdad que tan bien nos pintan a los latinos.  Todo esto, que podríamos llamar la parte medio llena del vaso, ciertamente ha ampliado la caja de herramientas para poder gestionar nuestras economías y Estados durante los últimos veinte años.        

De manera que no es solamente una coyuntura desfavorable, o la desaparición de un viento en cola, como solemos decir muchas veces los economistas cuando la economía está creciendo.  Es cierto que hoy la desaceleración económica de China, el cambio en la política monetaria norteamericana, y la recuperación de Europa que ha sido más lenta de lo esperado, tienen indudablemente un efecto.  Sin embargo, la razón de fondo es la estructura productiva de Latinoamérica que necesita seguir transformándose para que la región no quede rezagada y vulnerable. 

Por eso la necedad de muchos de nosotros al insistir en una agenda de transformación estructural.  Que nos permita a los latinoamericanos poder finalmente tener un mayor control de nuestro entorno, o cuando menos una mejor capacidad de respuesta ante choques externos como los que hoy de nuevo volvemos a enfrentar. 

Una agenda que aborde temas como el fortalecimiento del mercado interno en los países, para contrarrestar esa dependencia que tenemos de mercados en países desarrollados; la necesidad de seguir promoviendo el desarrollo rural, ciudades secundarias y los vínculos de producción y comercialización que conecten la base productiva agrícola con mercados urbanos y periurbanos; la identificación de sectores estratégicos para la promoción de inversión pública y privada a mediano plazo que puedan dinamizar territorios y economías locales; y por supuesto la necesaria reforma y fortalecimiento del Estado, en donde justicia y fiscalidad son dos pilares fundamentales.  

En suma, coyunturas favorables y desfavorables siempre habrá, y generalmente sobre ellas no tendremos mucho o ningún control.  De manera que es a la estructura que debemos mirar para salir del atraso.  En la estructura residen las opciones reales que tenemos en cada momento para aprovechar un determinado contexto externo.  Pero la estructura, por definición, se transforma de forma lenta pero sostenida.  Eso sí, con una visión clara.  Sin prisa pero sin pausa.   

jueves, 20 de noviembre de 2014

Nuestras narrativas recientes

“Si no ha leído estos textos, léalos.  Si no está de acuerdo con su contenido, discútalos, rebátalos, investigue y construya su propia opinión.  Pero no los deje pasar de largo.”

La democracia y el desarrollo social no son poca cosa.  Por eso no se logran de la noche a la mañana.  Tampoco son un estado estático al que se llega después de seguir una ruta predeterminada.  Más bien son procesos dinámicos, que se arriesgan todos los días, y que por lo tanto se deben defender igualmente todos los días por la mayoría de nosotros ciudadanos.  A pulmón, a tinta, a marcha, en las aulas, en las instituciones, en la calle, en todos los espacios posibles.   

En dicho esfuerzo, una parte muy importante pasa por conocer nuestras historias.  La remota, en donde subyacen las raíces y explicaciones de muchas barreras mentales, políticas y económicas que explican la estructura de nuestro atraso.  Pero también la más reciente, la que se escribe día a día, mes a mes, año a año, cuatrienio a cuatrienio.      

Esta última es muy importante que se escriba, se conozca y se discuta.  Contar con testimonios recientes es una práctica sana que se da en sociedades más avanzadas.  Refleja muchas cosas, entre ellas la posibilidad de tener plumas y cabezas –tanto de los vencedores como de los vencidos– que están constantemente observando, escribiendo e interpretando lo que sucede. 

Así, al concluir un ciclo político se pasa inmediatamente a ponerlo en blanco y negro.  Producir esa primera narrativa, tan importante porque es reciente suficiente para provocar a los protagonistas con la nitidez del detalle.  Es una historia que seguramente será revisada, reinterpretada con el tiempo.  Eso no es problema.  Lo importante es que surja así, casi en tiempo real. 

Una práctica saludable que afortunadamente comienza a darse en Guatemala.  La “Rendición de Cuentas” de Juan Alberto Fuentes Knight y el “Portillo: la democracia en el espejo” de Byron Barrera Ortiz, son dos ejemplos que nos hablan de los gobiernos de los presidentes Alvaro Colom y Alfonso Portillo. 

Administraciones recientes que todavía levantan pasiones y opiniones encontradas, pero que sin duda alguna es importante repasarlos y tener una lectura documentada de sus hechos.  Uno desde la experiencia de un ministro de finanzas públicas y el otro desde la secretaría de comunicación social de la presidencia.  Dos posiciones muy cercanas al poder de turno, y que por tanto tuvieron un acceso privilegiado a información, detalles, y seguramente una buena dosis de influencia en las decisiones que se tomaron en su momento.        

Ambos son materiales valiosos para entender la lógica de personajes de la política nacional, liderazgos del sector privado y de la sociedad civil, muchos de los cuales siguen en escena moldeando nuestro cotidiano.  De ahí la necesidad de que se sepa cómo y qué decisiones tomaron, de quienes se rodearon, cómo trataron de apoyar o bloquear cursos de acción. 

Si no ha leído estos textos, léalos.  Si no está de acuerdo con su contenido, discútalos, rebátalos, investigue y construya su propia opinión.  Pero no los deje pasar de largo.  No los ignore porque entonces el esfuerzo queda inconcluso.  Recuerde que la mejor arma que tienen los que no quieren que nada cambie en Guatemala es el ninguneo, la indiferencia, el silencio y la descalificación. 

Hagamos entonces todos un esfuerzo porque testimonios de esta naturaleza se conviertan más y más en una práctica generalizada.  Para que poco a poco el país vaya recuperando su capacidad de producción, diálogo e interés por su historia reciente.  Esa narrativa que viene inmediatamente después de la noticia y el titular, y que precede al análisis reposado que llegará después, con más tiempo y distancia.      

jueves, 13 de noviembre de 2014

¿Vaciar o transformar?

“Transformación rural es la reorganización de la sociedad en un espacio determinado, y no un espacio que se vacía cuando las personas y la actividad económica se alejan.”

Hace unas semanas tuve un intercambio de ideas muy interesante con un colega guatemalteco.  Debatíamos sobre la comprensión que cada uno teníamos del desarrollo, del papel que tiene la urbanización y la importancia que cada cual asignaba a lo rural.  

Él defendía la tesis de urbanización como estrategia de desarrollo –con argumentos todos muy válidos, debo decir–.  Por ejemplo, el costo más bajo que tiene proveer de bienes, servicios e instituciones públicas cuando la población está concentrada en un lugar, a diferencia de tener que hacerlo a hogares todos dispersos entre cerros, laderas y barrancos. 

Por mi parte, yo trataba de hacer ver el valor que indiscutiblemente tiene la urbanización, pero conjugada con una estrategia de desarrollo para el espacio rural.  Porque a pesar de que nuestro continente es de los más urbanizados, me cuesta imaginarlo como una mera colección de ciudades en donde el campo es visto como una variable residual, que tiene como destino inexorable una muerte lenta por la parálisis que genera el éxodo de sus jóvenes. 

Mis razones son muy sencillas.  Amparadas en la observación que he hecho durante los últimos años del mundo rural Latinoamericano.  En el espacio rural es donde se producen los alimentos de toda la población.  Es allí mismo en donde nacen y se manifiestan con más fuerza las organizaciones cooperativas.  Y es en lo rural donde se desarrolla una buena parte de la mal llamada economía informal, que mal que bien genera empleo, ingresos y medios de vida a muchísimas personas.  (Eso sin mencionar que es en el espacio rural en donde se encuentra la base de nuestra biodiversidad.) 

Tales razones –alimentos, asociatividad y dinamismo económico– para mí son suficientes para prestarle atención a lo rural.  Sin embargo, si se quisiera llevar el argumento a una escala más compleja, también podríamos recordar que es en el espacio rural en donde se manifiestan las mayores formas de discriminación, exclusión, pobreza y desigualdad.  En otras palabras, son los habitantes rurales los que están más fregados al momento de hacer corte de caja y ver cómo le ha ido a cada quien en la sociedad en un momento dado. 

En un plano más teórico, durante los últimos años ha ganado mucho terreno el concepto de transformación rural, entendido como –y aquí cito partes de un artículo de mi coautoría– ‘ese proceso de cambio social integral mediante el cual las sociedades rurales diversifican sus economías y reducen su dependencia de la agricultura; se vuelven más dependientes de lugares distantes para comerciar y para adquirir bienes, servicios e ideas; pasan de aldeas dispersas a pueblos y ciudades pequeñas y medianas; y llegan a ser culturalmente más similares a las grandes aglomeraciones urbanas. (…) La transformación rural plantea cambios en la sociedad rural, más que su desaparición. (…) Transformación rural es la reorganización de la sociedad en un espacio determinado, y no un espacio que se vacía cuando las personas y la actividad económica se alejan. (…) Es un proceso que transforma, en lugar de destruye, las sociedades rurales.’

Para un país como Guatemala, donde el porcentaje de su población rural es de los más altos del continente, y donde la población pobre, indígena y afrodescendiente converge y convive en dicho espacio con formas ultra modernas de producción y generación de riqueza, este tipo de discusiones se vuelven estratégicas y deben promoverse con mucho más vigor. 

Así, vaciar versus transformar son dos visiones de lo rural que hoy compiten entre sí.  Personalmente pienso que apostarle a vaciar el campo porque es inviable y atrasado es equivocado y arriesgado.  En su lugar, prefiero imaginar y trabajar por una transformación rural que aproveche y aporte a la modernidad.  El tiempo dirá.  

jueves, 6 de noviembre de 2014

Crecimiento pro-pobre: ¿cómo?

“(…) el derrame ha sido superado como posible canal de redistribución del crecimiento.”

Durante la década de los años noventa Guatemala tuvo mucha discusión alrededor de dos temas fundamentales: por el lado político, la negociación de paz; y por el lado económico, el crecimiento.  De allí surgieron ideas muy fuertes como la consolidación de fondos de inversión social, la creación de un banco de desarrollo con un esquema de gobernanza muy original, y el acceso al sector privado de muchos de los activos que estaban hasta ese momento en manos del Estado. 

En la década siguiente la discusión migró hacia el gran tema de reducción de la pobreza, y con ello el surgimiento de estrategias nacionales, departamentales y municipales, los diferentes ejercicios de levantamiento de información primaria para poder monitorear las dinámicas de pobreza, y toda una batería de estudios que constituyeron un avance sustantivo en la comprensión de muchas de las causas de dicho fenómeno. 

Surgió entonces la idea de construir redes de protección social como mecanismos de política pública para revertir esa aguda pobreza y desigualdad.  El esquema más utilizado fueron las transferencias monetarias condicionadas.  La idea básica era intentar romper el ciclo intergeneracional de pobreza a través de entregar efectivo a hogares pobres (contribuir mínimamente a revertir la pobreza monetaria actual) a cambio de que lleven a sus hijos a la escuela y el centro de salud (mejorar el capital humano para revertir la pobreza estructural de mañana). 

Más tarde en el tiempo, se comenzó a hablar de combinar crecimiento económico con reducción de pobreza a un ritmo creciente y sostenible.  Es decir, la pregunta que nos estábamos haciendo era ¿será posible encontrar algún tipo de crecimiento económico que beneficie a los más pobres?  En apariencia una pregunta de Perogrullo, pero que deja de serlo al observar la evidencia empírica.  Allí nos damos cuenta de que el país ha tenido períodos de crecimiento sin que necesariamente este se haya traducido en mejoras a las condiciones de vida de la mitad más pobre de la población.  En otras palabras, el crecimiento económico no es un reductor automático de pobreza. 

De manera reciente, uno de los experimentos que se están intentando es la posibilidad de articular de manera mejor la política de protección social con la de fomento productivo, utilizando como puerta de entrada a la población que ya es beneficiaria de programas de protección social.  ¿Por qué así y no al revés?  ¿Por qué comenzar por los beneficiarios de protección social y no por los de programas de fomento productivo? Por dos razones básicamente. 

La primera, más conceptual, porque la protección social por definición debiera estar focalizada hacia la población más pobre de cualquier país.  Así, pensar el crecimiento económico desde los usuarios de la política social nos obliga a hacer explícito y directo el mecanismo de transmisión que se busca con una estrategia de inclusión productiva.  En otras palabras, el derrame ha sido superado como posible canal de redistribución del crecimiento.   

Y en segundo plano, desde una perspectiva mucho más operativa y de “realismo” en la implementación de política pública, porque debemos reconocer que la política social ha sido muchísimo más efectiva en institucionalizarse; en generar cuadros dentro de la burocracia pública; en desarrollar instrumentos de focalización, entrega, seguimiento y evaluación; entre otras ventajas.     

Eso la hace mucho más apetecible ante los ojos de los formuladores de política pública que hoy se enfrentan a un desafío doble: por una parte, cómo lograr un mayor crecimiento económico en la base de la pirámide; y por la otra, como se logran articular diferentes programas que muchas veces los Estados nacionales ya están ejecutando, pero sin que estos lleguen a la población más necesitada. 

Por ahí va más o menos el debate regional.  Es verdad que es un esfuerzo relativamente nuevo, cuyos resultados tendrán que verse en los próximos años.  Sin embargo, bien haríamos en Guatemala si le damos un seguimiento cercano a experiencias mucho muy interesantes como las que se gestan en Perú, Brasil y más recientemente en México.