jueves, 8 de agosto de 2013

Roberto Haudry


“Ese es el valor de hombres como Roberto: contagiar, provocar, plantar la duda, renegar de lo establecido.”

Lo conocí hace dos años, cuando llegue al trabajo que tengo actualmente.  Yo con mi maletita de ideas y reflexiones sobre pobreza, desigualdad y política social y muy poco de desarrollo rural.  Él, en cambio, con varias décadas de trabajo en terreno.  Una conversación que desde el inicio partía desbalanceada.  Lo sabía, pero no había escapatoria posible.  Así es la vida: siempre hay alguien caminando delante de uno y algún otro siguiéndonos los pasos. 

Me habían advertido sobre sus ideas fijas de cómo ayudar a comunidades rurales en su proceso de superación de pobreza.  También escuché en los pasillos anécdotas sobre travesuras e innovaciones que había ido a hacer en Perú y Colombia.  Lo escuchaba hablar, primero en las reuniones y, luego, cuando fuimos ganando confianza y conversábamos en la oficina suya o mía.

Ciudadanos en vez de beneficiarios; ahorro en vez de endeudamiento para los pobres rurales; agua como fuente de riqueza, pero también de conflictos explosivos en la región; empoderar comunidades marginadas antes de decidir por ellas desde el centro; dejar viajar los saberes, y mejor aún si es entre pares; aprovechar talentos locales.  Todo esto forma parte de su vocabulario.   

Estos últimos meses pude ver in situ parte de su trabajo en territorios peruanos y colombianos.  Una apuesta de muchos años ya, construyendo alianzas, consolidando procesos, y por ratos – también hay que decirlo – un poco salpicada de esa intolerancia que a veces tienen los convencidos.  Empujando con necedad dos ideas muy sencillas, que se repiten una y otra vez en cada uno de sus proyectos. 

La primera: concursar los fondos públicos.  Es decir, dejar que sean las mismas comunidades las que decidan a quién y de qué manera se deben asignar los recursos.  Confiar en la gente, en su capacidad de decidir, de priorizar, de administrar esa pequeña porción del gasto púbico que puede financiar algún emprendimiento que los ayude a ser más productivos y aumentar sus ingresos.   

Y la segunda: usar talentos locales.  Como fuente de conocimiento para transmitir técnicas y formas más eficientes de hacer las cosas.  Que sea de campesino a campesino, de emprendedor a emprendedor.  Apostándole a que es mucho más efectivo el diálogo entre pares que cuando se construye con la premisa experto-beneficiario.  En otras palabras, aprender de la experiencia vivencial, de los éxitos y también de los errores que ya otros han cometido y corregido.  

Uno puede compartir total, parcial, o no compartir su visión del mundo y su manera incompleta e imperfecta de acompañar procesos de transformación rural.  Pero eso quizás es lo menos importante.  Porque no hay una manera única ni infalible de lograrlo.  Si la hubiera ya lo sabríamos. 

Lo valioso es tener voces disidentes, apasionadas y convencidas.  Es de allí de donde surgen las innovaciones, que luego se pueden intentar llevar a escalas mayores y entrar en el torrente sanguíneo de la política pública.  Ese es el valor de hombres como Roberto Haudry: contagiar, provocar, plantar la duda, renegar de lo establecido.  Un personaje al que valió la pena conocer y escarbarle un poquito la experiencia para ahorrar tiempo, o cuando menos para tener un punto de contraste en mi propia lectura de la ruralidad latinoamericana.

Prensa Libre, 8 de agosto de 2013. 
 

jueves, 1 de agosto de 2013

¡A armar lío!


“En la manera de canalizar toda esta energía social reside la genialidad de un buen gobernante, de un estadista, de un líder mundial.”

Laicidad del Estado, participación ciudadana, reformas, compromiso social de los gobernantes, salir a la calle a armar lío, fiarse del pueblo, justicia, teología de la mujer, tolerancia a los gais… ¡Pero qué escándalo es ese por Dios! 

Suena a puras consignas populistas, de seguro coreadas por esos montoneros vagos que hoy se autoproclaman “indignados”.  O quizás no, quizás fue un locutor o periodista insidioso y trasnochado que se puso a repetir frases de hace cuarenta y cinco años, cuando se montaban primaveras en Praga, Paris y Woodstock.  Sí, eso ha de ser...       

Bueno, pues parece que no fueron ni trasnochados ni indignados.  Dicen que todos esos conceptos los soltó de a romplón, en la avenida Atlántica de Copacabana, un cura jesuita de más de 75 años, que cambia el título de Santo Padre por uno más modesto: obispo de Roma. 

Ciertamente una bocanada de aire fresco la que ha tenido la iglesia católica durante los últimos días.  Por lo menos eso pensamos muchos que veíamos con preocupación, en una suerte de implosión silenciosa, lenta e irreversible, a una institución que ha jugado un papel fundamental en la historia de la humanidad.  Luego de un papado larguísimo aparece uno que nos sorprende con una renuncia, como allanando un camino para que otro más conecte con la gente y provoque con ideas reformistas, que ojalá encuentren el espacio para darse. 

Sin embargo, el verdadero desafío – para algunos problema, para otros riesgo – es que cuando se juntan la necesidad de cambios profundos con un reformista en posición de implementarlos, se generan dos condiciones.  La primera, es que la gente de a pie apoyará pero siempre querrá más.  Instinto natural en los seres humanos: más es preferido a menos.  Siempre queremos ir para adelante, si aprendimos a gatear luego queremos caminar y después correr. 

Y la segunda condición es que los reformistas generan una expectativa muy grande y positiva en un plazo muy corto, más aún en tiempos de crisis y de altísima conectividad – ¡hoy todo se sabe en tiempo real! –.  Esto puede ser la gran fuerza y punto de apoyo para el cambio, pero a la vez puede transformarse en una inmensa frustración.   En la manera de canalizar toda esta energía social reside la genialidad de un buen gobernante, de un estadista, de un líder mundial o espiritual. 

Es muy importante que el obispo no pierda la candidez para hablar, la conexión con los jóvenes, el deseo de cambio, y la solvencia moral.  Cuatro armas estratégicas para dar esta pelea y convertir su papado en un punto de inflexión.  Sobre todo esta última (solvencia moral) será su recurso postrero para seguir adelante, en días cuando la soledad que acompaña a todo liderazgo comience a hacerse sentir en su entorno, y el sistema se apreste a cambiar para que nada cambie. 

“Quiero que salgan a la calle a armar lío, quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que la Iglesia abandone la mundanidad, la comodidad y el clericalismo, que dejemos de estar encerrados en nosotros mismos. Que me perdonen los obispos y los curas, pero ese es mi consejo. (…) No sean cobardes, no balconeen la vida, no se queden mirando en el balcón sin participar, entrad en ella, como hizo Jesús, y construid un mundo mejor y más justo”. 

El poder de la palabra es poderoso.  Ojalá más líderes mundiales se atrevieran a decir eso de frente.  Aunque como reza el refrán: las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra.  Su boca es su medida, Santo Padre.