domingo, 31 de marzo de 2013

La estructura de la equis, la jota y la che.

“(…) la atención a población en pobreza no se resuelve solamente con un programa de transferencias, condicionadas o no condicionadas, en efectivo o en especie.”

Más de quince años han pasado ya desde que el primer país de América Latina se embarcó en un modelo de protección social que transfiere efectivo a los hogares pobres a condición de que mantengan a sus hijos en la escuela y los lleven a vacunar regularmente.  Hoy es casi incuestionable que cualquier política social de la región cuente con un programa de estos. 

La teoría detrás de las transferencias condicionadas está construida sobre la teoría del capital humano.  Un enfoque individualista que interpreta la pobreza y las formas de salir de ella a partir de deficiencias que las personas tienen y decisiones que las personas toman.  Es decir, cambiando la conducta y la dotación de activos – en este caso más educación y un mejor estado de salud – los individuos pueden salir adelante porque van a poder acceder a puestos de trabajo con ingresos más altos. 

Allí su gran virtud y a la vez su nueva debilidad.  Virtud porque es una teoría fácil de explicar para diseñar programas públicos.  Debilidad porque claramente es una visión parcial, que se hace de la vista gorda ante las condiciones estructurales que generalmente rebasan la capacidad o el mero deseo de superación de las personas.   De eso sabemos mucho países pluriétnicos y con altos niveles de ruralidad.    

El centro para la protección social y el instituto de estudios para el desarrollo (IDS) publicaron recientemente un artículo en donde se hace una crítica a esta teoría, y por consiguiente a los programas de política social que la utilizan.  No porque esté del todo equivocada, sino porque después de varios años ha demostrado que queda corta para superar los niveles de pobreza rural en que continúan viviendo millones de latinoamericanos.  El caso de estudio que tomaron fue el programa Oportunidades de México, uno de los más antiguos y mejor analizados de la región. 

Documentaron los rezagos que persisten en las poblaciones indígenas de aquel país, en donde el 80% está debajo de la línea de pobreza rural y el 40% bajo la línea de pobreza extrema.   Esto a pesar de que Oportunidades llega a prácticamente todos los hogares rurales pobres desde el año 2001. 

Una generación después bien vale la pena preguntarse qué está pasando.  La respuesta no es muy compleja, la solución, por el contrario, sí lo es. 

Pobre calidad en la educación pública rural, acceso limitado a redes sociales, movilidad laboral y diferenciales salariales, todos son factores que producen el mismo efecto: poner en desventaja a poblaciones indígenas.  Así, el mecanismo de transmisión: más educación y salud, más salario, no se cumple para todos ni de igual forma.   Es decir, hay factores estructurales que el modelo de transferencias condicionadas no atiende y que no pueden seguirse obviando porque limitan los efectos de la política social en el largo plazo. 

El análisis hecho para México es en muchos sentidos aplicable para un país como Guatemala.  De hecho, casi podrían calcarse los diagnósticos y recomendaciones.  Las características de la ruralidad son compartidas por ambos países, con una diferencia muy importante: el músculo del sector público mexicano es mucho mayor – a pesar de tener una carga tributaria no muy distinta, dicho sea de paso.  Bien haríamos entonces en aprovechar recursos y análisis hechos allá para sacar lecciones y recomendaciones de política aquí. 

Críticas como esta solo pueden surgir gracias a una feliz combinación de factores: un programa público que se ha mantenido a lo largo del tiempo a pesar de los cambios de gobierno, una burocracia capaz de diseñar sistemas de monitoreo y evaluación, y una sociedad civil con capacidad analítica suficiente para generar evidencia y provocar así un diálogo informado que les permita refinar la intervención del Estado. 

En suma, lo que no debemos perder de vista es que la atención a población en pobreza no se resuelve solamente con un programa de transferencias, condicionadas o no condicionadas, en efectivo o en especie.  Es un paso importante contar con ellos, por supuesto; pero es más importante el trabajo que falta por hacer para homologar la estructura de oportunidades desiguales en que se mantiene la población por el solo hecho de llevar un apellido con equis, jota o che.  Allí está el verdadero reto de largo plazo. 

Prensa Libre 28 de marzo de 2013.

jueves, 21 de marzo de 2013

Descentralización, privatización y bienestar

“(…) el gobierno central es un mejor proveedor de servicios básicos sobre cualquier otra alternativa.”

Hace unos diez años Guatemala se embarcó en una de las reformas más profundas de los últimos tiempos en materia de descentralización.  La famosa trilogía del 2002 en donde se modificó el código municipal, la ley de consejos de desarrollo urbano y rural y la nueva ley de descentralización, parecían redibujar el paisaje de lo que serían las relaciones entre gobierno central, municipal y sociedad.

No hay que olvidar que los noventas eran los años en que casi no se cuestionaba la visión post acuerdos de paz de un Estado mínimo, y se gritaban en techos y azoteas las bondades de un mercado que nos solucionaría la vida.  Si había que decir algo de lo público, a lo sumo nos atrevíamos a plantear la transferencia de competencias desde el gobierno central a las municipalidades, y se presentaba a las comunidades como campeonas en la gestión de servicios que el gobierno central había sido incapaz de llevar con regularidad y calidades mínimas. 

¿Qué paso desde entonces?  Este mes de marzo, el Instituto internacional de investigación sobre políticas alimentarias (IFPRI) hizo circular un documento titulado “Oportunities and challenges for community involvement in public service provision in rural Guatemala”, de los autores Johanna Speer y William Vásquez.  Una reflexión interesante sobre las percepciones que tienen las comunidades acerca de la provisión de ciertos servicios básicos en el mundo rural.     

De los muchos mensajes que salen del estudio resalto tres.  El primero tiene que ver con la claridad que tienen las comunidades respecto de los servicios que más les urgen.  En jerga economicista, sus preferencias reveladas están claras: acceso a agua.  Después vienen otras cosas como salud, caminos y saneamiento, pero con porcentajes mucho menores.  

Esto puede explicarse de varias maneras.  Por ejemplo, debido a la importante inversión financiera, política e institucional que se ha hecho en el sector educación durante los últimos años, aún y cuando todavía hace falta mucho en términos de calidad y acceso a niveles superiores.  Pero también puede ser reflejo de períodos de inversión, más intermitentes eso sí, en construcción y reparación de caminos. 

El segundo mensaje que nos mandan los pobladores rurales tiene que ver con una percepción de que el gobierno central es un mejor proveedor de servicios básicos sobre cualquier otra alternativa.  ¡Así como lo lee!  De hecho, las comunidades estudiadas no se consideran más eficientes que el Estado para la provisión de servicios.  ¿Bálsamo para los oídos de quienes creemos en los servicios públicos? De ninguna manera.  Puede también deberse a una fatiga de los comuneros, a quienes les sale muy caro en tiempo y dinero hacerse cargo del puesto de salud, la escuela, los dos kilómetros de terracería, o del consultor que debiera darles asesoría técnica en sus parcelas. 

Finalmente, a pesar de los avances variopintos que nos ha dejado una década de descentralización, aparentemente hay un espacio muy claro para la participación de las comunidades en prácticamente en cualquier contexto.  Las funciones de planificación, evaluación, y auditoría social a proveedores de servicios y a autoridades de gobierno central o local es un papel que debe asumirlo la sociedad.  Esto hay que seguirlo promoviendo, creando condiciones para más participación de la población, fomentando la organización social, demandando de los gobiernos información de manera regular, y encontrando formas de abaratar la participación de los habitantes de comunidades en espacios de toma de decisión política.   

Si los datos presentados por IFPRI nos están reflejando la realidad del campo guatemalteco, es decir, si el método y las respuestas representan la percepción nacional, queda en el ambiente la necesidad de seguir investigando el tema.  Hay que tener respuestas más precisas que nos permitan responder por qué el arraigo tan fuerte en el imaginario de los capitalinos de que lo estatal es siempre de calidad inferior, y por qué en el campo hay una valoración distinta de lo público.  

Prensa Libre, 21 de marzo de 2013.


jueves, 14 de marzo de 2013

El tiempo está a favor de los pequeños

“¿Qué pasa si dejamos de pensar lo público en compartimientos estancos y lo imaginamos en el marco de una estrategia más amplia de atención a pequeños?”

El tiempo está a favor de los pequeños.  Eso dice uno de los versos de Silvio Rodríguez.  Lo traigo a colación porque de alguna manera es el mensaje que destila del último informe de la OECD 2013 titulado “Latin America Economic Outlook 2013.  SME policies for structural change”.  

Un reporte que resume las principales tendencias que se observan en la región, en donde el crecimiento apunta a seguir siendo bajo, a pesar de la preciada estabilidad macroeconómica.  Con un cierto espacio para la aplicación de políticas contra-cíclicas que puedan apuntalar en un período de contracción de la demanda proveniente de economías más desarrolladas.

Se constata una vez más la dependencia histórica de los latinos a la exportación de recursos naturales con bajo valor agregado.  De allí la recomendación al cambio estructural, que atienda fundamentalmente dos cosas: diversificación de la economía y mayores niveles de productividad.

Hasta allí el diagnóstico francamente es bastante estándar, casi hasta podría decirse que poco novedoso.  Sin embargo, el reporte lanza una hipótesis de trabajo que apuesta por las pequeñas y medianas empresas como posibles catalizadores de dicho cambio estructural. 

De tal premisa deriva recomendaciones de política que van desde reconocimiento de la heterogeneidad en la estructura productiva, necesidad de mucha coordinación horizontal (entre políticas sectoriales) y vertical (actores locales y regionales), integración de clusters de producción a cadenas de valor globales, entre otros.  Por supuesto también se refiere a políticas más tradicionales como el acceso a financiamiento, tecnologías de la información y capital humano. 

Pero más allá de este análisis enfocado a pequeñas empresas, el informe me provocó a pensar ¿qué pasaría si comenzamos a conectar puntos y tratamos de construir una visión más coherente del Estado?  ¿Qué pasa si dejamos de pensar lo público en compartimientos estancos y lo imaginamos en el marco de una estrategia más amplia de atención a pequeños – sean estos ciudadanos usuarios de programas sociales, pequeñas empresas familiares o productores individuales del campo?

Es decir, si efectivamente asumimos como correcta la premisa de la OECD en cuanto a la posibilidad de promover el cambio estructural a través de las pequeñas y medianas empresas.  Si a eso agregamos una arquitectura de la política social orientada a construir redes de protección para facilitar a hogares marginados la salida de su precariedad y-o evitar que caigan en ella.  Y si además superponemos una visón de desarrollo rural que construya sobre la agricultura familiar como piedra angular, para dar el salto cualitativo que permita pasar de agricultura de subsistencia a una con excedentes que cubran el autoconsumo, pero que además haga posible la comercialización. 

Entonces probablemente allí tendríamos, de facto, una visión de Estado que no solamente se ocupe y preocupe por asegurar esa noción abstracta de la estabilidad macroeconómica y la inserción en mercados globales (ambas condiciones necesarias pero a todas luces insuficientes), sino que activamente se compromete con las mayorías.  Un Estado que con sus políticas e instituciones hace una apuesta clara por los conceptos de movilidad social y cohesión social, como precondiciones para alcanzar el desarrollo. ¿Cómo sería un Estado así?

Prensa Libre, 14 de marzo de 2013. 

jueves, 7 de marzo de 2013

Salario mínimo y el petate del muerto


“(…) sobre los efectos negativos que aumentos al salario mínimo podrían tener en el nivel de empleo, expertos en la materia nos dicen que en realidad nos hemos estado asustando con el petate del muerto.”

Dentro de los varios temas que tiene en agenda el presidente Obama está la discusión sobre el aumento al salario mínimo.  Un tema que en cualquier parte del mundo despierta pasiones, argumentos políticos y explicaciones técnicas sobre cuál puede ser la mejor forma de ayudar a que los trabajadores logren un salario suficiente para cubrir sus necesidades básicas hoy, pero además, que también tengan la posibilidad a lo largo de su vida laboral de algún nivel de movilidad social ascendente. 

En el país del norte como en el resto del mundo, una de las principales razones para dudar de la efectividad del salario mínimo en el nivel de vida de los trabajadores tiene que ver con el aumento que ocasiona en la estructura de costos de las empresas.   En otras palabras, si la planilla se encarece, yo como empresario aparentemente tengo dos opciones: no contratar nuevos trabajadores, con lo cual no hay creación de nuevos empleos; o peor aún, destruir empleos, despidiendo a aquellos que son menos productivos o esenciales para la actividad del negocio. 

Dicha lógica es de una simpleza y claridad tal que ha logrado posicionarse como uno de los argumentos más utilizados al momento de discutir temas como salario mínimo y-o flexibilizaciones al mercado laboral.  Pero, ¿realmente es así? ¿es eso lo que sucede siempre y en todos los casos? ¿es ese el razonamiento que debiera seguir la política salarial de un país?

Curiosamente, sobre los efectos negativos que aumentos al salario mínimo podrían tener en el nivel de empleo, expertos en la materia nos dicen que en realidad nos hemos estado asustando con el petate del muerto.  La razón es muy simple: la destrucción de empleo no es el único -de hecho ni siquiera es el más importante- canal de ajuste, hay muchos otros.   

Para compensar el aumento que ocasiona en su estructura de costos, empresas y trabajadores echan mano de un menú más amplio que incluye reorganizar los procesos productivos para hacerlos más eficientes, reducir la rotación de personal, reducir pagos a empleados mejor remunerados (compresión salarial), aumentar ligeramente el precio de sus productos, reducir el número de horas trabajadas, o incluso ajustar la rentabilidad del negocio.  La mezcla precisa dependerá del contexto.  Es decir, del país, del sector de la economía, y del momento específico en que tales medidas se adopten. 

Por supuesto que tanto en Estados Unidos, Guatemala y cualquier otro país del mundo, hay también otros factores extra económicos que juegan y pesan al momento de fijar el salario mínimo.  Sin embargo, la ventaja de contar con análisis técnicos es que al menos obliga a los decisores a sincerar las variables que utilizan para fijar dicho precio.   

Dado que el salario mínimo es un tema recurrente en Guatemala, pero sobre todo a partir del énfasis en el discurso que la actual administración hace sobre la generación de empleo como objetivo de política pública, entonces ¿por qué no aprovechar esta convergencia de condiciones para que gobierno y academia desarrollen una agenda de análisis y propuestas de política con relación al funcionamiento de los mercados laborales en el país? 

La gran mayoría de guatemaltecos tenemos la sospecha que sobre ese tema vamos, en el mejor de los casos, navegando por instrumentos.    

Prensa Libre, 7 de marzo de 2013.