miércoles, 29 de febrero de 2012

Carlos y Marcola

“(…) la política social se justifica sí y solo sí actúa en este sentido doble: como catapulta y red de seguridad.”

Hace unos días Carlos Mendoza publicó en su columna de Plaza Pública un artículo titulado “¿Cómo se relacionan desigualdad y violencia?”. Interesante argumentación a partir de un estudio de Pratt y Godsey (2003), en la cual discute las relaciones entre desigualdad, asistencia social y violencia.

El análisis de Mendoza se apoya en dos ideas muy poderosas, que se capturan en dos frases de su columna. Primero nos señala que (sic) “la asistencia social contribuye a alterar el desbalance social que favorece a la economía en detrimento de otras instituciones.” En otras palabras, dejarnos a la libre del mercado no garantiza que todos llegaremos nadando a la otra orilla. Ciudadano no es equivalente a consumidor o productor de un sistema económico. Es un concepto mucho más complejo. Y el fortalecimiento de dicha ciudadanía pasa por la consolidación de una política social que cumpla una función de cohesión social.

La segunda idea es que (sic) “(…) cuando hay demasiada desigualdad en una sociedad, los excluidos se comparan con los privilegiados y deciden que ellos también desean y merecen lo que los otros poseen, y llegan a la conclusión que no lo pueden obtener por medios legítimos, por lo que recurren a la fuerza y el engaño”. Esta frase no hace más que subrayar el papel de la movilidad social como la variable clave.

Es justamente allí hacia donde debiéramos estar dirigiendo nuestras energías y recursos. Más importante incluso que la desigualdad y la política social es la movilidad social. Podemos coexistir con niveles altos de desigualdad siempre que los individuos y sus familias puedan ascender socialmente producto de su esfuerzo e ingenio. En sentido inverso, sociedades con alta movilidad social también permiten que sus individuos desciendan socialmente como consecuencia de malas decisiones. Nada de qué asustarse. Así debiera ser.

En este marco, la política social no hace sino potenciar las capacidades de las personas para que puedan ascender, a la vez que provee una red de seguridad para que el descenso de aquellos que corren con mala racha no sea un salto al vacío del cual no se levanten nunca más. De cualquier manera que se enfoque, la política social se justifica sí y solo sí actúa en este sentido doble: como catapulta y red de seguridad. Y tal cosa solo puede suceder en sociedades con niveles aceptables de movilidad social.

Al fin de cuentas, la motivación principal del esfuerzo individual es la capacidad de ascender socialmente. Y cuando a los individuos se les priva este derecho, es entonces que se generan expresiones violentas y al margen de la ley.

Hace unos días recibí un correo electrónico de mi padre, compartiéndome una entrevista al capo brasileño “Marcola”. Una de sus respuestas recoge con muchísima claridad este triángulo perverso de desigualdad, inmovilidad social y violencia. Cuando le preguntaron a Marcola si era el máximo dirigente de una organización criminar en Sao Paolo respondió: “Más que eso yo soy una señal de estos tiempos. Yo era pobre e invisible. Ustedes nunca me miraron durante décadas y antiguamente era fácil resolver el problema de la miseria. El diagnóstico era obvio: migración rural, desnivel de renta, pocas villas miseria, discretas periferias; la solución nunca aparecía… ¿Qué hicieron? Nada. ¿El Gobierno Federal alguna vez reservó algún presupuesto para nosotros? Nosotros sólo éramos noticia en los derrumbes de las villas en las montañas o en la música romántica sobre "la belleza de esas montañas al amanecer", esas cosas… Ahora estamos ricos con la multinacional de la droga. Y ustedes se están muriendo de miedo. Nosotros somos el inicio tardío de vuestra conciencia social.”

Me parece que Carlos y Marcola dicen lo mismo desde dos trincheras muy diferentes. Han dado en el clavo los dos. Desarmar este complejo animal de la violencia no será cosa fácil, pero ciertamente pasa por repensar conceptos viejos como los que hoy emergen una vez más.

Prensa Libre, 1 de marzo de 2012.

El rezago inconsciente

“(…) ese mismo rezago que hoy es claramente una restricción al desarrollo, puede también ser una fuente de oportunidad y aprendizaje.”

A Guatemala los procesos le llegan con rezago. Cinco, diez, o hasta veinte años. Democracia, liberalización económica, salida negociada del conflicto armado, privatizaciones, reformas tributarias, redes de protección social. Aunque si hemos de ser precisos y justos, no es que los procesos le llegan tarde al país. Más bien son sus élites quienes asumen los cambios con demasiada lentitud. Nuestros liderazgos procesan despacio, son conservadores, cautelosos en extremo, desconfiados.

Y esta condición no es exclusiva de un sector en particular. Para nada. Nos corta con la misma tijera, parejito, a empresarios, académicos, religiosos, sindicalistas, oenegeros, políticos, a todo mundo. Por supuesto hay sus excepciones, pero no son más que eso. Pocas golondrinas que no logran hacer verano. Vea usted lo que le digo con estos tres ejemplos.

Primero, y para no hablar de cosas que sucedieron en la prehistoria de los años 80s y 90s, en medio de la última y más profunda crisis global, prácticamente todos los gobiernos del mundo se pusieron a reaccionar contra-cíclicamente, en la medida de sus posibilidades por supuesto. Centro América hizo lo propio, a su ritmo y escala. Pasó el aguacero más fuerte y casi en paralelo los gobiernos emprendieron un proceso de consolidación de sus cuentas públicas. Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, todos montaron propuestas de reforma fiscal.

A Guatemala le llegó el turno con por lo menos dos (si no cuatro) años de rezago. Y ahora muchos analistas económicos hablan de la insuficiencia de las medidas aprobadas. Ya sea porque deja de lado otros compromisos que se habían planteado en el marco del pacto fiscal, o porque carga demasiado la mano sobre clases medias, o bien porque esta actualización tributaria ya ha sido rebasada por los acontecimientos ocurridos del 2008 a la fecha. Casi todos coinciden, eso sí, en que probablemente el mayor rédito de la reforma es político y no fiscal.

Segundo, la semana pasada me tocó participar en una mesa de discusión del Foro Campesino. Es un evento organizado cada dos años por el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola. Allí se dan cita diversos líderes de organizaciones de pequeños productores del mundo. Se conformaron mesas de diálogo por regiones geográficas y fue muy ilustrativo escuchar a los latinoamericanos. Las diferencias en cuanto a capacidad de análisis de coyuntura, claridad conceptual, articulación de propuestas, y capacidad de debatir, son abismales entre sur y centro América.

Mientras que los de Suramérica hablaban del papel de las organizaciones campesinas en un contexto de globalización, de aprovechar los espacios abiertos por gobiernos afines, de consolidar y ampliar espacios de incidencia como la red de agricultura familiar (REAF), o de impulsar propuestas de ley para regularización en la tenencia de la tierra, en el centro todavía nos peleábamos con el monstruo del neoliberalismo y las formas de explotación del hombre por el hombre.

Tercer y último ejemplo. A finales de los años noventa México y Brasil impulsaron una innovación en la forma de atender a sus poblaciones en pobreza extrema. Darle dinero en efectivo a madres de familia a cambio de que eduquen y vacunen a sus hijos. Desde entonces las transferencias condicionadas en efectivo prendieron fuego por todo el continente. Una idea simple, poderosa, bastante exitosa, pero que pasó poco discutida y comprendida en Guatemala. Nos tomó una década poner a funcionar un programa – de hecho fuimos el último país de la región en hacerlo – y solamente ahora estrenamos ministerio para darle orientación estratégica a nuestra política social.

¿Para qué echar todo este cuento? Para lamernos las heridas, no. Para compadecernos, tampoco. Quizás porque, como dicen los psicólogos, para poder comenzar a cambiar algo, primero debemos hacerlo consciente. El rezago en procesos, conceptos y discurso, está allí. Sin embargo, ese mismo rezago que hoy es claramente una restricción al desarrollo, puede también ser una fuente de oportunidad y aprendizaje. Porque el país necesita sacudirse el polvo, dar un par de zancadas largas, cerrar brechas, y ponerse a tono con los tiempos. Para eso todo este cuento.

Prensa Libre, 23 de febrero de 2012.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Más que la suma de las partes

“(…) la política social no es la simple suma aritmética de una colección de programas de atención a grupos vulnerables.”

La oportunidad de crear instituciones de cero es algo que en política pública no sucede muy a menudo. Menos aun teniendo condiciones políticas favorables y un cúmulo de experiencia internacional sobre la cual poder capitalizar, lo cual permite anticipar lo que funciona bien y aquello que debe evitarse para no cometer errores innecesarios.

Eso es lo que nos está pasando hoy con el Ministerio de Desarrollo Social. Una entidad que ha nacido de la necesidad de institucionalizar los programas que el gobierno anterior puso en marcha en su afán de crear una mínima red de protección social en el país. Y aunque hoy la experiencia está demasiado fresca y los desaciertos son lo que más asalta la memoria, no me cabe duda que con el tiempo seremos capaces de hacer una evaluación más equilibrada de la política social en Guatemala durante el cuatrienio anterior. Así como hoy vemos a la administración Cerezo como la de transición democrática, y la de Arzú como la de liberalización económica, probablemente el sello de la administración anterior será, con luces y sombras, colocar a la política social en el centro de la acción estatal.

Hoy el reto es de otro tipo. Es de institucionalizar, de afinar criterios técnicos para focalización, de construir capacidades en el sector público para dar continuidad, de implementar sistemas de monitoreo y evaluación robustos, de comunicar a la población avances y desafíos. Pero sobre todas las cosas, de dar sentido estratégico a nuestra política social.

Y en ese esfuerzo hay que tener claridad en cuanto a dos cosas: primero, que la política social no es la simple suma aritmética de una colección de programas de atención a grupos vulnerables. Y segundo, la política social no se limita a políticas para reducción de pobreza.

De allí que el equipo que llega al nuevo ministerio debe darse el espacio no solo para corregir el funcionamiento de lo que ya está en marcha, sino de evaluar las diferentes intervenciones y tratar de compatibilizarlas en sus esquemas de incentivos. Como sucede en muchos países, hay programas sociales que atienden a población en pobreza, otros a la niñez rural, a trabajadores informales, a trabajadores formales, etcétera. Y cada uno manda señales que los beneficiarios rápidamente aprenden a interpretar para obtener el mayor provecho posible.

Nada de malo en ello, así debe ser. Por algo asumimos que los individuos son racionales, aunque sean pobres o extremadamente pobres. El reto está en trasladar esa misma racionalidad individual a un plano mayor, y convertirla en racionalidad sistémica. Porque la evidencia internacional también nos ha enseñado que programas sociales bien intencionados pero mal diseñados pueden perpetuar a la población en situación de pobreza, cuando justamente lo que se quiere es lo contrario. Como sugiere Santiago Levy en su libro “Pobreza y transición democrática en México”, si no hacemos el ejercicio de compatibilizar los incentivos de las políticas sociales, (sic) “las buenas intenciones estarían atrapando a los pobres en la pobreza y haciendo que la economía sea menos eficiente”. Este es entonces un trabajo silencioso pero esencial.

En el caso de Guatemala, además de la inmensa tarea de construir una institucionalidad que coordine y perfeccione el conjunto de programas sociales que hasta muy poco pendían de la presidencia de la república, hay que agregar una complejidad adicional. Por razones que seguramente obedecen más al realpolitik que a una lógica técnica, se han quedado fuera del paraguas del MIDES instancias que debieran habérsele trasladado. Por ejemplo, la secretaría de bienestar social y la de obras sociales de la esposa del presidente, entre otras dependencias. Con ello la coordinación adquiere una dimensión todavía más compleja.

¡Menuda tarea se ha echado a hombros la ministra Lainfiesta! Pero una que ciertamente es muy necesaria para un país en donde mucha de su elite urbana todavía percibe a la política social como el pescado y no como la forma de enseñar a pescar.

Prensa Libre, 16 de febrero de 2012.

Qué, cuánto, ¿con qué?

“(…) la estructura es por definición largo plazo. Viene desde muchos años y se extiende por muchos más. Y un cambio sostenible implica modificar estructuras.”

Hay condiciones para hacer cosas. Una mezcla del entusiasmo natural que los cambios generan, pero apoyado esta vez con un cierto síndrome fatalista de es ahora o nunca. De cualquier manera, ambas son percepciones que empujan en la misma dirección y que explican la expectativa que el inicio del ciclo político ha despertado entre ciertos estratos de la ciudadanía, aunque evidentemente aún es muy temprano para definir con precisión cuál será el rostro más tangible del cambio anunciado.

La crítica recurrente ante la ausencia o inmovilidad de los gobiernos es falta de voluntad política. Que, como bien nos señalaba uno de los integrantes del actual equipo, se puede descomponer en dos elementos: falta de liderazgo y poca claridad en lo que se quiere lograr.

Bien, esos dos ingredientes parecen estar presentes en buena medida. Sin embargo, eso no necesariamente disipa preocupaciones ni es garantía de éxito. En otras palabras, ¿es posible que aun así el país no despegue? Es posible. Totalmente indeseable, pero crudamente posible. Porque superado el primer test de la voluntad política, la complejidad la impone ahora una muy grande e histórica debilidad institucional.

¿Es eso razón para desanimarse o una elegante salida para justificar lo que no funcione? De ninguna manera. Simplemente es parte del esfuerzo que hay que hacer. Estamos topándonos de frente con restricciones estructurales de toda la vida. Y la estructura es por definición largo plazo. Viene desde muchos años y se extiende por muchos más. Y un cambio sostenible implica modificar estructuras. Trabajo paciente, con frecuencia invisible a primera inspección, pero permanente. No hay atajos para transformaciones de fondo.

El fortalecimiento institucional, que pasa por el fortalecimiento de la burocracia estatal, pero que no se agota allí, es el siguiente escalón en la batalla por el fortalecimiento del Estado. Es lo que toca resolver una vez superadas las discusiones primarias de qué se quiere hacer y cómo se logran recursos financieros mínimos para financiar eso que se quiere hacer. Es un reto igual de básico que los anteriores, aunque ciertamente un peldaño o dos más arriba.

El tipo de instituciones, su fragilidad y ausencia o estabilidad y fuerte presencia es lo que responde la pregunta de ¿con qué se cuenta para impulsar esas transformaciones necesarias? En este momento hay mucho más de lo primero que de lo segundo. No estamos descubriendo el agua tibia. Sin embargo, la pregunta es ¿cómo nos apuntalamos en aquellas dos o tres islas en las mal que bien las cosas suceden con un nivel mínimo de eficiencia y estrategia – BANGUAT, SEGEPLAN, MINFIN, MINEDUC – y contagiamos al resto?

Más en lo inmediato, es urgente un plan estratégico de fortalecimiento de las instituciones del Estado, que defina con la misma claridad con la que se han identificado los tres grandes ejes de trabajo – hambre, fiscalidad y seguridad – y que sea consecuente con tales objetivos. Que nos deje saber por dónde y cuándo comenzarán. Sin eso las probabilidades de éxito y cambio se minimizan.

La forma como el nuevo equipo de gobierno atienda las instituciones del Estado determinarán hasta dónde se logre avanzar. Un delicado balance entre lo que el país necesita a mediano plazo y lo que la campaña ofreció para los próximos cuatro años.

Prensa Libre, 9 de febrero de 2012.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Cuestionando el ABC

“(…) política industrial, clase media, movilidad social, justicia distributiva, capitalismo de Estado, asignación de recursos en contextos de incertidumbre, Estado de bienestar, son todos vocablos que estamos reaprendiendo.”

Las crisis siempre crean tensión. A veces creativa, sea esta en el plano intelectual solamente o, si las condiciones están dadas, pueden incluso inducir cambios en las formas de organización social o política. Y aunque todavía no conocemos cuál será la síntesis que saldrá de esta profunda crisis económica, sí sabemos que este tampoco será otro “fin de la historia”, como pregonamos hace dos décadas.

Todo lo contrario, el hervidero de ideas es tan rico actualmente, que pareciera adentrarnos poco a poco en un túnel revisionista de conceptos que, o bien habíamos dejado de lado pensando que los mercados se harían cargo, o simplemente creíamos que el proceso de aprendizaje Darwiniano los había enviado al camposanto de la historia económica.

De tal suerte que política industrial, clase media, movilidad social, justicia distributiva, capitalismo de Estado, asignación de recursos en contextos de incertidumbre, Estado de bienestar, son todos vocablos que estamos reaprendiendo. Que han vuelto de manera sonora en las discusiones de letrados, ante la necesidad de encontrar explicaciones a la coyuntura.

En medio quedamos atrapados los ciudadanos de a pie con dos opciones: hacernos los locos y mirar para otro lado hasta que la tormenta amaine, o tratar de escarbar un poco textos por aquí y por allá para seguirles la pista a las voces calificadas. Algunos hacemos barra a planteamientos como los de Krugman, Stiglitz, Reich y Skidelsky, cuando apelan a la necesidad de revisar la forma en que hemos construido ideas y supuestos básicos sobre el funcionamiento de la economía y su más poderosa herramienta de asignación de recursos, el mercado.

La razón es muy sencilla: aunque no siempre se entienda hasta el último vericueto de sofisticación y elegancia formal en teorías y modelos económicos – que tampoco es imprescindible hacerlo, dicho sea de paso – el mundo real señala a gritos que algo está saliendo mal. Y ojo que hasta me atrevería a decir que la fuente del malestar ciudadano ya no es tanto por la crisis misma, sino por la incapacidad de los expertos para advertirla, primero, y corregirla, después.

En una de sus últimas publicaciones, Keynes: The return of the Master, Robert Skidelsky hace una muy sugerente revisión de la secuencia de eventos y las distintas respuestas de política económica desde que comenzó la crisis. Lamentablemente, dada la velocidad que han cobrado acontecimientos más recientes – con el cambio de centro de gravedad hacia Europa – el sabor que deja el texto es entre historia muy reciente y cronología incompleta. Nos queda debiendo lo que pasó en el 2011 y lo que va de este año.

El otro valor agregado de la publicación está en la crítica que hace a los tres grandes cuerpos teóricos sobre los que ha descansado el análisis económico contemporáneo: expectativas racionales, ciclos reales y la teoría del mercado eficiente, y la interpelación a los supuestos que subyacen detrás de cada uno. Por ejemplo, que los individuos hacen un uso eficiente de toda la información que está a su alcance; que a los mercados hay que dejarlos con la menor regulación posible; o que siempre se puede crear un mercado para asegurar cualquier tipo de incertidumbre –mal llamándola riesgo–, generando así la expectativa de que hay información y maneras de estimar probabilidades de ocurrencia de todo cuanto nos rodea.

Francamente es un texto que vale la pena leer y someter a discusión. Sobre todo entre economistas más jóvenes, que han estado entrenados más en las artes de estimar y derivar y mucho menos en las de analizar con perspectiva histórica, pensar críticamente y proponer medidas de política en un contexto específico.

A veces ilusiona pensar que si ideas como estas siguen cuajando, es posible que las nuevas generaciones de profesionales se nutran de un marco teórico menos dogmático, que procure más integralidad en el análisis a una ciencia social tan compleja y apasionante como la Economía. El tiempo dirá.

Prensa Libre, 2 de febrero de 2012.