miércoles, 25 de junio de 2014

Recaudación y desarrollo

“Tan simple como que el prójimo que pasa frente a mí es tan distinto a mí, que no me reconozco en ella o él, y por tanto tampoco veo la ocasión o necesidad de cooperar para conseguir un objetivo común.”

En una discusión sobre la reforma tributaria chilena el economista Jorge Marshall reflexionaba sobre algo que él llama “el círculo virtuoso entre recaudación y desarrollo”.   

Interesante recordatorio de cómo el desarrollo no sucede de manera espontánea, sino que más bien debe apuntalarse de varios factores como una robusta recaudación tributaria, sólidas instituciones, transparencia y rendición de cuentas, participación y contrapesos en el sector público, por citar algunos cuantos ejemplos. 

Dos elementos llaman poderosamente la atención de su análisis. 

El primero tiene que ver con la necesidad de dar señales claras de mayor eficiencia y efectividad de parte del gobierno, porque de otra manera (sic) “se corre el riesgo de trasladar el malestar de la población desde la falta de equidad en el acceso a servicios sociales de calidad, al funcionamiento deficiente de las instituciones públicas.”  Así, la sociedad confunde dos problemas relacionados pero diferentes. 

Por un lado el exceso de desigualdad, que merma el sentido de pertenencia a un grupo social que resulta ajeno a mi identidad e intereses.  Tan simple como que el prójimo que pasa frente a mí es tan distinto a mí, que no me reconozco en él o ella, y por tanto tampoco veo la ocasión o necesidad de cooperar para conseguir un objetivo común que nos beneficie a ambos. 

Y por el otro, el descrédito de las instituciones públicas ante su mal funcionamiento, con lo cual dinamitamos los únicos puentes posibles para conectar necesidades sociales con bienes y servicios públicos.  Se explica entonces el surgimiento de propuestas voluntariosas pero muchas veces poco edificantes para el largo plazo, como el desmantelamiento del aparato público en funciones elementales para dar ese sentido de cohesión que por definición está ausente en contextos de mucha desigualdad.    

¡Pero aún hay más!

El segundo elemento que llamó mi atención del análisis que hace el economista chileno tiene que ver con  que (sic) “[la]a responsabilidad política del Estado respecto de la sociedad es directamente proporcional al tamaño de la recaudación, lo que se expresa en mayores expectativas ciudadanas en las instituciones públicas.”  Esa premisa sí que va directo a la vena, y amerita contar no hasta diez ¡sino hasta veinte o treinta!…  Es decir que no podemos tampoco pedir peras al olmo y demandar al Estado más responsabilidad que la que su dotación de recursos le permite.  Si queremos más de aquello que vemos funcionar en otras latitudes con cuatro estaciones al año –parques, plazas, seguridad, asfalto, agua, luz, salud y educación–, hay que pagar el precio asociado. 

Poderosa aseveración que de inmediato me hizo pensar en Guatemala y sus ya descoloridas discusiones.  Que se repiten como disco rayado, una y otra vez, cuando hay que aprobar un nuevo préstamo, cuando hay un proyecto de reforma fiscal sobre el tapete, o cuando la recaudación tributaria no da signos de mejora sustantiva y, como hoy, se proponen medidas para aumentar los ingresos fiscales que, en el mejor de los casos, dan en qué pensar. 

Lo esperanzador es que tales reflexiones tengan lugar en un país como Chile, otrora experiencia exitosas de la liberalización y el mercado, hoy en una senda más balanceada.  Que reconoce el valor elemental de lo público, de la institucionalidad y la procura de la equidad social, como tres cimientos sobre los cuales construir su permanencia en el grupo de países etiquetados como de mayor desarrollo.  

Lo retador para los guatemaltecos es encontrar la manera de trasladar ese discurso, a veces conceptualmente tan ajeno, a una realidad con tantas urgencias como la nuestra.  Pero hay que seguir intentando.  En algún momento la peña tendrá que ceder…

jueves, 19 de junio de 2014

Un momento…, ¡déjame pensar!

“Hay que tener cuidado y no caer en la ilusión óptica de que una hora para un campesino es mucho más barata que la de un banquero.”

Leí un artículo en la edición de fin de semana del New York Times: “Poor and clocked out”.  Una discusión sobre un tipo de pobreza del que muy poco se dice: la pobreza de tiempo.  Regularmente no solemos prestarle mucha atención –al menos no en el mundo moderno, tan lleno de estímulos y distractores–, justamente porque no tenemos tiempo para pensar en que quizás sea allí, en la falta de tiempo, donde reside una de las fuentes del problema.

El argumento central conecta la falta de dinero (pobreza material) con las decisiones económicas que hacen los individuos día a día.  Todos estamos expuestos a hacerlo a cada momento: decidimos qué comprar, cuánto ahorrar, cuándo pedir un préstamo, etcétera.  Cada decisión que hacemos demanda un tiempo de procesamiento para poder escoger lo que pensamos es más conveniente. 

Me recordó una película que discutimos con mi hijo mayor hace unos meses: In Time.  Allí también la trama estaba construida alrededor de la abundancia o la escasez de tiempo.  Los ricos tenían mucho tiempo para gastar, y los pobres tenían muy poco tiempo y por lo tanto siempre estaban viviendo de prisa para sacarle el mayor provecho a cada una de los pocas horas que tenían. 

Tanto el artículo como la película tienen el mismo mecanismo de transmisión: con suficiente tiempo se toman mejores decisiones, con ello hay mayor aprovechamiento de las oportunidades, que generan más dinero, riqueza, más bienestar, que luego se traduce en más tiempo disponible (¡y viceversa!).  Y no se crea que son cuentos chinos, eh.  El asidero empírico está allí, demostrando de muchas maneras.  Cuando se tiene presión de tiempo para pensar y decidir, o cuando se sabe que son pocas las opciones (escasez) el estrés aumenta y con ello la probabilidad de errar.  Y los pobres tienen el agravante de contar con muchos menos mecanismos para asegurarse contra errores de cálculo. 

Pero además hay otro efecto mucho más perverso y perecedero en la escasez de tiempo: obliga a las personas a priorizar lo urgente e inmediato por sobre una planificación estratégica.  Y bien sabido es que el bienestar se construye en gran medida sobre la base de decisiones suficientemente pensadas: número de hijos, tipo de trabajo, profesión, barrio, relaciones interpersonales, entre otras.  Son todos eventos que pueden o no planificarse, pero en definitiva tienen un impacto en el nivel de bienestar personal y familiar.

Toda esta discusión en apariencia totalmente ajena a la pobreza tiene una implicación de política pública muy concreta: el diseño de cualquier tipo de programa social debiera tomar en cuenta el costo en tiempo como uno de los factores de éxito o fracaso.  Hay que tener cuidado y no caer en la ilusión óptica de que una hora para un campesino es mucho más barata que la de un banquero.   

En términos absolutos quizás lo sea, pero el tiempo, como casi cualquier otra dimensión del bienestar, tiene una dimensión relativa y subjetiva.  El uso del tiempo debe medirse en función del costo de oportunidad que tiene para el individuo.  Una hora mal invertida para un campesino en tiempo de siembra o cosecha puede tener un altísimo impacto en la seguridad alimentaria de su familia y en su condición de pobreza.    

Reuven Feuerstein probablemente resumiría todo esto en una sola frase: un momento…, ¡déjame pensar! 

jueves, 12 de junio de 2014

Cuadros, capacidad y estabilidad

“Para la productividad se utiliza la política educativa, de empleo, o de inversión en infraestructura; para la capacidad de gestión del Estado la política fiscal, y para la movilidad social la política social.”

Las principales restricciones que enfrenta el país para crecer y desarrollarse se pueden resumir en tres: bajos niveles de productividad de la mano de obra, una baja capacidad de gestión del Estado, y una baja movilidad social.  Tres bajas que hay que convertir en altas, ¡a como dé lugar!     

La productividad es importante por cuanto en ella descansa la sostenibilidad del crecimiento económico de cualquier sociedad.  Hacer más con menos no solamente es rentable en el corto plazo sino que sienta las bases para que los trabajadores puedan reconvertirse y reubicarse en sectores de la economía más dinámicos y que ofrecen mejores retribuciones a su trabajo.  De otra manera estamos siempre a merced de vientos en cola que nos puedan traer los mercados internacionales, sin certeza de cuánto puedan durar.  Es decir, bonanza ganada no por mérito propio sino por condiciones internacionales fuera de nuestro control. 

La capacidad de gestión del Estado viene asociada a la cantidad de recursos que se ponen a disposición del aparato público, pero también a la posibilidad de convertir dichos recursos en resultados –bienes, servicios, instituciones y reglas de juego– que idealmente deben ser aquellas que la mayoría de la sociedad considera deseables y necesarias para su bienestar.  De allí la importancia de alcanzar el mayor acuerdo posible sobre el nivel de recursos, su procedencia así como la forma de ejecutar los mismos. 

Y la movilidad social no es sino expresión del grado en que las sociedades premian mucho o poco el esfuerzo individual por sobre condiciones heredadas.  No se manifiesta solamente a través del nivel salarial. De hecho, en países más avanzados la movilidad social es en buena medida el producto de la acción pública que genera espacios de integración social y oportunidades para que sea el esfuerzo individual el que reluzca y defina las diferencias entre personas.

Así, a todos estos problemas estructurales generalmente corresponde una o varias políticas públicas.  Son dichos instrumento los que por excelencia están llamados a atender las necesidades colectivas.  Para la productividad se utiliza la política educativa, de empleo, o de inversión en infraestructura; para la capacidad de gestión del Estado la política fiscal, y para la movilidad social la política social. 

Ahora bien, si estamos de acuerdo en que estos son tres restricciones que estructuralmente inhiben el desarrollo de Guatemala, y si creemos que la política pública tiene un papel que jugar para desatar tales nudos ciegos, la siguiente pregunta que tenemos que hacernos es ¿con qué capacidad de gerencia cuenta el país para, desde el Estado, conducir procesos de diálogo social e inversión pública? 

Desafortunadamente la historia reciente no nos da mucha perspectiva positiva.  En el mejor de los casos hemos logrado uno o dos equipos mínimos para atender o lo productivo, o lo fiscal o lo social.  Casi nunca hemos tenido la capacidad de conformar un cuadro que permita hacer transformaciones permanentes en los tres frentes de manera simultánea.  

Las últimas tres administraciones de gobierno son un claro ejemplo de la imposibilidad de conjuntar equipos estables, técnicos, coordinados, y con capacidad de administrar múltiples objetivos de política pública.  En cambio, hemos tenido funcionarios que en lo individual han intentado avanzar agendas parciales pero que desafortunadamente se diluyen a su salida del gobierno. 

Esta es una de las lecciones principales que deberíamos rescatar de los últimos años en democracia: la importancia de conformar equipos de gobierno, con una visión compleja y compartida de lo que gestionar un Estado implica.  En ausencia de cuadros técnicos y políticos seguiremos dando bandazos, a veces con modestos aciertos, pero sin mayor trascendencia ni sentido de dirección. 

La capacidad individual es importante, pero la estabilidad en los cargos quizás lo sea aún más todavía. 

Prensa Libre, 12 de junio de 2014.

miércoles, 4 de junio de 2014

No son payasadas

“(…) una buena parte de la elite urbana ya se ha puesto en guardia y le ha comenzado a alzar la voz, exigiendo que no se juegue con fuego.”

El período presidencial es muy corto.  En eso podemos estar casi todos de acuerdo.  Luego hace falta darle al ejercicio de dicho cargo público un espacio mayor de acción, lo cual puede darse ya sea permitiendo la reelección presidencial consecutiva, como en el caso de Brasil o los Estados Unidos; o bien alargando la gestión presidencial a un sexenio, como en el caso de México. 

Sin embargo, en el caso de Guatemala hay restricciones constitucionales clarísimas y hasta delitos tipificados que maniatan a cualquiera que pretenda ser juez y parte de un cambio de reglas del juego.  Quizás por aquello de que, como dicen los sajones, “you cannot have your cake and eat it too.”   

En el caso de diputados y alcaldes francamente tengo mis serias dudas.  No veo la necesidad de alargarles el período, ni por la escala de las obras que realizan ni por la complejidad en la gestión, en el caso de alcaldes; ni por la naturaleza del trabajo que realizan, en el caso de los legisladores.  Más urgente sería una reforma que modernizara las finanzas municipales y-o que eliminara el sistema de listas para la elección de diputados para hacerlos rendir cuentas más claras de su desempeño.       

Pero enfocándonos en el caso de presidente y vicepresidente en funciones, ya muchos analistas han hecho sonar la alarma, señalando que la prolongación del periodo está prohibido por la constitución con doble candado: artículos 187 y 281.  Así, la única forma de hablar de estos temas dentro de la legalidad es por la vía de una asamblea nacional constituyente (ANC). 

Si el presidente quisiera de verdad atacar la raíz del cáncer que padece nuestro sistema político podría hacerlo creando las condiciones para una discusión amplia y profunda sobre este y otros temas, promoviendo una ANC que trabaje por un nuevo contrato social.  Otras experiencias latinoamericanas nos dan pistas al respecto. 

Es en ese espacio (ANC) donde se lograría cambiar las crecientes sospechas de segundas y muy nefastas intenciones y probablemente se le otorgaría el beneficio de la duda.  Pero a como están las cosas, una buena parte de la elite urbana ya se ha puesto en guardia y le ha comenzado a alzar la voz, exigiendo que no se juegue con fuego.  De manera que aún y cuando los cantos de sirena de la rosca presidencial le hayan hecho creer al mandatario que siempre se puede encontrar una interpretación ultra técnica y retorcida, carecerá de legitimidad alguna.

Pero más a allá de este rifirrafe, ¡menudo desfavor el que nos está haciendo la clase dirigente!  ¿Qué necesidad había de polarizar de entrada un tema harto fundamental para oxigenar nuestro alicaído Estado y darle mayor músculo al organismo ejecutivo, a todas luces urgido de tener un horizonte temporal más amplio para poder plantear soluciones de mediano plazo? 

El desarrollo no tiene atajos, presidente.  No en lo económico, no en lo social, y no en lo político.  No sucede en una noche, ni se promulga en hemiciclo alguno. Cuando hay un problema estructural hay que buscar una solución igualmente estructural, aunque eso tome más tiempo y esfuerzo.

No son payasadas.  Después no digan que no se les advirtió.