jueves, 26 de diciembre de 2013

Ni miedo ni asco


“(…) en un país como Guatemala no ha perdido vigencia un análisis de izquierdas y derechas.”

La columna del lunes pasado, “Partidos programáticos”, que escribió Edgar Gutiérrez me dejó pensando.  Sobre todo cuando concluye diciendo que (sic) “[l]a renovación del sistema de partidos vendrá mediante la construcción de organizaciones programáticas moderadas, pero claramente identificadas como derecha e izquierda, que se alternarán en el poder fortaleciendo una gobernabilidad democrática basada en reglas, instituciones y procedimientos acordados, capaces de ampliar la ciudadanía con bienestar y seguridad.”

Aunque quizás esa sea la tendencia –o al menos eso quisiéramos muchos que estuviera sucediendo–, no está para nada claro la velocidad del proceso de coagulación de estos nuevos vehículos de participación política.  ¿De cuánto tiempo estamos hablando? ¿Una década? ¿Dos décadas? ¿Y mientras tanto cuál es el equilibrio que nos dará un mínimo de gobernabilidad?  Tres elementos no pueden perderse de vista. 

Primero, el hecho de contar ya con un par de generaciones técnicamente bien formadas dentro y fuera del país, que hoy están como queriendo participar en la vida nacional, o cuando menos por hacerse escuchar.  Opinan febrilmente por cualquier medio.  Así es el milagro y tragedia del internet.  Hace tres o cuatro décadas primero había que producir la palabra escrita y luego se buscaba el medio para comunicarla.  Hoy es justamente al revés: cualquiera abre un blog y luego batalla con darle contenido.  Como sea, hay espacio y deseo de un segmento de la población joven por aportar.  Eso es bueno y hay que fomentarlo. 

El segundo elemento tiene que ver con una suerte de convergencia que se logra en ciertos cuadros técnicos de nuestra tecnocracia que logra hacer servicio público.  Es ese el espacio en donde muchas de las voces de la izquierda y derecha guatemalteca pasan por un período de revisión de sus posiciones cuando les toca hacer gobierno.  Aunque, para ser francos, por una parte, esto sucede más en la esfera tecnocrática que en aquella que accede al poder por elección popular; y por la otra, dicha convergencia se observa con mayor claridad en aquellos individuos a los que finalmente el servicio público los seduce lo suficiente como para quedarse orbitando en un espacio que les permite volver a acceder a cargos públicos con relativa frecuencia.  Tal ha sido el modelo de gerencia en la administración pública en Guatemala durante los últimos treinta años. 

En tercer lugar, concuerdo con la idea de que en un país como Guatemala no ha perdido vigencia un análisis de izquierdas y derechas.  Persisten temas muy claros y concretos sobre los que no hay acuerdo –¡ni tampoco creo que deba haberlo, que conste!–.  Por ejemplo, diseño y objetivos de la protección social, desarrollo rural y el papel que deben tener los pequeños productores y sus organizaciones, salario mínimo, financiamiento de la educación superior, entre otros temas.  Sobre tal agenda sigue haciendo falta un trabajo de discusión política pero también técnica, para poder hacer más eficiente la función pública llegado el momento de ejercerla. 

En todo caso, ciertamente hay en Guatemala una necesidad de seguir discutiendo la reconfiguración de los partidos políticos y demás formas de participación e incidencia.  Es la única manera de enganchar cada vez más jóvenes para que le pierdan miedo y asco a la política, y es la única manera de ir progresivamente construyendo acuerdos mínimos que nos permitan avanzar un poco más rápido.   

Prensa Libre, 26 de Diciembre de 2014. 
 

jueves, 19 de diciembre de 2013

Ideas para salir del bache



“(…) debemos encontrar mecanismos creativos para repatriar una parte de la productividad chapina en el extranjero.”

Con esta tercera entrega concluyo mis reflexiones sobre cómo salir del bache.  Surgieron porque hace unas semanas alguien me puso a pensar en los tres desafíos más importantes de desarrollo que enfrenta Guatemala y, bueno, decidí ponerlos en blanco y negro y compartirlos públicamente. 

Primero hice referencia al reto de elevar la productividad y el nivel de empleo.  En una segunda columna traté el tema de las nuevas bases fiscales para pasar de la estabilidad al desarrollo.  Aquí comentaré sobre esa otra dimensión que no puede ausentarse de cualquier análisis: la gestión del contexto externo. 

En un mundo tan interdependiente, en donde flujos financieros y de información viajan y generan reacciones prácticamente inmediatas, el entorno de los países es importante.  Que adquiere una relevancia aún mayor para naciones pequeñas con economías abiertas como la de Guatemala, porque su poder de maniobra y reacción es relativamente menor al de otros jugadores más grandes e influyentes. 

Así, el contexto externo de Guatemala se define por tres fenómenos fundamentales: comercio, migración y seguridad. 

Con relación al comercio, está claro que Guatemala hizo hace ya varios años una apuesta a un modelo exportador, esencialmente agrícola, haciendo un esfuerzo doble para diversificar su oferta –los otrora llamados productos no tradicionales– y darle algún valor agregado –lo que podríamos llamar una base mínima de agro industrialización–.  En el camino redujo aranceles y se embarcó en algunos tratados de libre comercio.

Sin embargo, al tener pocos destinos y una oferta exportable de poco valor agregado, mantenemos un nivel importante de vulnerabilidad a choques externos.  Subidas o caídas bruscas de precios internacionales o desastres naturales amplifican su impacto. 

El segundo rasgo característico de nuestro contexto externo tiene que ver con los flujos migratorios y las remesas como su manifestación económica más palpable.  Porque así como es incuestionable la importancia de las remesas, no se puede tampoco ocultar que la migración genera otros efectos menos deseables como una alta dependencia de los mercados laborales en los países que sirven de destino para nuestra diáspora, envejecimiento del campo, y un debilitamiento del tejido social y familiar.

Finalmente, la tercera característica tiene que ver con la inseguridad asociada al narcotráfico.  Al ser Guatemala una ruta natural hacia el mayor mercado de consumo de estupefacientes, la presencia del crimen organizado encuentra en nuestra debilidad institucional un espacio fértil y amplio para establecerse en el país y hacer negocios.  

En tal sentido, la respuesta de política pública para la gestión de un contexto externo con tales características pasa por tres elementos esenciales. 

El primero tiene que ver con un uso más agresivo de la política industrial.  Debemos aprovechar el alza en que se encuentra este instrumento de política pública, y usarlo activamente para una transformación productiva que contribuya a cerrar brechas territoriales y elevar nuestra productividad.

De igual forma es urgente una mayor vinculación política y económica de nuestra diáspora, y me refiero tanto a la mano de obra no calificada como calificada.  Hay que darle voz y participación en las decisiones nacionales.  En otras palabras, debemos encontrar mecanismos creativos para repatriar una parte de la productividad chapina en el extranjero.  Esto puede hacerse de muchas maneras, por ejemplo: vía remesas, coinversiones, retorno temporal o permanente de guatemaltecos, participación en procesos de auditoría social y participación política desde el extranjero.

En cuanto a seguridad y combate al crimen organizado, la tendencia regional camina consistentemente hacia un reconocimiento de un problema con dimensiones globales que se enfrenta con un instrumental de alcance nacional.  De manera creciente se impondrá la necesidad de coordinar acciones incluyendo territorios de paso pero también de destino, así como avanzar en sincerar los precios de ciertos mercados hasta hoy ilícitos.

Así, productividad y empleo, fiscalidad para el desarrollo y gestión del contexto externo, son para mí los tres principales desafíos estructurales que enfrenta Guatemala para salir del bache. 

Prensa Libre, 19 de Diciembre de 2014. 
 

jueves, 12 de diciembre de 2013

De la estabilidad al desarrollo


“La visión sectorial, importante como es, hace que la política pública sea ciega ante las tremendas diferencias entre regiones, departamentos y municipios.”

Siempre en esta idea de seguir pensando en cómo salir del bache, otro de los desafíos que enfrenta Guatemala tiene que ver con lo fiscal.  ¡Sí ya lo sé!, esa trillada, entrampada, y gastada discusión sobre impuestos y gasto público.  Pero nos guste o no, hasta que no avancemos en esta agenda va a ser muy difícil poder pensar en rutas sostenibles de crecimiento y desarrollo. 

Lo que pasa es que con frecuencia y muy convenientemente se nos olvida que la agenda fiscal se compone de dos caras.  Una que tiene que ver con la generación de ingresos para el Estado, y que ha sido diagnosticada decenas de veces, siempre con características parecidas: baja carga tributaria, gasto público con bajo impacto, dependencia de tributación indirecta, endeudamiento del sector público relativamente controlado, déficit fiscal dentro de límites aceptables –aunque hubiese aumentado durante la última gran crisis internacional–, insuficiente inversión pública –que obedece a una estructura de gasto que ya trae destino específico, pero también a una inercia y rigideces en la ejecución del presupuesto nacional–.  Esa es la caricatura de los ingresos fiscales en Guatemala. 

Ante tal diagnóstico las recomendaciones, palabras más, palabras menos, son bastante estándar e igualmente repetitivas: aumentar la proporción de ingresos fiscales que provienen de tributación directa, aumentar la eficiencia en la captación de impuestos –lo cual incluye un ataque firme y sostenido a la evasión–, reducir el gasto tributario allí donde la economía política lo permita, generar opciones para el financiamiento del gasto público subnacional, entre otras. 

Sin embargo, la contracara de la moneda, esa que tiene que ver con el uso de los recursos públicos, también tiene una agenda sustantiva.  De eso lamentablemente se habla poco, porque la discusión en medios, entre especialistas y legisladores, la consume siempre aquello que es más incendiario y urgente.  Pero la verdad es que es una agenda que no solamente debe hacer parte de cualquier esfuerzo de reforma tributaria, sino del funcionamiento cotidiano del Estado.  Y allí hay por lo menos tres grandes áreas de trabajo a las que debiéramos prestarle atención.

La primeara tiene que ver con la calidad del gasto público que ya se está ejerciendo.  Si es mucho, poco, suficiente o insuficiente, ese es otro cuento y debe discutirse por separado.  Lo importante es que ese 9 o 10 por ciento del PIB que constituye nuestra pírrica carga tributaria sea ejecutado con la mejor calidad posible.  Y para eso nos están haciendo falta instrumentos legales e institucionales que nos permitan darle una perspectiva de mediano plazo al diseño del gasto público, reglas claras y transparentes para su asignación, así como mecanismos de coordinación interinstitucional para su ejecución. 

El segundo y tercer temas tienen que ver con lo que podrían llamarse nuevos centros de gravedad para la gestión del gasto público.  Por una parte nos está haciendo falta una dimensión territorial para la forma como estamos gastando o invirtiendo los impuestos.  La visión sectorial, importante como es, hace que la política pública sea ciega ante las tremendas diferencias entre regiones, departamentos y municipios.  De ahí que una institucionalidad que nos haga pensar y planificar de manera no sectorial es tan saludable como necesaria.    

Finalmente, es necesario pasar de analizar sectores concretos a obstáculos específicos y transversales al funcionamiento del Estado.  Por ejemplo, los mecanismos de aprobación de presupuestos públicos, de contratación de deuda pública, sistemas para coordinar la ejecución del gasto que proviene de distintos ministerios y dependencia, que muchas veces ocasiona duplicidades y-o déficits en los territorios donde debe hacerse efectivo. 

Atender esta agenda de gasto, al igual que la de los ingresos, es lo único que nos permitirá sentar las bases fiscales para pasar de la estabilidad al desarrollo.  Pero para ello hace falta volver a creer y crear las condiciones para un gran acuerdo nacional que nos ponga a trabajar en función de una Guatemala a diez o quince años plazo.  ¿Seremos capaces de tal cosa?

Prensa Libre, 12 de Diciembre de 2013. 
 

jueves, 5 de diciembre de 2013

El joven apicultor


“(…) aunque hay islas de productividad en Guatemala, son justamente eso: espacios contados y privilegiados, que no alcanzan para generar bienestar a escala suficiente.”

Para seguir repensando en cómo salir del bache, uno de los principales desafíos que tenemos como país y como región centroamericana pasa por aumentar los niveles de empleo y la productividad del factor trabajo.  Es decir, hay que generar más empleos y hay que hacer que nuestra fuerza laboral aumente su capacidad de producir. 

Pero ¿por qué debiera ser empleo y productividad un objetivo central de política pública?  Por dos razones, una teórica y una práctica y concreta. 

Teóricamente, tan sencillo como que esa es la ruta más expedita y sostenible de redistribuir una parte de los beneficios que genera el crecimiento económico.  Expedita porque al utilizar los mercados laborales, no median programas de política social para hacer llegar ningún tipo de transferencia – salvo para aquellos que verdaderamente lo necesitan.  Así, los recursos se asignan a través de los sueldos y salarios, siempre que estos se fijen de acuerdo a productividad, oferta y demanda. 

Sostenible porque una mayor productividad de la fuerza laboral implica que el crecimiento económico del país no dependería tanto de golpes de suerte como buenos precios de nuestros tres ejotes, cuatro sacos de café y una buena zafra azucarera, sino del valor agregado que los guatemaltecos le dan a la materia prima con la que trabajan. 

Además, una fuerza laboral con altos índices de productividad es capaz de leer las señales del mercado, reubicarse de sectores deprimidos hacia otros más dinámicos, exigir sus derechos y cumplir con sus obligaciones laborales, y vigorizar el mercado interno con una capacidad de compra mucho mayor. 

En términos prácticos y muy concretos, empleo y productividad es central para países como Guatemala porque son territorios llenos de jóvenes, que hoy por hoy salen de la escuela y entran a un mercado laboral incapaz de absorberlos.  Muchachos que al adquirir la mayoría de edad automáticamente reciben su DPI engrapado a una garantía de que ingresarán al sector informal o que estarán subempleados, depreciando así el poco capital humano con el que se estrenan en la población económicamente activa.   

Es verdad que ese no es el caso de todos nuestros jóvenes, pero sí de la gran mayoría.  Porque aunque hay islas de productividad en Guatemala, como en cualquier economía del mundo, son justamente eso: espacios contados y privilegiados, que no alcanzan para generar bienestar a escala suficiente.  Son pocos los patojos que logran insertarse en empleos que van de la mano con sus intereses profesionales, que son estables, y que tienen perspectiva de crecimiento dentro de la empresa o industria.  Esa es la consecuencia nefasta y concreta de una baja productividad del factor trabajo.

Hace poco estuve con un grupo de jóvenes latinoamericanos que viven en territorios rurales.  Nos juntamos a discutir su realidad y formas de ayudarles a través de políticas públicas.  Uno de ellos, apicultor en el desierto semiárido del norte mexicano, fue tan sintético como contundente con su comentario: “no queremos que nos den nada, mis amigos y yo podemos hacerlo por nosotros mismos. Solo necesitamos una oportunidad para poder salir adelante.”

Me quedé pensando en él, en sus amigos, y en lo que sus palabras representan: la expresión más clara de la desigualdad de oportunidades latinoamericana, esa que genera y reproduce baja productividad de la mano de obra, que en mucho se explica por una ausencia del Estado en territorios rurales, y que a la postre fermenta migración, descontento, inseguridad y falta de cohesión social. 

De ahí que invertir en estrategias, políticas públicas, programas y proyectos generadores de empleo y productividad son un negocio rentable a corto y largo plazo, no solamente en términos económicos sino también sociales.  Y en países de jóvenes como Guatemala, esa debiera ser la primera y principal prioridad de cualquier gobierno.         

Si así de obvia es la conexión, ¿cómo le hacemos para conectar mejor a nuestra tecnocracia con las necesidades concretas de ese joven apicultor?

Prensa Libre, 5 de Diciembre de 2013.