jueves, 30 de septiembre de 2010

¿Metas o aspiraciones del mileno?

“Apostarle demasiado a la cooperación internacional para salir del atraso es arriesgado y no garantiza un final feliz. Es mucho mejor negocio tratar de hacerlo con recursos propios.”

Fue en septiembre de 2000 cuando 189 países miembros de las Naciones Unidas adoptaron la Declaración del Milenio. Un documento que incluía compromisos y metas para la erradicación de la pobreza, la promoción del desarrollo social y la protección del medio ambiente. Desde entonces, mucha de la cooperación internacional, así como ejercicios de planificación económica y social de gobiernos de países en desarrollo gravitó alrededor del avance de lo que en adelante se ha conocido como los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM).

Dentro de los ODM que más han resonado está reducir en un cincuenta por ciento la proporción de personas que viven en pobreza extrema, la proporción de personas que sufren hambre, y de aquellos que no tienen acceso a agua potable. También hemos escuchado de una meta para que niños y niñas – por igual – sean capaces de completar el nivel de educación primaria y tengan igual acceso a todos los niveles de educación. Otra tiene que ver con reducir la mortalidad materna e infantil en dos terceras partes, y revertir la propagación del HIV-SIDA, malaria y otras enfermedades.

En aquel momento se fijaron un horizonte de quince años pero con una particularidad: el año que sería tomado como base sería 1990. Es decir, se daban 10 años “de ventaja” para no arrancar enteramente de cero. Para aquel entonces el año 2015 quedaba muy lejos, quizás lo suficiente para facilitar compromisos de quienes en ese momento tenían a su cargo la conducción política de sus respectivos países.

Hoy es el 2010 y estamos a menos de 60 meses de la línea de llegada. Ya se comienza a generar alguna ansiedad y sentido de urgencia. Tanto que durante la Asamblea de Naciones Unidas que tuvo lugar la semana pasada en New york se dedicó un espacio para la evaluación de los ODM.

A pesar de ser una aspiración noble y bien intencionada para toda la humanidad, los ODM tampoco han estado exentos de crítica. Algunos han señalado que las metas son demasiado ambiciosas para algunas regiones del mundo. Por ejemplo, en el caso de África Sub Sahariana, de acuerdo a su trayectoria de desarrollo social tendría que dar un giro espectacular para poder cumplir tales compromisos.

Sin embargo, también se reconoce que los ODM han tenido otros efectos colaterales positivos. Por ejemplo, revertir una tendencia de reducciones en ayuda internacional tras el fin de la Guerra Fría. Así también, han contribuido a cambiar el paradigma de la cooperación internacional para el desarrollo, antes anclado más en insumos – e.g. cantidad de centros de salud construidos – que en resultados – e.g. reducir la tasa de mortalidad materna –. Personalmente creo que si estas dos externalidades fueran el único saldo que nos dejara los ODM, ya se le habría hecho un gran favor al mundo en desarrollo.

Dentro de los informes que circularon previo a la cumbre de Naciones Unidas hay un artículo elaborado por el Centro para el Desarrollo Global, cuyos autores fueron Benjamín Leo y Julia Barmeier. Se lo recomiendo. En poco más de quince páginas trata de salirle al paso a una crítica que se ha hecho al monitoreo de avances y retrocesos en ODM: concentrarse en tendencias agregadas (globales o regionales), minimizando con ello comportamientos diferenciados a nivel de país. Construyen un índice relativamente sencillo que evalúa la trayectoria en el cumplimiento de los ODM a nivel nacional, y se lo aplican a un grupo de 139 países, fundamentalmente aquellos de renta baja y media.

Dentro del grupo de países de renta baja la revelación es Honduras, punteando en primer lugar. Y dentro de los coleros están Burundi, la República Democrática del Congo, Afganistán y Guinea Bissau. En el grupo de países de renta media aparecen China, Ecuador y Túnez como los mejores y Bulgaria, Gabón y las islas Marshall como los más rezagados. Guatemala forma parte del grupo de mejor desempeño entre los países de renta media.

Los resultados generales del análisis dejan dos buenas noticias y plantean dos tareas pendientes. Las buenas nuevas son que el indicador con mejor desempeño en toda la muestra de países es el de igualdad de género; por otra parte, los países de renta baja (países más pobres) tienen un buen desempeño en el indicador de reducción de pobreza extrema. Las tareas pendientes tienen que ver con mejorar el desempeño relativo a HIV-SIDA y mortalidad materna.

Aunque quedan algunos años para el 2015, ya se pueden observar ciertas tendencias. Algunas de ellas corroboran lecciones ya recogidas en la literatura del desarrollo desde hace varios años. Menciono tres: primero, países en conflicto ó con altos índices de violencia tendrán más dificultad para cumplir con los ODM; segundo, cada vez es más clara la relación positiva que hay entre desarrollo, calidad institucional, crecimiento económico, y niveles de ingreso; y tercero, apostarle demasiado a la cooperación internacional para salir del atraso es arriesgado y no garantiza un final feliz. Es mucho mejor negocio tratar de hacerlo con recursos propios.

Prensa Libre, 30 de septiembre de 2010.

viernes, 17 de septiembre de 2010

La década ganada

“Hoy podemos echar mano de lo que está cocinándose bajo el crecimiento económico peruano, la recuperación de espacios públicos de los colombianos, las redes de protección social uruguayas, la reducción de pobreza y desigualdad brasileña ó la profundización democrática costarricense.”

Cuando éramos estudiantes de universidad recuerdo cómo nuestros maestros y los principales analistas políticos y económicos nos hablaban de la década de los ochentas, refiriéndose a ella como “la década perdida”. Era el tiempo en que Latinoamérica daba el trago amargo de haberse puesto a juguetear con su gestión macroeconómica. Eran años de mucha intolerancia y un establishment claramente anti democrático. Días de palabras proscritas como progreso social, pobreza, reformas fiscales, redistribución del ingreso y derechos humanos. En el caso de Centro América, fue una época en que la región literalmente se desangraba por sus ideas políticas – tristemente hoy lo ha vuelto a hacer pero por razones más baratas y viles como la droga y el crimen organizado –.

Afortunadamente ha corrido agua bajo el puente, y hemos logrado superar varios de los problemas de entonces. Tanto así que el mundo nos ve de otra manera. Algunos incluso aventuran a decir que estamos ante “la década de América Latina”. En la actualidad prácticamente toda la región abraza la democracia como sistema político; los conflictos armados son parte de un capítulo duro y doloroso, pero que ya nadie considera como opción para llevar adelante transformaciones sociales y económicas aún pendientes; el crecimiento económico, aunque todavía modesto y volátil, poco a poco se ha ido quedando en nuestros países y contribuye a mejorar el nivel de vida de nuestra población; la gestión macroeconómica prudente nos parece hoy una obviedad, cuenta de ello es que La Gran Recesión no hizo tanto daño como en otras partes del planeta.

A propósito de los avances que hemos dado en las últimas décadas, la edición de The Economist de esta semana ha publicado un especial sobre América Latina. Francamente vale la pena leerlo despacio. Toma bastante bien la temperatura a nuestros países y sus principales retos de desarrollo.

En una de sus secciones el reporte aborda la agenda de progreso social en la región. Comienza por reconocer la reducción de pobreza que América Latina ha experimentado en los últimos años, explicando dicho avance básicamente por tres factores: crecimiento económico, control de la inflación, y programas sociales focalizados a los más pobres. Es cuando menos interesante el análisis que hace con respecto al crecimiento de la clase media baja en varios de nuestros países, tema que da para amplia discusión y debate.

Sin embargo, también enciende luces de alerta temprana sobre los nuevos desafíos que hoy se dibujan sobre nuestra agenda social. Por ejemplo, diseñar programas de reducción de pobreza urbana que sean tanto o más exitosos que los de pobreza rural; el desafío de lograr calidad educativa, dado que prácticamente hemos superado el reto de la cobertura en ciertos niveles; la reforma al gasto público, para darle más progresividad y capacidad de atención a la amplia masa de economía informal; así como la consolidación de nuestros incipientes sistemas de protección social.

En síntesis, aunque hay signos de avance, ello no es razón para ser autocomplacientes. Más bien, si de algo debemos cuidarnos los latinoamericanos es de no quedarnos atrapados en esos equilibrios de “baja intensidad”, en donde por una parte la crisis no llega a niveles que provoca procesos de transformación profunda; y por la otra, la inercia de un crecimiento mediocre y un Estado con poco músculo tampoco detonan círculos virtuosos de prosperidad y progreso.

Afortunadamente contamos con casos exitosos que ya han abierto brecha en diferentes áreas de desarrollo político, económico y social de la región. A diferencia de la década de los años noventa, cuando solamente teníamos el referente del milagro económico chileno, hoy podemos echar mano de lo que está cocinándose bajo el crecimiento económico peruano, la recuperación de espacios públicos de los colombianos, las redes de protección social uruguayas, la reducción de pobreza y desigualdad brasileña ó la profundización democrática costarricense, por citar algunos ejemplos.

Si estos cambios positivos se generalizan, es posible que en unos cuantos años podamos hablar de una “década ganada” para América Latina. Ello pasa por promover más integración y cooperación sur-sur, que permita una activa polinización cruzada entre nuestros pueblos. Ese es un camino muy efectivo para acortar tiempo y brecha en países como Guatemala, que todavía tienen importantes rezagos por atender y revertir.

Prensa Libre, 16 de septiembre de 2010.

Nuevo fondo

“Así son las emergencias en países institucionalmente débiles. Alborotan hormigueros a cual más, pero solo lo suficiente para recuperar el endeble equilibrio pre crisis.”

Muchos tenemos la sensación que Guatemala pasa por uno de sus momentos más bajos en la historia reciente. Tratando de ser objetivo no podría decir cuánto de tal percepción se amplifica por la integración de ciertos segmentos de la sociedad que tenemos la capacidad de discutir en tiempo real e inocularnos mutuamente opiniones, fuentes de información y estados de ánimo.

De cualquier manera, el impasse político, la inseguridad ciudadana y los eventos naturales nos mantienen a raya y en boca de los principales medios de comunicación mundial. Lo peor de todo es que cuando creímos por fin haber tocado fondo, ¡zángana!... pues fíjese que siempre no. Hace muy poco fue la primera tormenta tropical de la temporada que vino “acuachada” con la erupción de un volcán y hundimientos en pleno centro de la ciudad. Pusieron a todo mundo a correr como pollos sin cabeza. Y no había terminado de asentar el polvo cuando aparece un invierno record.

Francamente somos como de libro de texto. Guatemala parece caso de estudio de un libro que salió al mercado un libro titulado “The Black Swan”, en alusión a aquellos fenómenos que tienen muy poca probabilidad de que ocurran, pero que cuando llegan a suceder tienen efectos profundos en las condiciones de vida de las personas. De verdad que la tentación de leer el momento por el que atraviesa el país como nuestro cisne negro es muy grande – y no me refiero solamente en lo climático –.

Pero más allá de ponernos a calcular probabilidades, lo más grave es que en su gran mayoría, todos son desastres para los que tenemos conciencia plena de lo que van a implicar y a quienes van a afectar más profundamente. Como dice una nota de la BBC al citar el último informe de evaluación global sobre la reducción del riesgo de desastres, publicado por Naciones Unidas y el Banco Mundial: “(…) las comunidades más vulnerables sufren una parte desproporcionada de las pérdidas. (…) Los hogares pobres también suelen tener una menor capacidad de respuesta puesto que carecen de capacidad para movilizar o acceder a los activos necesarios para paliar las pérdidas (…) y rara vez tiene cobertura mediante seguros o sistemas de protección social.”

A eso habría que sumar el natural aumento poblacional acompañado de ninguna o muy poca planificación urbana y territorial, generando asentamientos en zonas de mucha vulnerabilidad como son las laderas y riberas de ríos. Claro está que muchas veces no es por falta de visión de mediano plazo sino por una razón mucho más elemental: la urgente necesidad de tener un techo (¡de la calidad que sea!). Así es la pobreza que vive la mitad de nuestra gente.

En el mediano plazo los restos están a la vista: levantar fondos para reconstrucción de la infraestructura, mitigar daños en la producción agrícola y agroindustrial a fin de contener aumentos en desempleo y prepararnos para nuevas crisis de seguridad alimentaria. Todo suena como a agua mojada. Todas son recomendaciones que ya se conocen desde hace tiempo. Entonces la pregunta interpelante es ¿por qué demonios no podemos salirnos del libreto de crónica de una muerte anunciada?

Entre tanto, la gritería de nuestras elites y liderazgos sigue siendo la misma: que si tantos puentes rotos, que si tramos carreteros mal construidos, que si aldeas y caseríos incomunicados, que si insuficiencia de recursos para atender emergencia, que si el mejor mecanismo es el presupuesto o más deuda externa, que si mejor antes interpelamos a fulano o a mengano, que si esto ayuda a tal o cual candidato, que si la cúpula tal o la conferencia cual protestan pero no proponen. Así son las emergencias en países institucionalmente débiles. Alborotan hormigueros a cual más, pero solo lo suficiente para recuperar el endeble equilibrio pre crisis.

De la seguidilla de eventos críticos destila una única y triste conclusión: incomunicación generalizada en el país – física, institucional, política y social. Diálogo de sordos. Y así es muy difícil poner en pie nación alguna. No se escucha con claridad el mensaje de nuestros liderazgos, aún y cuando tenemos dos grandes oportunidades para convocar a la unidad nacional y enrumbar nuevamente a Guatemala: la reconstrucción y la lucha frontal contra el crimen organizado. ¿Será que todavía nos falta tocar un nuevo fondo?

Prensa Libre, 9 de septiembre de 2010.

Éxito rural, reto urbano

“La pobreza y desigualdad urbana tiene una naturaleza muy diferente, quizás más compleja, que la pobreza y desigualdad rural.”

No es difícil imaginarse a Guatemala como un pequeño Brasil. Su diversidad climática, étnica, niveles de pobreza y desigualdad, el rol de sus elites económicas, y un pasado compartido de difícil transición democrática, hacen que ambos países tengan mucho de qué hablarse uno al otro; y en el caso de Guatemala, mucho que aprender de lo andado por el gigante de Suramérica.

Un pequeño ejemplo de ello lo tenemos en nuestra política social, en donde los guatemaltecos también hemos apostado al concepto de transferencias condicionadas en efectivo como herramienta para la reducción del a pobreza. En Brasil el programa Bolsa Familia ha recibido un particular impulso institucional y político desde el año 2003 con el gobierno del Presidente Lula. Desde entonces ha hecho significativos esfuerzos por ampliar su cobertura e impacto social, convirtiéndolo en pieza clave para la función redistributiva de aquel Estado. Hoy tiene prácticamente garantizada su continuidad en la siguiente administración que los brasileños elegirán el mes próximo.

En esa línea, hace algunas semanas apareció un reportaje publicado en la revista The Economist, discutiendo de forma prospectiva el programa insignia de la política social en aquel país. Vale la pena compartir algunos mensajes porque mucho de lo que allí se dice puede perfectamente trasplantarse a cualquier otra nación latinoamericana que esté utilizando instrumentos similares para atender a su población más pobre.

Las bondades y debilidades de Bolsa Familia están a la vista. Pero además son debatidas abierta y ampliamente, lo cual suma a favor de la transparencia y apropiación del concepto por parte de la sociedad. Los números duros revelan que dicha intervención ha contribuido en menos de 10 años a reducir el índice de desigualdad de Gini de 0.58 a 0.54, ha acelerado un proceso de reducción de pobreza y desnutrición rural – fenómeno que ya venía dándose desde la década de los noventa –, y además no ha representado un costo demasiado alto para el erario público – más o menos 0.5% del PIB.

A pesar de ello, la discusión parece estar puesta hacia el nuevo y principal reto que tiene el programa: cómo hacerlo igualmente efectivo en un contexto de pobreza urbana. Por ejemplo, hoy se discute si las transferencias condicionadas en las ciudades han dejado a muchos hogares pobres en una condición relativamente peor que la que tenían antes, cuando eran usuarios de un conjunto de transferencias gubernamentales tales como programas contra la desnutrición infantil, subsidio a combustibles para cocinar, transferencias para adolescentes, entre otros.

De igual forma se debate sobre los impactos sobre trabajo infantil, en donde aparentemente el programa no ha sido tan efectivo, ni en el campo ni en la ciudad. Pero sobretodo en contextos urbanos, en donde el monto de la transferencia que se da a los hogares parece insuficiente para cubrir lo que los niños podrían ganar haciendo trabajos informales en las calles.
En resumen, los brasileños tienen ya una idea bastante acabada en cuanto a beneficios y retos que Bolsa familia deberá enfrentar en los próximos años. La intervención ha sido exitosa en términos de reducción de la desigualdad y pobreza. Sin lugar a dudas ha beneficiado a los hogares más necesitados del ámbito rural. Ha cerrado brechas campo-ciudad en cuanto a escolaridad y desnutrición infantil. Y todo ello a un costo relativamente bajo comparado con la cobertura y el impacto socioeconómico alcanzados.

Sin embargo, evidencia acumulada de varios años de monitoreo y evaluación ya alerta sobre la necesidad de hacer ajustes para reconocer características diferentes entre la población más pobre, particularmente la que vive en centros urbanos. Hay que revisar el sistema de incentivos que tiene el programa para sacar a más y más niños fuera de las calles y llevarlos hacia escuelas y centros de salud.

Ha quedado claro que la pobreza y desigualdad urbana tiene una naturaleza muy diferente, quizás más compleja, que la pobreza y desigualdad rural. Por tanto, los ajustes que se darán en el área urbana probablemente apuntarán a volver “más competitivos” los beneficios de Bolsa Familia con respecto a otras fuentes alternativas de ingreso. Incluso quizás sea necesario complementar con otro tipo de intervenciones que vayan más allá de la transferencia de dinero.

De cualquier manera, si hubiera que resumir en una línea programas como este, diríamos que son un éxito rural y un reto urbano.

Prensa Libre, 2 de septiembre de 2010.