viernes, 28 de enero de 2011

¡Qué importa la desigualdad! (XI y final)

“Equidad no es apachar a los exitosos y punteros en la distribución, sino acelerar el éxito de los rezagados.”

¡Vaya hombre!, como que por fin, después de un par de décadas de habernos cobijado en la comodidad del fin de la historia, esa que devino del consenso (y post consenso) de Washington, el péndulo viene de regreso y escuchamos a moros y cristianos cantar el mismo ángelus. Qué coincidencia ó ironía que Strauss Khan, Buffet, The Economist, y Lula, abanderan todos una agenda de equidad.

Y pensar que hace veinte años ni siquiera los íconos progresistas la reconocían como una batalla digna de pelearse. Blair y Clinton, la Concertación chilena, el socialismo francés, o la socialdemocracia alemana, todos sin excepción estaban seguros de que crecimiento económico y reducción de pobreza eran los dos ejes en el plano cartesiano de la política pública y el desarrollo. Razón de más para que los países menos ilustrados mapeáramos en ese cuadrante nuestros esfuerzos para salir del atraso.

Pues resulta que no. El reality check – como dirían los sajones –, o el baño de realidad nacional – como me dijo alguien un día–, provocado por las diferentes crisis (financiera, climática, ó de precios de commodities) por las que seguimos atravesando, nos vuelven a recordar que el desarrollo es crecimiento, pero también es equidad. Y que el recetario de “cada quien nace y se hace solo, y se procura su propio bienestar” no va muy lejos. Nacemos, vivimos, y morimos en sociedad, y en cuanto tal hay que reconocer que el bienestar del prójimo también tiene un impacto en el propio.

Actualmente todos, desde su trinchera, parecen reconocer el freno que constituyen disparidades extremas (peor todavía si no tienen mayor fundamento). Cada vez más y más estamos de acuerdo en que las diferencias son necesarias para fomentar innovación y hacer que la torta crezca. Pero esas diferencias no pueden provenir de la cuna, el apellido, la etnia, o el tamaño de la aldea o ciudad donde nacemos. La aspiración (ó la utopía, si usted así lo prefiere) apunta a que si habrá algo que nos diferencie, que sea el esfuerzo que cada quien pone para procurarse un mayor nivel de vida. Eso sí, después de habérsele dado un punto de partida equivalente para competir con sus pares.

La esperanza es que ya logramos ponernos de acuerdo sobre ciertos postulados básicos. Algo nos ha dejado la historia reciente. Iniciamos la década sabiendo tres o cuatro cosas: que el derrame no llega solito; que el mercado es importante, pero no absoluto, mucho menos suficiente; que la movilidad social es necesaria para hacer viable cualquier esfuerzo, porque le da realismo y perspectiva a cualquier proyecto que vaya más allá de una generación; que hay que igualar oportunidades no ingresos, para no matar la gallina de los huevos de oro del crecimiento económico; que hacen falta consensos sociales mínimos para que los países avancen, pero que a su vez la desigualdad hace más lento el diálogo y la construcción de confianzas para llegar a objetivos compartidos; y que equidad no es apachar a los exitosos y punteros en la distribución, sino más bien acelerar y procurar el éxito de los rezagados.

Prueba de todo ello es que el mundo entero piensa hoy en fortalecer (unos), recuperar (otros) y construir (nosotros) el Estado. Y que ese proceso pasa por aumentar la capacidad de ese mismo Estado para gestionar una parte de los recursos humanos y financieros generados por la iniciativa individual, para la provisión de una canasta de bienes públicos que debe ser definida por cada sociedad según su momento histórico.

El debate sobre desigualdad está puesto de nuevo, y creo que se va a quedar un buen rato en el ambiente. Eso es bueno. En el peor de los casos solamente estimulará reflexión y mayor madurez intelectual. Pero de repente y va un poco más lejos y hace avanzar otro poco la construcción de grandes imaginarios sociales como democracia, ciudadanía, institucionalidad, y bien común. Cualquiera de ambos escenarios será provechoso para Guatemala.

Prensa Libre, 27 de enero de 2011.

lunes, 24 de enero de 2011

Boceto rápido de nuestra política social

“Más allá de la sofisticación ó elegancia en los métodos de cálculo, hay rasgos que, como el ADN, definen el genoma de nuestra política social.”

Para poder evaluar cualquier cosa es necesario tener un punto de comparación, una línea de base, un referente contra el cual establecer avances o retrocesos. Allí reside el valor de estudios, investigaciones, consultorías. Es por eso la terca necedad de martillar sobre la necesidad de generar datos de forma regular y con calidad. De otra manera estamos navegando en un mar de percepciones, donde el que grita más duro ó es más efectivo en encender ánimos, es el que se lleva las palmas.

En el caso de nuestra política social tenemos varios referentes que nos permiten bosquejar cómo estaban las cosas más o menos al inicio del ciclo político que está por concluir. Los datos que sirvieron de base para tomarle el pulso a las condiciones de vida de nuestra población en el año 2006 revelaron realidades contundentes.

Más allá de la sofisticación ó elegancia en los métodos de cálculo, hay rasgos que, como el ADN, definen el genoma de nuestra política social. Los niveles de nuestro gasto social, inversiones en educación, salud, protección social, agua y saneamiento, o nuestro seguro social, constituyen una muestra bastante representativa para tomarle el pulso a nuestra red de protección social e inversión en capital humano.

Hay dos preguntas que hacerse. La primera es ¿cómo estaba todo eso hace cinco años? Afortunadamente para esa cuestión tenemos suficientes datos como para hacer un boceto bastante fiel de lo que había en el país.

El primer rasgo es el nivel de nuestro gasto social. Aquí salta a la vista el jalón inicial que se le dio tras la firma de los acuerdos de paz, pero que después no ha podido continuar en una senda creciente. Las ruedas del gasto social se quedaron patinando alrededor del 6% del PIB, sin poder avanzar. Además, no solamente el promedio latinoamericano fue el doble de ese número, sino que estábamos en el último lugar de la región centroamericana – incluso por debajo de países más pobres como Nicaragua y Honduras –.

El segundo rasgo tiene que ver con los sectores ganadores y rezagados de nuestra política social. Claramente hemos optado por invertir mucho más en educación, y dejar relativamente estancadas otras áreas sociales como salud, protección y previsión social. Ello, sin duda alguna explica avances en nuestros indicadores educativos, aunque también revela tareas pendientes.

Por ejemplo, la cobertura en educación primaria parecía estar bien encaminada y focalizada de manera razonable hacia los más pobres, aunque ya desde entonces se alertaba sobre el reto de elevar la calidad. Por el contrario, la secundaria despertaba preocupaciones con respecto a la poca oferta existente y una focalización que estaba beneficiando a los estratos medios y altos de la población. Ni se diga de la educación terciaria (superior), que claramente estaba sesgada hacia el 20% más rico.

El tercer rasgo tiene que ver con el gasto en salud. Para aquel entonces dicho sector era más o menos una réplica imperfecta de lo que sucedía en educación. Es decir, salud primaria razonablemente focalizada, y atención hospitalaria atendiendo estratos socioeconómicos más altos. Pero con el agravante de que el volumen de recursos destinados a la salud era mucho menor del que se asignaba a maestros y escuelas.

El cuarto rasgo es la protección social, cuya nota distintiva era que no teníamos mecanismos adecuados para seleccionar grupos de beneficiarios. De allí que al observar el rosario de programas – galleta escolar, alimentación escolar, vasos de leche y atole, transporte escolar, becas, útiles escolares, programas de salud, etc. – se reflejaba poca focalización hacia los más pobres. Es verdad que algunos pocos programas sí llegaban a los más necesitados, pero no era la norma.

El quinto rasgo es la paradoja del agua y la salud. En aquel entonces se reconocieron avances importantes en materia de agua y saneamiento, con lo cual se levantó la expectativa de que mejorarían nuestros indicadores de desnutrición crónica. Sin embargo, algo pasó en el camino y, de acuerdo a los datos de la última ENSMI, como que nos quedamos cortos. Quizás tenía razón un ex ministro de salud cuando decía que no es lo mismo agua entubada que agua potable.

Y el sexto rasgo del boceto pasa por las transferencias gubernamentales en especie y en efectivo. En aquel entonces se identificaron dos patrones: (i) ninguna de las dos llegaba a los extremadamente pobres, y (ii) mientras que transferencias en especie llegaban más a los pobres, las transferencias en efectivo llegaban más a los que no eran pobres.

En unos pocos párrafos, ese era el boceto de nuestra política social hace un quinquenio. Las recomendaciones de aquel entonces eran claras y precisas: calidad para la educación primaria y para centros y puestos de salud; construir más escuelas secundarias y hospitales; afinar la puntería de nuestros programas de protección social y desconcentrar los servicios que presta el seguro social.

La segunda pregunta es ¿cómo está todo eso hoy? El problema es que una respuesta técnica todavía no la tenemos. A pesar de que allí reside, al final de cuentas, la prueba ácida de muchas hipótesis que hoy flotan en nuestra atmósfera.

Prensa Libre, 20 de enero de 2011.

jueves, 13 de enero de 2011

El fracaso escolar es fracaso de todos

“A nivel superior, el sistema debiera ser mucho más estricto y selectivo a favor de aquellas personas que verdaderamente van a la universidad a formarse y lo hacen en el menor tiempo posible.”

Lo he dicho muchas veces y de distintas formas: hoy ya no hay prácticamente nadie que se oponga al gran postulado de “necesitamos invertir más en educación”. Nuestros empresarios lo demandan para poder contar con una mano de obra más productiva. Nuestros jóvenes lo exigen para poder optar a un buen trabajo al momento de salir al mercado laboral. Nuestros adultos lo necesitan para poder generar el suficiente ingreso que sostiene a sus hogares. Todo mundo quiere más educación, así en términos generales y amplios.

El cuento es menos claro cuando se comienza a preguntar qué tipo y cuánta educación se necesita en un país como Guatemala. Y se vuelve totalmente borroso cuando se abre la discusión de quién y cómo debe pagar en cada nivel educativo. Algunos piensan que el sistema debiera ser enteramente público. Otros pensamos que ciertamente ese es un derecho humano, pero no automático, vitalicio, ni aplicado de la misma manera.

En un país como el nuestro, la formación de capital humano, a medida que se avanza en la escalera escolar, más que un derecho universal se vuelve un privilegio al que tienen acceso unos pocos. Sin embargo, la fuente de financiamiento del sistema educativo público continúa recayendo en una inmensa masa que no tiene mayor injerencia para poder exigir calidad y rendición de cuentas, ni a maestros ni a estudiantes.

El lunes una pequeña nota de prensa nos recordó, cifras en mano, los elevados costos del fracaso escolar en cada uno de los niveles educativos. Números que lloran sangre: 36% de nuestros niños en primero primaria, 22% en segundo, 19% en tercero, 55% de los muchachos en primero básico no aprueban el año.

La pregunta que hay que hacer es inmediata y fulminante. ¿Quién debe pagar por ese “fracaso” escolar? Hablemos del costo económico primero. Si la educación es privada, probablemente la respuesta sea: los padres del muchachito que no ganó el año. En ese caso le aseguro que las medidas correctivas no se harán esperar mucho – ¡por lo menos así era en mi casa! –.

En el caso de la educación pública, corremos el riesgo de que al ser de todos no es de ninguno. Por tanto, a menos que el sistema tenga capacidad de reacción, lo más probable es que no importe si el alumno se instala en primero básico o en primer semestre de la Universidad uno, dos o tres años. Total, el costo es nulo (o muy bajo) para la persona, la familia y el sistema – ¡aunque no lo sea para la sociedad! –.

El problema es que, aparentemente, también hay un costo personal y social asociado al fracaso escolar. Por ejemplo, la probabilidad de que un niño que vive en el campo pierda un año y vuelva al año siguiente a repetir el grado es baja. Por tanto, nuestro sistema educativo debiera reconocer esta realidad, sobre todo en los primeros años de escuela. Los costos del fracaso superan con creces las bondades de una calificación a fin de año, que tampoco es el mejor indicador ni el más preciso para capturar todo lo que sucede en el aula.

Lo opuesto sucede a nivel universitario, en donde el estudiante ya está en capacidad de asumir con plena responsabilidad los costos y los beneficios desempeño. En ese nivel el sistema debiera ser mucho más estricto y selectivo a favor de aquellas personas que verdaderamente van a la universidad a formarse y lo hacen en el menor tiempo posible.

Así como en los primeros años de formación puede justificarse la promoción universal, porque el fracaso escolar puede ser fulminante para el futuro de nuestros niños; a nivel superior debiéramos aplicar con mucha rigurosidad criterios de selección y descreme de aquella población que se dedica con seriedad y compromiso para utilizar los recursos públicos, que le son transferidos para que obtengan un grado académico superior. En ambos casos el fin es el mismo: procurar educación pública con criterios de eficiencia en el uso de sus recursos, de eficacia en la formación de nuestra población, y de equidad hacia aquellos con menos oportunidades.

Si bien es cierto que es bueno identificar ineficiencias en el uso de recursos asignados a la educación pública en los niveles primario y secundario, esa discusión debe extenderse con igual o mayor rigurosidad y exigencia hacia el uso de recursos públicos asignados a subvencionar la educación superior. El fracaso escolar no es solo en primaria y secundaria, también se extiende a la universidad.

El problema muchas veces es que nuestros universitarios (no todos, afortunadamente) tienen más capacidad de vociferar para defender su sagrado derecho a calentar banca. Mientras que nuestros chiquitos en Caulotes ó San Mateo Ixtatán no tienen más opción que recibir el jalón de orejas de un sistema educativo anacrónico y desigual. Al final, tenemos que estar claros que el fracaso escolar es fracaso de todos.

Prensa Libre, 13 de enero de 2011.

Demasiada elección mata la elección

“El problema es que si las personas de repente se vuelven incapaces de elegir generan un problema real para la economía y para la sociedad.”

Uno de los postulados más importantes que estudiamos en la escuela de Economía, algo así como la piedra filosofal de la teoría microeconómica y todo lo que de allí en adelante deriva, tiene que ver con una idea muy simple pero poderosa: las personas son capaces de elegir, ordenar y revelarnos sus preferencias. Es decir, pueden perfectamente distinguir si prefieran el producto, situación o servicio X sobre el producto, situación ó servicio Y.

De allí en adelante todo sale casi de rodado: estimar una demanda, derivar precios, calcular costos, excedente del consumidor, etcétera. Sin embargo, muy pocas veces nos preguntamos, ¿y qué pasaría si de la noche a la mañana toda esa masa de consumidores fuera incapaz de elegir? Imaginemos un día en que, como por arte de magia, las personas entran en ataque de pánico porque ya no saben hacer una elección. Sería un desastre, ¿no? (Cuando menos para los profesores de teoría microeconómica, quienes de la noche a la mañana se quedarían chiflando en la loma con una caja de herramientas que se ha vuelto completamente inservible u obsoleta para analizar la realidad que los rodea).

Pues resulta que esa disparatada no lo es tanto. De hecho, desde el siglo XVII, Nicolás de Condorcet imaginó que un día así podría llegar a suceder. De allí la famosa “paradoja de Condorcet”, que demuestra cómo las preferencias de las personas pueden ser cíclicas en vez de transitivas. Pero claro, ello solamente alivia un poco el estrés analítico de la disciplina económica, al darle una salida elegante a la teoría diciendo “si se viola esta condición, todo lo que sigue puede ya no ser cierto”.

Ahora bien, el problema es que si las personas de repente se vuelven incapaces de elegir, generan un problema real para la economía y para la sociedad. Desde un punto de vista estrictamente económico, las empresas ya no pueden predecir sus volúmenes de venta porque no saben si Martín o Julieta elegirán comprar sus productos sobre los de la competencia. Llevado al límite, un ataque de pánico a la elección puede reducir las ventas. Es como si de repente las personas salen corriendo de las tiendas al verse incapaces de comparar opciones, decidirse por uno de los productos de la estantería, pagar y obtener alguna satisfacción en el proceso.

De eso se trata una nota publicada en The Economist titulada “You choose”, en donde documentan algunas de las consecuencias reales que ha traído la explosión de variedades de bienes y servicios en el mundo moderno. Hoy día, para prácticamente cualquier cosa que podamos imaginar, encontramos diferentes tamaños, formas, colores, empaques, marcas, y precios. Todo en un mismo centro comercial. Decenas de opciones para cosas tan triviales como cepillos de dientes, una taza de café ó una hamburguesa, hasta cosas más sofisticadas como encontrar pareja, una casa, un programa de estudios universitarios, la forma de la nariz o el tamaño del busto.

Si bien es cierto que en la variedad está el gusto, aparentemente el exceso de opciones puede llegar a tener efectos perniciosos para el funcionamiento del mercado y la sociedad. Demasiado de donde escoger genera ansiedad e indecisión en las personas. Inseguridad al no saber si lo que están eligiendo es lo que efectivamente estaban buscando o si, por el contrario, les hizo falta seguir buscando un poquito más.

Este nuevo fenómeno ha provocado ya ajustes en las estrategias de mercadeo de algunas empresas. Al percatarse que aparentemente hay un techo psicológico al número opciones que se puede dar a un consumidor, han comenzado a reducir el abanico de variedades que antes ofrecían, y con ello han logrado incrementar sus ventas. En otras palabras, al reconocer que hay un nivel óptimo para que el consumidor tome una decisión y genere una transacción en el mercado, estamos cambiando el paradigma, de “más es siempre mejor” a “menos puede llegar a ser más”.

Por supuesto que mucho de este fenómeno se observa principalmente en el mundo desarrollado y para un segmento de población urbana y metropolitana en Guatemala, la cual cuenta con alguna capacidad de compra – ya sea porque cuenta con ingresos altos o porque tiene posibilidades de endeudamiento – . Es por ello que bien vale la pena revisar las lecciones que nos están dejando ciertas tendencias en el consumo en otras partes del mundo. Ello nos permite revisar el tipo de consumidor en que nos hemos convertido, pero sobretodo el que estamos inculcando en nuestros hijos.

Siempre hemos sabido que elegir es un ejercicio no exento de costos. Pero ahora, al llevar la posibilidad de elegir al extremo, además nos damos cuenta que – como reza el adagio francés – demasiada elección mata la elección. Moraleja: viva simple. Quiera poco, y lo que quiera, ¡quiéralo poco!

Prensa Libre, 6 de enero de 2011.