miércoles, 24 de septiembre de 2014

A los muchachos de la derecha

“(…) con tanta desigualdad no hay democracia que funcione, ni paz que dure, ni economía que prospere.”

Como si fuera cuestión de moda, algunas de las plumas calificadas de la dilecta derecha guatemalteca continúan repitiendo una y otra vez que el problema no es la desigualdad sino la pobreza.  Además, los muchachones también siguen repitiendo que los que procuramos sociedades más equilibradas en la distribución de oportunidades y retribuciones al esfuerzo individual solamente queremos repartir pobreza y asfixiar la inversión, la iniciativa personal y la prosperidad económica.  Peor aún, algunos de ellos piensan que el discurso de la equidad en el país es oportunista porque se monta en una ola mundial.

No muchachos, no es cuestión de moda.  Tampoco es cuestión de que se nos acabó la tinta o se nos agotó el discurso.  ¡No, no y no!  Es que los efectos nocivos de la desigualdad extrema están a la vista.  La evidencia dura la tienen en la punta de sus narices, en expresiones como los movimientos sociales surgidos en Europa, Estados Unidos, y de paso también en países en desarrollo –Chile, Brasil, México y otros tantos más en la región–, todos reclamando lo mismo: oportunidades mejor distribuidas y más empleos para jóvenes. 

Pero también lo pueden ver en la evidencia de Estados que no se logran desarrollar ni cumplir con su papel, porque al no haber pesos y contrapesos suficientes caen irremediablemente en la captura y la opacidad; en economías que crecen más lentamente y de manera más errática cuando son más desiguales; en sociedades –desarrolladas y en desarrollo por igual– que no terminan de salir del bache después de 7 años de aquella profunda crisis del 2008, porque la productividad no crece debido a que las oportunidades no existen para una amplia mayoría que la podría hacer crecer de manera sostenible. 

La desigualdad extrema, así sea exclusivamente por mérito propio, es mala para la sociedad, independientemente del nivel de ingreso de las personas –es decir, el problema no es solamente pobreza–.  Desigualdad extrema es la manifestación de un contrato social disfuncional, que olvida al ciudadano por privilegiar al consumidor.  Desigualdad extrema crea un sentido de lejanía entre individuos que tienen que convivir en un mismo espacio territorial y se sienten muy diferentes entre sí.  Desigualdad extrema reduce las posibilidades de diálogo social, horizontal y balanceado, simple y sencillamente porque los pocos que tienen todo las llevan todas consigo: dinero, influencias, información, jueces, capacidad de compra, influencia en instituciones, guardaespaldas, políticos, gobiernos, todo de todo. 

La desigualdad extrema crea condiciones para burdos acarreos de gente, para que asistan a remedos de mítines políticos en donde se proclaman candidatos sin contenido ni agenda, porque no hay una masa crítica que pueda forzar una discusión distinta.  La desigualdad extrema favorece excesos de parte de funcionarios que, creyéndose concentradores absolutos del poder, lo usan para enriquecerse vertiginosa, descarada e ilícitamente, y sin que nadie pueda ponerles coto.  La desigualdad extrema alimenta desesperación, arrincona las posiciones moderadas del diálogo social y exacerba discursos radicales tanto de derecha como de izquierda, porque no permite que la movilidad social actúe como válvula de escape.  La desigualdad extrema limita y empobrece el juego político en democracia, y lo reduce a expresiones que son tan simples como ridículas –si no me cree dese una vuelta por el cartón de lotería que se está cuajando para dentro de un año–.

No se trata de asustar con el petate del muerto, como intentan hacerlo algunas plumas de derecha, cuando vuelven y nos repiten una y otra vez su misma letanía.  Es que con tanta desigualdad no hay democracia que funcione, ni paz que dure, ni economía que prospere.  Y todo eso: democracia, paz y economía próspera, son necesidades urgentísimas en Guatemala. 

Pero no importa muchachos, si les tenemos que recordar una y mil veces cosas como estas, aquí estamos varios para servirles, las veces que haga falta.  Porque cada vez más les tocará prestar la guitarra, para que en Guatemala ya no se escuche solamente su versión del corrido. 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

¿No más viento en cola?

“(…) ¿y todas estas macro tendencias por qué parece que nos son tan ajenas en Guatemala? ¿Nos aplica el mismo diagnóstico?”

La última edición de la revista The Economist hace un interesante análisis sobre convergencia económica mundial en el cual básicamente plantea que después de muchos años de bonanza y viento en cola en el mundo en desarrollo, con la reducción en tasas de crecimiento en países en desarrollo, la historia del “catch up” comienza a perder tracción.  En otras palabras, las vacas gordas enflaquecieron y con ello la ilusión de poder cerrar la brecha que nos separa de los países industrializados algún día más o menos cercano se vuelve a alejar.  

Pero además de la tesis y evidencia empírica que presenta el artículo, la nota es un buen repaso por las diferentes teorías de crecimiento que los economistas hemos manejado durante los últimos 60 años.  Desde la idea de la convergencia “a secas” entre países desarrollados y en desarrollo, pasando por versiones más cualificadas como la convergencia condicional –definida por niveles similares de capital humano  e inversión–, el papel que juegan las instituciones –en los países en desarrollo con una lógica más bien extractiva versus instituciones en países desarrollados que ven por el interés de la mayoría–, y el papel que juegan variables como el clima y la ubicación geográfica en el desempeño general de las economías.  

Volviendo al argumento central, la explicación que da para los años de prosperidad y dinamismo es una conjunción de factores: reformas de mercado implementadas en muchos de los países en desarrollo durante los años noventa, macroeconomías estables, bajas tasas de interés, altos flujos de capital, crecimiento en los precios de commodities (hecho favorable para economías dependientes de recursos naturales), intensificación del comercio global e innovaciones tecnológicas que permiten ahora cadenas de suministro más largas y complejas entre regiones y países.   

Para terminar, la nota deja plantadas lo que yo considero un par de provocaciones a analistas y hacedores de política.  La primera tiene que ver con el papel central que alguna vez se le dio al desarrollo del sector manufacturero y que en apariencia pierde dinamismo cada vez más.  Es decir, desarrollo ya no significa industrializarse sino movilizar trabajadores desde la agricultura hacia ocupaciones en centros urbanos y en el sector servicios. 

La segunda provocación la sentí casi como golpe bajo cuando leí esta frase: (sic) “muchas de las economías que se beneficiaron menos de esta última ola de convergencia son casos duros, donde la infraestructura está menos desarrollada, los gobiernos son muy corruptos, y la seguridad básica es una preocupación constante”.  (Por un momento me dieron ganas de voltear a ver hacia otro lado, pero no tenía hacia dónde más ver). 

Por supuesto que como ciudadano de un país pequeño con una economía abierta y una sociedad muy compleja, la pregunta que me hago cada vez que leo este tipo de reportes mundiales es: ¿y todas estas macro tendencias por qué parece que nos son tan ajenas en Guatemala? ¿Nos aplica el mismo diagnóstico? ¿por qué durante las últimas dos o tres décadas no hemos sido capaces de detonar nuestro propio proceso de convergencia con otras economías más desarrolladas, aunque sea por períodos cortos de tiempo? ¿Será que equivocamos la secuencia de reformas y medidas de política que debemos implementar para generar mayores y más prolongados niveles de crecimiento económico y desarrollo social? ¿Por qué nuestras elites no discuten y reflexionan más sobre tales temas?    

Pensé también en lo oportuno que sería forzar desde la sociedad civil a nuestra clase política en contienda para que nos den su lectura de estas tendencias y nos hablen de su estrategia de crecimiento económico en caso lleguen a hacerse del poder político en el próximo ciclo.  Tienen menos de un año para intentar responder, señoras y señores candidatos.  Quedamos a la espera.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Frenesí de alimentación

“Este es un ejemplo más de cómo los problemas que ocasiona la desigualdad no son cuentos teóricos ni trasnochadas de ideólogos sin cable a tierra.”

En una pequeña librería (Westminster Books) de una pequeñita ciudad (Fredericton) de un gran país (Canadá) me topé con este libro de Paul McMahon: Frenesí de alimentación.  Al hojearlo comienzo a descubrirlo, me engancho y, como suele suceder, termino comprándolo.  Es uno de los muchos títulos que pueblan la literatura sobre sistemas alimentarios, crisis de precios de alimentos, y todas las visiones que han (re)aparecido recientemente.

En esta discusión sobre el futuro de la producción de alimentos en el mundo hay dos bandos: los neomalthusianos apocalípticos que ven como única solución diezmar la población para que alcance el pan y el vino para todos, y los cornucopias devotos de la infinita capacidad humana para encontrar nuevas formas de producir cada vez más y así satisfacer las necesidades de una creciente población mundial.  Esos son los extremos, los polos del debate.  En medio nos situamos la gran mayoría, pues casi todos estamos conscientes de la necesidad de cambiar la manera de producir, distribuir y consumir alimentos.  Algunos por convicción y otros por simple pragmatismo: los precios del petróleo y de los principales commodities así como cambios en el clima nos están orillando a hacer un alto en el camino.       

Pero cualquiera sea la visión del problema, el diagnóstico casi siempre se refiere a dos elementos fundamentales: la dotación diferenciada de recursos naturales y las marcadas diferencias (desigualdades) en productividad que existe entre países y regiones del mundo para la producción de alimentos. 

Dicho esto, no voy a cometer el crimen de querer sintetizar aquí el libro.  Primero porque no se puede y segundo porque creo que no hay nada como leerlo uno mismo y formarse su propia opinión.  En lugar de eso lo voy a provocar a usted, amigo lector, con esta escandalosa comparación entre dos agricultores del siglo XXI, uno viviendo en Estados Unidos y el otro en África. 

“El agricultor americano maneja un tractor de 300 caballos de fuerza, planta semillas genéticamente modificadas, usa tecnología de posicionamiento global satelital para aplicar fertilizantes y administra una finca que se mide en cientos de hectáreas.  En contraste, cuatro quintos de todos los agricultores en el África Subsahariana solamente utilizan herramientas manuales, incluyendo un tipo de arado, porque ni siquiera pueden comprar bueyes, mucho menos tractores.  Plantan semillas de bajo rendimiento, hacen poco uso de fertilizantes industriales y típicamente utilizan la técnica de roza tumba y quema para restaurar la fertilidad de la tierra.  La granja promedio es de dos hectáreas, es decir, aproximadamente el tamaño de tres campos de futbol.  El sistema agrícola típico en África no se vería fuera de lugar en la Europa de la Edad Media o entre la población Bantu hace dos mil años”.     

Este es un ejemplo más de cómo los problemas que ocasiona la desigualdad no son cuentos teóricos ni trasnochadas de ideólogos sin cable a tierra.  Tienen manifestaciones muy concretas y consecuencias no solamente a nivel individual, sino entre países, regiones e incluso a nivel mundial.  

Condiciones de vida tan desiguales son ética, política, social y económicamente inaceptables, y no hacen sino reforzar el argumento de todos aquellos que propugnamos por sociedades más igualitarias, en donde las brechas entre los que tienen acceso a todo lo mejor y aquellos otros que no tienen ninguna opción para subsistir solamente tienen una alternativa: ¡cerrarse!     

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Institucionalidad y tecnocracia

“(…) históricamente el país ha sido muy institucional en la forma de nombrar a sus representantes ante los distintos Directorios de estas instituciones.  No han sido posiciones de botín político.”

Guatemala tiene muchos problemas.  Varios de ellos estructurales y por tanto sin mucha perspectiva de solución inmediata.  De eso hablamos casi a diario académicos, columnistas, activistas, empresarios, políticos, obreros, todo mundo.  Algunos para hacer leña del árbol caído o simplemente para jalar agua a su molino.  Otros tratando de aportar alguna que otra idea fresca que ayude a salir del atraso.  Por ratos los gobiernos nos prestan atención, y muchas veces –¡demasiadas quizás!– simple y llanamente eligen mirar hacia otro lado como que no es con ellos.  Más no por eso hay que dejar de decir las cosas, buenas y malas.  Al final, de eso se trata el diálogo social en democracia. 

Afortunadamente también hay experiencias muy positivas que orientan y estimulan al cambio.  En el sector público existen burócratas convencidos de su función social.  Hay islas de eficiencia con muy alto desempeño técnico, cosa que ha sido reconocida incluso a nivel internacional. 

Un ejemplo de ello es la representación que históricamente ha tenido el país ante organismos financieros internacionales como BID, BCIE, FMI, BM, y de análisis económico regional como la CEPAL.  En todas estas instituciones se han destacado economistas guatemaltecos de muy alto calibre como María Antonieta de Bonilla, Johny Gramajo, Edgar Balsells, Anaí Herrera, Erick Coyoy, Luis Alejos, Gert Rossenthal, Hugo Beteta, y Juan Alberto Fuentes, por citar unos cuantos ejemplos que me vienen a la mente en este momento. 

Todos ellos hacen parte de una tecnocracia bien formada y con muchísimo sentido de compromiso con su país.  Y aunque si les preguntásemos sobre sus visiones del desarrollo seguramente encontraremos posiciones diferentes, la calidad de su trabajo y su preparación técnica han permitido que Guatemala sea reconocida ante la banca multilateral como un pequeño país con dos cualidades fundamentales. 

Primero, históricamente el país ha sido muy institucional en la forma de nombrar a sus representantes ante los distintos Directorios de estos organismos.  No han sido posiciones de botín político.  Y segundo, la capacidad técnica ha tratado de primar siempre por sobre cualquier otra consideración.  Los pergaminos de todos estos servidores públicos guatemaltecos están a la vista de cualquiera.

Estas dos características, de suyo importantes, lo son aún más en países como Guatemala, que tienen una aportación de capital muy modesta en la banca multilateral.  De manera que no es sino la fuerza de las ideas y la capacidad técnica de sus representantes la principal herramienta para hacer escuchar la visión de economías pequeñas y sociedades complejas como la nuestra.   

Hago toda esta reflexión porque he escuchado rumores sobre posibles cambios en nuestra representación ante uno de dichos bancos regionales.  Y por lo mismo me parece que es importante llamar la atención de las autoridades de turno –principalmente del ministro de finanzas y del presidente del Banco de Guatemala, en su calidad de Gobernadores de dichas instituciones– sobre la importancia de mantener una tradición de alta tecnocracia, bien preparada y conocedora de los temas que ocupan a la banca de desarrollo multilateral. 

Lo que debe prevalecer es una posición institucional, criterios estrictamente técnicos y meritocráticos de selección dentro de nuestros mejores cuadros de economistas –que dicho sea de paso, ¡los hay de sobra en Guatemala!–.