viernes, 28 de septiembre de 2012

Ni de aquí ni de allá

“(…) allí nos estamos rifando el bono demográfico, la posibilidad de crecer a más del 6 ó 7% anual, las bases de la productividad del país para los próximos 20 años.”

A ese segmento de población joven que no está estudiando pero tampoco trabajando se les ha puesto el sobrenombre de “Ni-Ni” – ni estudia ni trabaja.  Sujetos que están como en un limbo social, depreciando día a día el poco capital humano que han logrado acumular.  Reflejando de la manera más cruda los fallos de un sistema educativo que los debiera estar bombardeando con conocimientos y herramientas nuevas, y de un mercado laboral disfuncional e incapaz de ponerlos a producir bienes, servicios, soluciones, y con ello generar riqueza. 

Los Ni-Ni latinoamericanos son la constatación tanto de un gasto público que puede llegar a ser muy ineficiente, como de una provisión privada, costosa y de pésima calidad.  De las imperfecciones de un mercado que contrata por recomendación más que por competencias.  Del divorcio entre las aulas y la práctica.

Pero más allá del diagnóstico, ¿se ha puesto usted alguna vez en los zapatos de estos muchachos? ¿se ha preguntado cómo se sentirán de pertenecer nominalmente a una sociedad que no tiene la menor idea de qué hacer con ellos?  Hombres y mujeres que están en la edad de formular su proyecto de vida y de dar los primeros pasos para perseguir sus sueños.  Pero que solamente encuentran callejones sin salida que los orillan a la informalidad, la migración o el ilícito.     

Muchos de ellos han hecho sacrificios enormes por comprar el derecho a educación y salud, porque les hemos repetido hasta el cansancio que esa es la (única) solución para salir de la pobreza, la ruta para encontrar un trabajo donde devenguen un salario suficiente, el recetario para llegar a ser alguien y tener algo en la vida.  Sin embargo les hemos mentido, o por lo menos no les hemos contado la historia completa.  No por mala fe, sino porque nosotros, los adultos de hoy, tampoco lo tenemos muy claro.

Un reporte de CEPAL y el Fondo de Población de Naciones Unidas, publicado recientemente en medios, es fulminante: en Guatemala un millón de muchachos guatemaltecos son Ni-Ni’s.  Y si estrujamos un poco más los datos y repartimos ese millón en subgrupos de acuerdo a su edad la situación es todavía más grave: 1 de cada 5 entre 15 y 19 años es Ni-Ni, 1 de cada 4 entre 20 y 24 años es Ni-Ni, y ¡1 de cada 3! entre 25 y 29 años es Ni-Ni.  De manera que a los clásicos determinantes de nuestra pobreza y desigualdad – habitar en territorios rurales, ser mujer y ser indígena – ahora hay que sobreponer una capa adicional, que viene a hacer todavía más complejo aún el diagnóstico de nuestro atraso: ser joven – aunque sea con alguna escolaridad – dejó de ser garantía de sueños, oportunidad y futuro.

Si fuéramos un país en donde la mayoría de su población es vieja o está en vías de serlo, quizás esto no sería tan grave.  Pero siendo el capital humano joven nuestro factor de producción más abundante, esta situación es una auténtica bomba de tiempo.  Debiéramos estar sonando todas las alarmas porque allí nos estamos rifando el bono demográfico, la posibilidad de crecer a más del 6 ó 7% anual, una reducción sostenida de la pobreza y la desigualdad, la construcción de una ciudadanía cohesionada y participativa, y las bases de la productividad del país para los próximos 20 años.  ¿Le parece poca cosa?

Más nos vale entonces poner las barbas en remojo y tomarnos un poco más en serio a estos patojos antes de que el cobro de la factura sea demasiado alto. Lo que tenemos ante nuestros ojos es ni más ni menos que una redición de la trampa de pobreza.  

Prensa Libre, 27 de septiembre de 2012.



jueves, 20 de septiembre de 2012

El relato guatemalteco

“Nos falta ese imaginario equivalente al sueño americano o al Estado de bienestar que oriente, acote, y otorgue un grado mínimo de concreción al discurso político.”

Leí hace unos días un artículo de José Ignacio Torreblanca – profesor, think tankero y columnista, como se define en la página del diario español El País – titulado “El relato”.  Fundamentalmente hace una crítica a la manera en que la clase política dialoga con sus sociedades, a cómo traslada sus mensajes y cómo interactúa con sus electores a partir de la interpretación de un imaginario social.  Ese que en los años de la posguerra se podía alcanzar a partir de una oferta política acotada, ideológicamente hablando: liberales o conservadores, socialdemócratas o demócrata-cristianos.  

Usando como ejemplo a Occidente: Estados Unidos y Europa, Torreblanca señala las consecuencias de la mutación que han tenido los partidos políticos, sacrificando claridad y coherencia en sus planteamientos en aras de capturar al votante medio y hacerse del poder.  Lo que tantas veces hemos dicho en Guatemala respecto a los comités electoreros que tenemos por agrupaciones políticas, que (sic) “en su aspiración a gobernar, están dispuestos a hacer gala de toda la flexibilidad ideológica que haga falta y, lo que es más, no solo no hacen ascos a los votos que provienen del campo contrario sino que diseñan estrategias específicas para captarlos.”

La clase política en Occidente ha cambiado de instrumento para comunicarse con su sociedad (con sus votantes).  Mientras que los políticos norteamericanos apelan con mucha fuerza al sueño americano y quién de sus líderes en contienda lo representa de mejor manera, en Europa se aferran a su Estado del bienestar y las reformas que haya que hacerle para que siga asegurando a salud, educación y una vejez digna.  En dos palabras: protección social. 

La reflexión me pareció pertinente para Guatemala – y quizás para la mayoría de latinoamericanos – en dos dimensiones. En primer lugar, por la relevancia que tiene con relación a los vehículos que usa nuestra clase política para hacerse de votos y gobernarnos.  Tanto en Occidente como en nuestro país, las ideologías parecen haber entrado en desuso para leer y proponer soluciones a nuestros problemas estructurales. 

Pero además, el agravante en el caso latinoamericano es que no se tiene un relato propio al que podamos apelar.  Nos falta ese imaginario equivalente al sueño americano o al Estado de bienestar que oriente, acote, y otorgue un grado mínimo de concreción al discurso político.  En otras palabras, los latinoamericanos ¿a qué aspiramos? ¿cuál es nuestro referente?

Probablemente mucho de esto está conectado, al menos en el caso de Guatemala, con la enorme debilidad institucional que tanto hemos señalado muchos.  Esa anorexia de nuestro Estado y sus instituciones, que no solamente tienen el efecto concreto de no ser capaz de resolver urgencias básicas como salud, educación, seguridad y justicia, sino que en un plano más abstracto, tampoco constituye referente de nada para la población. 

Por consiguiente, al carecer de ese relato nacional, lo que nos queda son referencias parciales, identidades de grupo, una colección de imaginarios más chiquitos que representan a colectivos específicos pero que no representan a la sociedad en su conjunto: indígenas, campesinos, capitalinos, militares, empresarios, etcétera. 

¿Cuál es el sueño guatemalteco – en contraposición al americano? ¿cuál es el tipo de Estado que buscamos – si no es el del bienestar a la europea? ¿cuál es la institucionalidad mínima que necesitamos para hacer viable cualquiera que decidamos sea nuestra aspiración como país?  Porque de una cosa debemos estar claros: un relato sin institucionalidad es un cascarón de carnaval – ruidoso, coloreado, pero finalmente frágil y vació de contenido. 

Prensa Libre, 20 de septiembre de 2012. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

Los temores de la izquierda

“Al final es tan nocivo una izquierda que idealiza al Estado como una que lo instrumenta para impulsar una propuesta caduca.”

Honestamente no se me ocurrió al escribir la columna de la semana pasada.  No la vi venir, como dicen los patojos.  Pero como bien me recordaron dos amigos y colegas, si hay temores en la derecha, tienen que haber también temores en la izquierda, ¿no es verdad?  Por supuesto que los hay, y es necesario reflexionar al respecto.    

Así como a la derecha más conservadora se la señala de no amar al Estado, en esta visión dicotómica de la realidad, a la izquierda más radical se le podría señalar una aversión a cualquier cosa que tenga que ver con el mercado y el gran empresariado.  Sin embargo, reflexionar solamente en esa dirección me parece muy limitado.  Aporta poco y quizás solo contribuye a profundizar la miopía con que sucede el diálogo político entre algunos grupos de nuestra sociedad.  Me parece más oportuno reflexionar en el tipo de relación que una parte de la izquierda puede tener con respecto al Estado y su papel en la economía. 

En términos de estrategia de comunicación, si tuviera que hacer el paralelismo con los dos principios atribuidos a la derecha más conservadora del país, diría que la izquierda más radical también tiene sus rasgos característicos.  El primero de ellos: desconfiar del adversario.  La estrategia del ignorar a través del silencio y el ninguneo quizás no es tan generalizada, pero sí la de desconfiar a priori.  Espera permanentemente el cambio de reglas, el incumplimiento recurrente de lo acordado, ó la táctica dilatoria en las mesas de diálogo – que en democracia se vuelve un arma letal cuando los tiempos políticos son esenciales para avanzar o descarrilar una reforma –. 

El segundo principio fue durante muchos años tirar del hilo hasta que se desgarre el poco tejido social, bajo el supuesto de que no había otra forma de reformar lo que había.  Esta visión debió cambiar producto de dos factores: internacionalmente el derrumbe del bloque soviético y localmente su derrota militar. 

El problema es que a esa izquierda le ha costado muchísimo rearmarse conceptualmente y desarrollar una propuesta económica vendible a una audiencia más amplia.  Lo que queda en el imaginario de las personas con respecto a la izquierda más radical de Guatemala es que no va mucho más allá de proponer aumentos en la tributación directa y del gasto social, y usar al Estado como un dique de contención de la iniciativa privada.   

Esta debilidad se ha transformado casi en una tara y temor, que les ha impedido granjearse la confianza de una población que padece problemas no muy distintos a los de El Salvador y Nicaragua, por ejemplo, siendo que en aquellos países la suerte con que han corrido sus izquierda es claramente distinta.   

El otro gran temor o tara que tiene esa izquierda es a renovar sus cuadros.  La democracia, que tanto les sirvió para replantear algunas de sus demandas y abrirse un espacio en el espectro político, no es algo que se asuma internamente.   Por supuesto ambas cosas van de la mano: sin cuadros renovados no hay conceptos y propuestas renovadas.   Las ideas frescas no se producen por generación espontánea. 

La competencia como concepto pareciera ser mal vista en esa izquierda, tanto en términos económicos como políticos.  De allí que el resultado solo pueda ser atomización en pequeños grupos sin mayor tracción social, con el agravante de replicar esquemas autoritarios que solo acaban el día que desaparece el caudillo. 

¿Qué pasa entonces? ¿Subyace allí un espíritu antidemocrático que les impedirá permanentemente entrar a la modernidad? ¿Subyace el iluminismo entre sus dirigentes, que les impide abrir la discusión y dejar que haya competencia de ideas y propuestas? ¿Subyace la incapacidad de superar los golpes de la historia? ¿Subyace el pecado original que obliga a esperar que cambie el protoplasma de su dirigencia para que, ojalá, las nuevas generaciones con más mundo y cancha tengan la visión de encontrar puntos de apoyo y encuentro ante una sociedad que necesita escuchar opciones frescas a problemas añejos de pobreza y desigualdad?

Al final es tan nocivo una izquierda que idealiza al Estado como una que lo instrumenta para impulsar una propuesta caduca.  En el primer caso, porque idealiza la capacidad transformadora del Estado en su estado actual.  En el segundo, porque se pone en posición de abuso de poder, haciéndose inviable política y económicamente. 

Con todo, como decía la semana pasada, al final el fortalecimiento de nuestro Estado, tanto en su dimensión de tamaño como de fuerza, es conveniente tanto para la derecha como para la izquierda de Guatemala.  Es peligroso seguir alimentando el imaginario de una izquierda incapaz de conectar con las necesidades de la población, o que solamente desde el Estado se puede transformar la realidad.  Pero eso puede cambiar, no nos equivoquemos. 

 Prensa Libre, 13 de septiembre de 2012.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Los temores de la derecha


“(…) el fortalecimiento de nuestro Estado es conveniente tanto para la derecha como para la izquierda de Guatemala.”

En una nota publicada el domingo pasado en elPeriódico, el Profesor Edelberto Torres-Rivas hace una pregunta directa y fulminante: ¿por qué la derecha no ama al Estado?  Muchos quisiéramos saber la respuesta, pero lamentablemente creo que ni Torres-Rivas ni el resto de guatemaltecos tendremos la oportunidad de escucharla.  Fundamentalmente porque la derecha en Guatemala opera bajo dos principios tácitos en su estrategia de comunicación. 

El primero: ignorar al adversario.  Restar fuerza a sus argumentos por la vía del silencio, con lo cual nos recuerda que las voces disidentes no tienen espacio ni méritos suficientes como para dedicar tiempo de aire o tinta en prensa y entrar en una discusión.  Lamentablemente con tal actitud perdemos todos como sociedad.  El diálogo de sordos se instala y con ello se deprecia la calidad del debate. 

El segundo principio: no halar el hilo más de la cuenta.  No sea que se deshilache el poco tejido social.  En este caso significa no responder la primera pregunta, porque ello necesariamente implicaría responder una segunda y quizás una tercera, todas progresivamente más complejas y difíciles de explicar y sostener ante una audiencia más amplio y ajena a sus intereses.      

En ambos casos la racionalidad es la misma: mantengámo(no)s cada mico en su columpio, sin cambiar la topografía del terreno.  El conservadurismo ha de prevalecer.  Los cambios, si no hay otra solución, que sean los menores, y mejor si se van implementando cual ejercicios de estática comparativa: moviendo una variable a la vez.  Ello mantiene el orden, su orden.  Como botón de muestra la más reciente oposición a iniciativas de diálogo amplio y vinculante de nuestro contrato social, aunque hay otros ejemplos por supuesto.  

El problema es que esta estrategia de la derecha más conservadora se hace cada vez más cuesta arriba.  Los planteamientos dicotómicos han sido más que superados por esquemas que plantean complementariedades, ampliamente reconocidas y documentadas por lo demás, en donde el accionar de lo privado para generar riqueza y bienestar solamente es posible en un marco de bienes públicos y un contrato social que atienda necesidades y aspiraciones de las mayorías.  Ante la caricatura del Estado y el mercado en un juego de suma cero, como bien apunta Torres-Rivas, (sic) “ya se concluyó hace tiempo que son dos instituciones fundamentales necesariamente complementarias en la dinámica social, en una relación variable según los tiempos”.

Lo curioso es que esa relación simbiótica que se niega hacia adentro se reconoce y utiliza para su beneficio hacia afuera.  No de palabra, claro está, porque hay que mantener una consistencia mínima en el discurso, pero sí de hecho.  Por ejemplo, en la formación de cuadros dirigenciales y de su intelectualidad.  Allí sí salen a jugar en una cancha global, compartiendo espacios con el centro y la izquierda, pues todos los que hemos tenido la oportunidad de procurar para sí y para los nuestros una mejor educación, moderna y con exposición a realidades y arreglos sociales distintos, lo hemos hecho, sin excepción, en sociedades en donde la presencia – en tamaño y fuerza – del Estado es mucho mayor que en Guatemala.

¿Qué pasa entonces? ¿Subyace el temor a la institucionalización de derechos (entitlements) que vienen asociados a un gasto público social cada vez mayor?¿Subyace el temor a un despilfarro y abuso de la función pública? ¿Subyace el temor a una competencia mayor, producto del crecimiento de una clase media y media alta, de un nuevo empresariado pequeño y mediano que hoy opina y expresa sus disensos, y que quiere competir en igualdad de oportunidades con grupos sociales y económicos históricamente favorecidos y consolidados al amparo de ese mismo Estado que hoy desnudan y mal nutren? 

Por fortuna, muchos de esos temores se pueden esfumar con normativas que garanticen transparencia y eficiencia, con una inversión fuerte en formación y remuneración de servidores públicos que den visión y sentido estratégico a las acciones estatales.  Otros de esos temores, sin embargo, me temo que no tienen solución.  La derecha más conservadora tendrá que aprender a superarlos o desaparecerá, pues Guatemala debe seguir transitando en su proceso de apertura, transformación social y modernización. 

Al final, el fortalecimiento de nuestro Estado, tanto en su dimensión de tamaño como de fuerza, es conveniente tanto para la derecha como para la izquierda de Guatemala.  Ya hay demasiados recursos que hoy se canalizan privadamente, no porque sea la forma socialmente óptima de hacerlo, sino porque no existen condiciones para una provisión pública con calidad y equidad.  Pero eso puede cambiar, no nos equivoquemos. 

Prensa Libre, 6 de septiembre de 2012.