viernes, 4 de septiembre de 2009

Demasiado débil para sonreír

“El problema es que muchos de nuestros patojos se las baten entre el marasmo, el Kwashiorkor, y el trabajo infantil. Y así no hay juventud que valga. Tenemos asegurado un ejército de adultos inútiles e improductivos para las próximas dos décadas”.

¿Leíste el artículo en The Economist sobre tu país?, fue la pregunta que me hizo ayer por skype un amigo, profesor de economía del desarrollo en Canadá. Sí, lo hice, gracias. Al colgar me quedé pensando que Guatemala, hace muchos años, dejó de ser el país de la eterna primavera.

Hemos optado por ser el país de la eterna in-conclusión. Incapaces de consolidar una democracia mucho más allá del formalismo electoral de asistir a las urnas cada cuatro años a rayarle la cara a fulano o mengano. Mucho menos tener una discusión en el parlamento con mínimos modales – sería ya demasiado pedir que fuera intelectualmente de altura –. Y de la reforma fiscal, mejor ni hablar y cambiemos de tema.

Un sector privado desconfiado por naturaleza e históricamente empecinado en no hablar seriamente de impuestos, quizás por temor a perder un milímetro de su metro cuadrado en un mundo que para muchos comienza en el Suchiate y termina en el río Paz… ¡Dios nos libre de levantar la cabeza para intentar ver qué pasa detrás del cerco!

Universidades que intentan remediar (a veces remedar) colegios. Liderazgos políticos y religiosos que datan de los años setenta y ochenta, en un país en donde la juventud debiera ser la nota distintiva que haga vibrar el diálogo nacional. El problema es que muchos de nuestros patojos se las baten entre el marasmo, el Kwashiorkor, y el trabajo infantil. Y así no hay juventud que valga. Más bien, tenemos asegurado un ejército de adultos inútiles e improductivos para las próximas dos décadas. En suma, una elite que no mucho sabe serlo y un país ávido de dirección.

Debiéramos estar hartos de estar contando pobres siendo un país rico, ¡pero no! Debiéramos estar hasta la coronilla de que nos coloquen en el sótano del desarrollo en América Latina, y de que nos comparen con sociedades mucho más fragmentadas y disfuncionales; con países mucho más limitados de recursos humanos y naturales, en donde el atraso se explica por la escasez.

Aquí, en cambio, la pobreza y la desigualdad se explican por una maldita abundancia. Que nos impide reconocernos como iguales ante la ley y en derechos, y que se queda taponada en varios recodos de la tubería social. Bonanza que deja caer un tupido velo sobre los ojos de los con-oportunidades, cerrando filas para que no pase ni uno solo de aquellos que viven en el sótano 2 del edificio de cinco pisos que magistralmente diseño Edelberto Torres Rivas.

Lo peor de todo es que todavía nos hace falta tocar fondo. El lodazal no nos llega más que a las rodillas. Así que abróchese el cinturón paisano, porque el jalón va a ser más brusco todavía. Con esos niveles de miopía ante problemas del tamaño de un elefante, no nos extrañe que el país se nos caiga en pedazos a la vuelta de la esquina. Afortunadamente tenemos formas para escoger como queremos la implosión: violencia urbana, narcotráfico, desnutrición, pobreza, ¡usted escoja!

Mire, por favor deje de decir esas cosas, que lamiéndonos las heridas no salimos del hoyo, me dirán algunos. De acuerdo, pero negándolo con el silencio tampoco. Ahora lo último que nos faltaba era otra crisis alimentaria en oriente. Esa pega más duro y duele más que la recesión económica o el descalabro de Wall Street porque es esencialmente inmoral.

Nos han diagnosticado hasta el cansancio expertos nacionales y extranjeros. Entendemos cuáles son y dónde están los problemas. Sabemos cuánto nos cuesta entrarle a resolverlos, y lo que es peor, también sabemos que sí tenemos los recursos financieros para poder levantarnos. Pero eso no va a pasar (al menos no en lo inmediato). La descalificación entre guatemaltecos está tan arraigada en el inconsciente colectivo, que solamente una sacudida mayúscula nos hará entrar en razón.

Lo siento por el desahogo público. Pero enerva andar en boca del mundo (literalmente) por las razones equivocadas. Sobretodo habiendo tantas otras cosas de que sentirnos orgullosos de ser chapines. No se vale que nuestros niños tengan solamente dos opciones: morir de hambre con los músculos de la cara demasiado débiles para sonreír, o salir a trabajar para medio irla pasando. En cualquier caso, nuestro futuro sigue hipotecado.

(Prensa Libre, 3 de septiembre de 2009)