jueves, 26 de marzo de 2015

El cartón de licenciado

“(…) siendo Guatemala un país de jóvenes, la formación y gestión de nuestros talentos debiera ser prioridad nacional.”

Todos los años por estas fechas las universidades americanas despachan cartas de admisión y-o rechazo a los graduandos de secundaria. Un proceso que cada vez más se ha convertido en una suerte de psicosis colectiva, mezcla de angustia y frenesí que comparten tanto los jóvenes como sus padres. 

Al respecto, dos interesantes artículos aparecieron publicados recientemente.  Uno de Robert Reich, secretario del trabajo durante la administración Clinton; y otro de Frank Bruni, autor de un libro titulado “Where you go is not who you will be: an antidote to the college admissions mania”.      

Un fenómeno muy propio de la sociedad norteamericana.  En realidad de su clase media, que con los años ha idealizado la educación superior como ese pase o garantía que le dará a los jóvenes una vida próspera, feliz y bien remunerada.  Pero que cada vez más deja de ser cierto pues los tiempos han cambiado, y las cosas ya no son tan lineales como muchos creen o quisieran. 

Para comenzar, el costo de las universidades en dicho país puede llegar a tal magnitud que obliga a padres a ahorrar con muchos años de anticipación, y-o a jóvenes a tomar préstamos enormes para costear sus estudios.  Hay pues una inversión de recursos muy importante, que se hace bajo el supuesto de que los retornos a ese grado académico serán suficientemente altos para repagar deudas, reconstruir ahorros, y además vivir mejor que la generación anterior. 

Tenemos individuos y hogares tomando decisiones de inversión en capital humano sobre la base de información equivocada, incompleta, o que en el mejor de los casos ha dejado de ser válida en el mundo actual.  Porque ya no es verdad que al final del túnel los está esperando un empleo estable, decente y bien remunerado.  De hecho, un estudio del Banco de la Reserva Federal de Nueva York señala que 46% de los graduados de universidades se desempeñan en trabajos que no requieren estudios superiores.  ¿Y entonces?  

Hasta hoy son básicamente dos los supuestos que explican este comportamiento de hogares con hijos en edad escolar.  Primero, la creencia de que existe una relación lineal (ojalá exponencial) entre educación y remuneración.  Y segundo, la apuesta a que, aún y cuando dicha relación no se cumpla para todo el mundo, para aquellos afortunados que logren ingresar a universidades de cierto prestigio, las conexiones que harán serán un activo tanto o más importante para la inserción laboral futura.      

El problema es que la ruta “más educación formal, mayor productividad, salarios altos”, no sucede siempre; y la ruta “escuela prestigiosa, red de contactos, mejores trabajos futuros”, no puede generalizarse a toda la sociedad porque depende de la reputación de la escuela a la que el joven logra ingresar.  Y como por definición la oferta de tales escuelas es menor que la demanda, automáticamente se genera un proceso de exclusión que inhibe el poder igualador de la educación al hacer más costosos los procesos de búsqueda de empleo.

Esta discusión que parece tan de primer mundo, con algunos ajustes es igualmente válida para un país como Guatemala.  ¿Por qué?

Primero, porque somos una sociedad con enormes desigualdades, y la educación superior es una de las muchas formas en que hemos profundizado estas brechas.  Segundo, porque siendo Guatemala un país de jóvenes, la formación y gestión de nuestros talentos debiera ser prioridad nacional.  Tercero, porque así como el caso norteamericano está indicando que la formación superior ya no es panacea, con mayor razón en Guatemala debiéramos pensar en una estrategia de generación de capital humano que adopte diferentes formas, en vez de insistir en la receta única del cartón de licenciado.

No hay que olvidar que América Latina comenzará a agotar su bono demográfico hacia el 2020.  Y aunque Guatemala tendrá todavía entre 10 y 20 años más, bien que nos haría aprender de lo que están viviendo otras sociedades más avanzadas y enfocarnos en una estrategia que invierta recursos en educación de manera diferenciada. 

jueves, 19 de marzo de 2015

Ladrándole al árbol equivocado

“(…) empresas que dependen de una fuerza laboral retribuida con salario mínimo no son precisamente los motores que una economía que necesita para crecer, innovar y añadir valor.”

La propuesta del gobierno de tener salarios mínimos diferenciados ha provocado una encendida discusión en varios círculos.  Así lo sugieren varias columnas de opinión, entrevistas a distintos actores, y comentarios en redes sociales.  Pocos temas son tan repetitivos tanto en contenido como en falta de definición y acuerdo.  Y como dicen que tanto va al cántaro el agua que quizás algún día se llene y rompa, pues aquí lanzo yo también mis cinco len a esta conversación.   

Para comenzar, al escuchar los argumentos de unos y otros me parece que en vez de uno estamos tratando de hablar de dos problemas. 

El primero tiene que ver con absorción de mano de obra.  Es decir, hay más trabajadores ingresando a la fuerza laboral que número de empleos generados.  Un fenómeno que además se agudiza en países con una estructura demográfica como la guatemalteca, donde aún estamos disfrutando –en realidad malgastando– el bono demográfico.  El segundo problema tiene que ver con el nivel que queremos dar a esa retribución mínima que la ley garantiza a cada trabajador. 

Y aunque están relacionados absorción con nivel salarial, no son lo mismo.  Por eso mezclar salario mínimo con creación de empleo más que aclarar enreda. 

En un país como Guatemala, la baja creación de empleo se explica mucho más por cosas como infraestructura inadecuada, institucionalidad débil, inseguridad, violencia, baja calidad en la formación técnica y profesional de nuestra mano de obra, y una limitada capacidad de nuestro empresariado para adoptar tecnologías; y mucho menos por el nivel al cual se fija el salario mínimo.  De hecho, empresas que dependen de una fuerza laboral retribuida con salario mínimo no son precisamente los motores que una economía necesita para crecer, innovar y añadir valor a largo plazo.  Luego decir que a menor salario mínimo se generan más empleos es un argumento que no se sostiene mucho que digamos.    

Por otra parte, el significado que tiene el salario mínimo no es solamente su valor monetario.  El salario mínimo es también la expresión concreta de un acuerdo al que la sociedad y sus actores económicos y políticos llegan para decirnos “nadie debe emplear su tiempo y recibir un pago inferior a x”.      

Es un piso mínimo, al igual que lo son muchos otros elementos que definen cualquier contrato social, como por ejemplo los sistemas de educación y salud públicas, los sistemas de pensiones y los sistemas de protección social.  Es decir, el salario mínimo forma parte de esa red de garantías sociales y económicas que los guatemaltecos estamos dispuestos a darnos unos a otros.  

Entonces, ¿por qué empecinarnos en bajar aún más el nivel y desmantelar nuestro ya débil contrato social en vez de invertir capital político y económico en atender las verdaderas barreras a la productividad, innovación y generación de empleo formal que tanto necesita Guatemala? 

Al final, ¿qué porcentaje de la población se emplea por un salario mínimo? No lo sé, pero sí sé que más o menos tres cuartas partes de nuestra población se emplea en la informalidad y menos de un 5% cuenta con algún tipo de estudios universitarios.  Me atrevería a decir entonces que nos estamos asustando con el petate del muerto, pues tampoco es el volumen de trabajadores afectados por el nivel del salario mínimo lo que debe motorizar esta discusión.  

Ahora bien, olvidémonos de todos estos argumentos y llevemos la propuesta al límite.  Es decir, supongamos que a partir de mañana cada municipio puede fijar su propio salario mínimo –porque me imagino que la idea del gobierno no era dejarnos con una simple experiencia piloto, en donde un pushito de municipios juegan con reglas distintas a las de todo el resto–.  Ello implicaría que cada municipio tendría que tener la capacidad de negociar y lograr acuerdos, lo cual sabemos que no es así de sencillo.  No pasa ni siquiera a nivel nacional, mucho menos en espacios locales en donde presumiblemente las asimetrías entre actores y riesgos de captura del proceso serían todavía más agudas. 

Para terminar, me parece que lo rescatable de todo esto es darnos cuenta que poco a poco nos vamos orillando a tener que reabrir un diálogo nacional mucho más amplio y complejo, que redefina las bases sobre las cuales queremos seguir viviendo en sociedad.   El sistema político y muchas de las instituciones económicas que de él derivan han dado ya muestras de total agotamiento. 

Pero mientras ese momento llega, por ahora ¿no será que le estamos ladrando al árbol equivocado?

jueves, 12 de marzo de 2015

Crónica de una pobreza anunciada

“Estos son los pobres crónicos de la región.  Personas que nacieron, crecieron, se reprodujeron y murieron pobres.”

Ahora que están de moda los análisis y las especulaciones por el desacelere económico en la región todo mundo recuerda las bondades de los años maravillosos.  Esa primera década del siglo XXI en la que América Latina tuvo un período de crecimiento económico robusto (2.5% anual en promedio), reducción de pobreza como nunca antes se había visto (16 puntos porcentuales cayó la pobreza general y 12 la pobreza extrema), mejoras sustantivas en la distribución del ingreso (cinco por ciento de reducción en el índice de Gini), y un aumento de la clase media (pasó del 23 al 34% de la población de la región).  Y todo esto en promedio.  Es decir, hubo países que tuvieron desempeños aún mejores.  

Como es normal, los análisis de mediano y largo plazo tienen que esperar un tiempo para poder acumular evidencia y tratar de observar ese bosque que en la coyuntura se nos pierde de vista por tener el árbol enfrente.  Hace un par de días los colegas del Banco Mundial –Renos Vakis, Jamele Rigolini y Leonardo Luchetti– publicaron un interesantísimo trabajo titulado “Los olvidados, pobreza crónica en América Latina y el Caribe”. 

Una mirada creativa en su método y formas de estrujar los datos para tratar de identificar a esos pobres que Rubén Katzman había bautizado ya desde 1989 como “pobres crónicos”, para diferenciarlos de aquellos otros que enfrentaban tal condición de manera transitoria o inercial.  Hoy, con métodos cuantitativos más sofisticados, el tema vuelve a estar sobre el tapete, y nos da un jalón de orejas muy fuerte a los guatemaltecos, que claramente tenemos una papa hirviendo en las manos.   

El mensaje principal del documento es brutal: uno de cada cinco latinoamericanos o alrededor de 130 millones de personas no han conocido nada distinto a la pobreza, subsistiendo con menos de US$4 al día a lo largo de sus vidas. Estos son los pobres crónicos de la región.  Personas que nacieron, crecieron, se reprodujeron y murieron pobres.  Una población que ni de oídas supo de las mieles del crecimiento económico y tampoco les llegó la ambulancia de la protección social. 

En un extremo del espectro está Uruguay con menos del 10%  de pobreza crónica, y en el otro está Guatemala con la tasa más alta de toda Latinoamérica (¡50%!).  En otras palabras, la mitad de nuestra población pobre no ha podido mejorar su condición durante una década de bonanza; y, como en la muerte de Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario: nadie dijo, ni dice, ni hizo, ni hace nada.  

Pero además, este nuevo análisis de la pobreza crónica en la región nos revela que ya es un fenómeno que afecta tanto al medio urbano como rural.  De hecho, en algunos países –Chile, Brasil, México, Colombia y República Dominicana– el número de pobres crónicos urbanos es mayor que el de pobres crónicos rurales.  No es el caso de Guatemala, pues seguimos siendo de los países más rurales en un continente que es mayoritariamente urbano. 

Y por si no fuera ya suficiente, el estudio confirma una vez más eso que tanto hemos dicho y repetido por años: el crecimiento económico no ha bastado para sacar a los pobres crónicos de la pobreza, ya que (sic) “los países con las tasas más altas de pobreza crónica fueron los que menos crecieron.  Por ejemplo, Guatemala creció menos del 1% al año y aproximadamente el 50% de la población inicialmente pobre permaneció en la pobreza en el 2012.” 

Con tanta y tan contundente evidencia uno esperaría que buena parte del debate nacional estuviera enfocado hacia la manera de revertir estos números nefastos, que no son otra cosa que la crónica de una pobreza anunciada.  Pero de nuevo, nadie dijo, ni dice, ni hizo, ni hace absolutamente nada.    

miércoles, 4 de marzo de 2015

¿Cambios de fondo en el Fondo?

“(…) encontrar puentes que conecten el discurso macroeconómico de estabilidad y crecimiento con una agenda microeconómica de un bienestar que necesita distribuirse de manera más amplia.”

En septiembre de 2013 el Fondo Monetario Internacional (FMI) publicó un documento titulado “Women, work, and the economy: macroeconomic gains from gender equity”.  Y el mes pasado han vuelto sobre el tema con otro artículo titulado “Fair play: more equal laws boost female labor participation”. 

Esa institución que en el pasado se construyó una fama de policía macroeconómico del mundo en desarrollo, con sus temidas misiones y recomendaciones de política, planes de ajuste estructural y férreas condicionalidades para que los países más atrasados pudieran acceder a financiamiento, de repente como que da una vuelta de gato y comienza a reflexionar sobre temas fuera de su libreto.  No es la primera vez que nos sorprenden, gratamente debo decir, con publicaciones que le hablan de manera más directa a un público no tradicional.  Recordemos aquel otro artículo aparecido hace un año, sobre los efectos de la desigualdad sobre el crecimiento económico, que levantó tanto polvo porque puso sobre el mismo tapete el tamaño del pastel y la manera de cortarlo y repartirlo. 

Pero volviendo a los dos artículos sobre género, la revisión de literatura que el FMI ha hecho en estos documentos es muy sugerente en términos de los efectos económicos de la exclusión y desigualdad en la participación de la mujeres en los mercados laborales.  Basten algunos datos para poner en contexto el tema. 

Así, la evidencia nos dice que las mujeres representan hoy por hoy más de la mitad de la población mundial, el 40% de la fuerza laboral del planeta, la mayoría del trabajo no remunerado en el mundo. Además dedican dos veces más tiempo que los hombres a las tareas domésticas y cuatro veces más tiempo al cuidado de los niños.  En el trabajo a tiempo parcial y autoempleo están sobre representadas, generalmente ganan menos que los hombres, están sub-representadas en cargos de elección popular así como en posiciones de alta gerencia en grandes corporaciones. 

Están sobre representadas en la economía informal así como entre la población pobre, y su tasa de participación en los merados laborales alcanza solamente el 50%.  En Centro América las mujeres participan 35% menos que los hombres en el mercado laboral –en la OECD este indicador es del 12%–, y en Guatemala ganan entre un 30 y 40 por ciento menos aunque tengan las mismas calificaciones.   Las pérdidas atribuibles a esta brecha de género en los mercados laborales puede alcanzar hasta 27 puntos del producto interno bruto en ciertas regiones.

Con ese diagnóstico, es evidente que la asignación de nuestro recurso humano es subóptimo.  Y por tanto, hay un papel para políticas públicas mucho más agresivas en materia de inclusión y género.  Concretamente la política fiscal, pero sobre todo la política social, tienen mucho espacio para tratar de corregir tal situación.  Es allí que debe darse la batalla para una mayor equidad al momento de diseñar esquemas de pre y post natal, sistemas de educación prescolar, y esquemas de cuidados infantiles que permitan a ambos padres integrarse a la fuerza laboral.  Pero también se puede incidir en el diseño de políticas de fomento productivo que procuren a mujeres un mayor acceso a financiamiento, insumos productivos y tecnología.      

En un plano más estratégico, me pregunto si la llegada de Christine Lagarde tiene algo que ver con este brote analítico del FMI.  Quién sabe.  Lo interesante y positivo es que poco a poco estas instituciones globales, otrora tan criticadas por su lejanía con el ciudadano promedio, hacen un esfuerzo por encontrar puentes que conecten el discurso macroeconómico de estabilidad y crecimiento con una agenda microeconómica de un bienestar que necesita distribuirse de manera más amplia.  

De seguir en esa senda seguramente irán recuperando terreno, credibilidad y legitimidad ante una sociedad civil que también está evolucionando, que se mantiene informada y alerta de lo que sucede en el mundo entero.  Una sociedad mundial que agradece y utiliza estos pequeños bienes públicos que se generan desde los centros del poder político porque abren espacios para debatir problemas muy concretos y fundamentales como la inclusión.