miércoles, 26 de febrero de 2014

La ilusión óptica de los MIC

“¿Por qué al nivel micro complejizamos y al nivel macro simplificamos al extremo?”

En los últimos días he participado en una serie de discusiones sobre desarrollo rural, su financiamiento, diseño de proyectos para pequeños productores y sus organizaciones, formas de evaluar su efectividad, diseño de institucionalidad pública para atender al sector, espacio para hacer alianzas con el sector privado, etc.  Francamente han sido horas muy refrescantes escuchando y debatiendo con colegas que están, como dicen los patojos, rifándose el físico, en realidades tan disímiles como Etiopía, Nepal, Afganistán, Haití, Egipto, Guatemala, India, Brasil, y tantos otros lugares que siguen alojando a la mayoría de la población rural pobre del mundo. 

De manera recurrente surge la reflexión de cómo el crecimiento económico no es condición suficiente para una reducción sostenida y sustantiva en los niveles de pobreza rural, a menos que venga acompañado de otras condiciones complementarias.  Por ejemplo, una sociedad civil con capacidad de organizarse alrededor de una actividad productiva y poder además expresar sus demandas ante autoridades locales, gobiernos nacionales y sub nacionales con un mínimo de institucionalidad y presencia en los territorios, disponibilidad de recursos fiscales para hacer inversiones físicas en pequeñas y medianas obras de infraestructura que abaraten costos de producción y comercialización de pequeños productores, un sector privado con capacidad de relacionarse con esa dinámica economía rural que produce y necesita canales de acceso a mercados mayores, y políticas públicas que medien y faciliten estas múltiples interacciones. 

Al mismo tiempo, llama poderosamente la atención esa visión dual que se ha cultivado en instituciones financieras y foros internacionales.  Por una parte son capaces de analizar la complejidad de variables que toman parte en procesos de desarrollo, crecimiento, reducción de pobreza y desigualdad; y por la otra, pueden son absolutamente simplistas al momento de clasificar países y regiones, utilizando conceptos que contradicen esa misma realidad dinámica y compleja. 

Las categorías entre países de renta baja, países de renta media (MIC, por sus siglas en inglés), y países de renta alta es un caso concreto.  Una métrica que esencialmente responde al ingreso por habitante, que a su vez es una media derivada del tamaño de la economía.  Es decir, allí no vale ninguna otra cosa más que el PIB.  Y entonces, ¿en qué quedamos? ¿Por qué al nivel micro complejizamos y al nivel macro simplificamos al extremo? 

Conceptualmente este casillero no dice ni aporta mucho.  En términos concretos, el efecto que tiene clasificar un país como MIC son las condiciones financieras a que puede acceder a créditos y asistencia técnica, y la disponibilidad total de recursos que le pueden ofrecer las instituciones financieras internacionales y-o agencias de cooperación bilateral. 

Pero no es que en los MIC haya menos pobres que antes.  De hecho, en ese grupo de países viven el 70% de los pobres del planeta.  De manera que si lo que se busca es acercar recursos cada vez más escasos a aquellos territorios que más los necesitan sería mucho más útil y representativo incorporar otras métricas como cohesión social, desigualdad territorial, movilidad social, o número de hogares y personas en condición de vulnerabilidad, por citar solamente algunos ejemplos.    

El concepto de MIC hay que cambiarlo por otro más informativo.  Así como está no es más que una ilusión óptica.

Prensa Libre, 27 de Febrero de 2014.

miércoles, 19 de febrero de 2014

¿Qué mueve a la desigualdad?


“Apuntarle a la cohesión social y la estabilidad política y económica parecieran ser tres objetivos nacionales que hacen sentido en el mediano y largo plazo.”

Hace unas pocas semanas el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo presentó su informe “Humanidad Dividida: ¿cómo hacer frente a la desigualdad en los países en desarrollo?”.  Aunque muchos de los mensajes ya se han recogido antes en esfuerzos similares hechos por otros organismos nacionales e internacionales, vale la pena repasar dos o tres.  Porque como bien decía un antiguo profesor que tuve en la universidad: la repetición es la madre del entendimiento.  

El primero es la evidencia de las últimas dos décadas.  Tres ejemplos tomados del informe ilustran con mucha claridad la dimensión e importancia del fenómeno de la desigualdad: 1) el producto interno bruto per cápita en países de ingresos bajos y medios ha aumentado más del doble en términos reales desde 1990; 2) el 1% de la población más rica del planeta posee en torno al 40% de los activos mundiales, mientras que la mitad más pobre no tiene más de un 1 por ciento; y 3) como promedio, y teniendo en cuenta el tamaño de la población, la desigualdad de ingresos aumentó un 11 por ciento en los países en desarrollo entre 1990 y 2010.  En otras palabras, los países en desarrollo –club al cual pertenece Guatemala– han crecido en términos reales, pero dicho crecimiento se sigue concentrando en unos pocos hogares. 

El segundo mensaje es la identificación de factores externos e internos que han favorecido este aumento en desigualdad.  Por una parte tenemos manifestaciones concretas de la globalización como la integración financiera regulada inadecuadamente o procesos de liberalización del comercio, que han privilegiado retornos al capital (factor de producción con mucha movilidad entre países y sectore) sobre los retornos al trabajo (factor de producción con mucho menos capacidad de desplazarse en busca de mejores oportunidades de negocio).  Y por la otra, decisiones de política interior tales como el debilitamiento de las instituciones del mercado laboral, reducción de inversiones públicas en educación, salud y protección social; pero también barreras económicas, sociales y culturales que dificultan la participación política de varios segmentos de la población.

Así, son una multiplicidad de factores que han contribuido a que hoy seamos más desiguales que antes.  Comprender esto es fundamental al momento de hacer un diagnóstico y recomendación de política en determinado país.  De la misma manera que remachamos las múltiples dimensiones que tiene la pobreza, con el fenómeno de la desigualdad pasa exactamente lo mismo: no hay que mirar solo el ingreso.   

Finalmente, el tercer mensaje tiene que ver con la desmitificación de que los países en sus primeras fases de desarrollo económico necesariamente tienen que pasar por un aumento de desigualdad que luego se revierte (hipótesis de Kuznets).  No hay tal.  De hecho, hay ejemplos de países que han logrado crecer y reducir desigualdad, aun partiendo de un nivel de ingreso bajo. 

De lo anterior se deduce que es en la mezcla de tres ingredientes –crecimiento económico, políticas públicas y participación ciudadana–, donde reside la posibilidad de articular procesos de mejoras en la equidad y el bienestar material de la población.  Apuntarle a la cohesión social y la estabilidad política y económica parecieran ser tres objetivos nacionales que hacen sentido en el mediano y largo plazo. 

Pensar el desarrollo en clave de equidad, si bien es cierto puede ser más complejo, seguramente generará resultados mucho más sostenibles, deseables, y defendible por la mayoría de todos nosotros. 

Prensa Libre, 20 de febrero de 2014. 
 

jueves, 13 de febrero de 2014

Jalando el hilo de la productividad


“(…) en los últimos treinta años la única opción que hemos tenido los latinos para tener más plata en la bolsa es dedicarle más tiempo al trabajo y menos a otras cosas.”

El deseo natural de mejorar el nivel de bienestar personal y familiar es algo en lo que todos podemos estar medianamente de acuerdo.  Y el hecho de que en el mundo actual ese bienestar tiene un costo monetario y para poder pagarlo hay que disponer de algún ingreso, también. 

Por eso nos educamos, procuramos construir un historial laboral más o menos interesante, construimos y mantenemos redes de amigos, colegas y conocidos.  Porque implícitamente sabemos que es una combinación de estos tres factores (educación, experiencia y capital social) lo que determina el espacio de crecimiento en ese mercado laboral al que finalmente nos insertamos, así como el perfil de ingreso al que podremos aspirar en nuestra vida útil. 

No hay que olvidar que para la gran mayoría de la población – clase media, media baja y baja – es el ingreso laboral el mayor aporte al ingreso total de su hogar.  Y como decía al principio, siendo que buena parte del bienestar se adquiere con ingreso, entender cómo puede crecer esa porción (ingreso laboral) es del mayor interés para cualquiera de nosotros. 

Dicho lo anterior, también hay que decir que, además de los factores descritos, al final nuestro ingreso resultará de una combinación de otras dos variables: cuántas horas al día podemos dedicar al trabajo (cantidad de trabajo) y cuánto podemos producir por cada hora trabajada (calidad de trabajo o productividad).  

Siendo los países una agregación de personas, hogares, y comunidades, esta lógica individual se puede extrapolar.  Así, al igual que las personas, también observamos países en donde su mano de obra trabaja en cantidades y calidades distintas, lo cual explica el tipo y ritmo de crecimiento económico que tienen.  

En noviembre del año pasado la CEPAL publicó un muy interesante artículo de Claudio Aravena y Juan Alberto Fuentes Knight titulado “El desempeño mediocre de la productividad laboral en América Latina: una interpretación neoclásica”.  Allí los autores hacen una descomposición de lo que explica el valor agregado (crecimiento) de la región desde 1981 al 2010 y abren con una aseveración muy provocadora: “para el conjunto de los países analizados [el crecimiento] se explica por el aumento de las horas trabajadas, mientras que la productividad laboral se redujo en -0.3%”. 

En otras palabras, en los últimos treinta años la única opción que hemos tenido los latinos para tener más plata en la bolsa es dedicarle más tiempo al trabajo y menos a otras cosas que también pueden generar bienestar. 

Por supuesto que hay importantes diferencias por países, como también cambios a lo largo del tiempo.  De hecho, al escarbar un poco más los datos aparecen cambios década a década.  Por ejemplo, una caída clarísima en productividad laboral durante los años ochenta –nuestra mal recordada década perdida–.  Allí se ven los costos de aquel ajuste estructural, cuando optamos por contener – y muchas veces reducir – la inversión pública en educación y salud para poder cuadrar las cuentas fiscales y recuperar estabilidad macroeconómica.  Y una paulatina recuperación de la productividad laboral en los noventa, que se hace más clara en los dos mil.

Hay muchos otros hallazgos interesantes en el artículo, desde metodológicos hasta conceptuales.  Lectura recomendable para cualquiera que tenga interés en seguir profundizando sobre el tema.  

En cualquier caso, debemos estar claros que la productividad laboral es un fenómeno de lenta transformación pero fundamental para cualquier discusión seria sobre crecimiento robusto y sostenible.  Sin duda alguna es un hilo que tenemos que seguir jalando en Guatemala.      


 

miércoles, 5 de febrero de 2014

Estabilidad, estancamiento y esquizofrenia


“(…) tenemos hoy países macroeconómicamente estables llenos de hogares económicamente vulnerables.”

La semana pasada tuve la oportunidad de escuchar algunos análisis hechos por especialistas mexicanos sobre el desempeño económico y social de su país y los retos que tiene su política social a futuro.  Uno de los expositores fue el Profesor Rolando Cordera, académico de la UNAM de muy amplia y reconocida trayectoria.  Por la naturaleza y relevancia del tema para Guatemala y otros países de la región, me permito aquí retomar y extrapolar dos de las varias ideas que compartió con nosotros. 

La primera tiene que ver con los efectos que el ajuste estructural tuvo en aquel país, permitiéndole alcanzar una mayor estabilidad macroeconómica y con ello aumentando la capacidad de repago de su deuda pública.  Dos objetivos que sin duda alguna preocupaban entonces –como hoy– a los inversionistas y organismos internacionales. 

Sin embargo, en paralelo corre otra narrativa, otra cara de la moneda, de la cual solo recientemente comienza a hablarse con más vigor: la inefectividad de muchas políticas económicas y sectoriales para mejorar las condiciones de vida de la gente.  Es como si no terminaran de bajar del Olimpo macroeconómico a la cruda realidad del ciudadano promedio. 

De esa cuenta es que tenemos hoy países macroeconómicamente estables llenos de hogares económicamente vulnerables.  Evidentemente, en el juego del ajuste no todo ha sido ganar-ganar.  En el mejor de los casos ha sido una partida donde poquitos ganan mucho y donde muchos ganan bien poquito.  

Cordera lo ejemplificaba con el comportamiento que han tenido algunas variables.  La formación bruta de capital, fuente de la sostenibilidad del crecimiento económico, en México ha estado estancada en niveles por debajo de lo necesario.  El crecimiento mismo ha sido solamente aceptable gracias a cambios demográficos.  Niveles de empleo formal y salarios insuficientes –menos del 10% de la población gana más de cinco salarios mínimos–. 

De manera que la tarea sigue inconclusa.  Aunque la estabilidad haya permitido que la deuda externa se siga pagando, la deuda social se sigue abultando sin muchas válvulas de escape a la vista.  

Esto me lleva a la segunda reflexión que nos hizo, también como anillo al dedo para Guatemala: aunque cada vez más se acepta que la desigualdad extrema es un problema, paradójicamente prevalece una oposición a cualquier acción del Estado para revertirla.  Así se deduce a partir de la oposición histórica y sistemática a reformas fiscales y-o cualquier viso de intervención estatal en la economía –salvo, por supuesto, cuando sea para salir al rescate de un negocio mal hecho–.  

Es en ese marco de estabilidad macroeconómica con estancamiento y una actitud esquizofrénica ante la desigualdad que México evalúa opciones para su política social.  Allá ellos están discutiendo conceptos como federalismo social y articulación de lo social con lo productivo.  Y aquí nosotros, con diagnósticos tan parecidos pero a la vez escalas tan distintas, ¿de qué debiéramos conversar?

Prensa Libre, 6 de febrero de 2014.