jueves, 26 de febrero de 2015

Incluir o no incluir, esa es la pregunta

“Si hay mucha gente excluida, hay mucho talento subutilizado o desperdiciado.”

Pareciera que existe una ruta marcada en la agenda de desarrollo internacional.  Primero hablamos de pobreza.  Instalamos el debate, el concepto, la medición, las implicaciones de hacer o no hacer nada al respecto.  Luego vino la discusión sobre desigualdad.  Como era de esperar, aquí el consenso fue menor.  De hecho, algunos dirán que no hay espacio para estar de acuerdo.  Y ahora de manera sutil pero constante se comienza a instalar un nuevo tema: inclusión social.     

Cada vez más y más se la menciona.  Ya no solamente entre académicos sino en el mundo de la política pública también.  Aunque no se tenga mucha claridad respecto de qué significa realmente.  ¿Qué es la inclusión social?  A veces pareciera que resulta más sencillo asociarlo a otros procesos para tratar de atrapar el término.  Por eso es que nos referimos a cosas como crecimiento económico incluyente, o un sistema político excluyente.  En todo caso, la noción que nos revolotea a todos cuando hablamos de inclusión o exclusión social tiene que ver algo así como con “tomar en cuenta o dejar fuera” a alguien o a un grupo. 

La literatura sobre el tema nos dice que la inclusión social es un proceso de mejoramiento de habilidades, oportunidades y dignidad de las personas.  Especialmente de aquellas que se encuentran en desventaja sobre la base de su identidad.  Es decir que la inclusión social se la asocia a elementos como raza, etnia, género, religión, preferencia sexual, lugar de residencia, discapacidad física o mental, por citar solamente algunos ejemplos.     

Al asociar la inclusión social con elementos de identidad automáticamente se convierte en un tema relevante para todo tipo de sociedades, sean estas ricas o pobres.  También pasa a ser relevante para todos los estratos socioeconómicos.  Es decir, se posiciona como un concepto verdaderamente global.  Ya no es como otros temas en donde los países avanzados y ricos pueden prescribir, y los países más atrasados y pobres tienen que tomar nota y hacer la tarea.  Así, la inclusión social no se refiere solamente a bienestar económico, sino que incorpora otras dimensiones como voz y empoderamiento. 

De manera tal, podemos entonces decir que en toda sociedad habrá siempre grupos de personas que son excluidas, independientemente de su nivel de ingreso.  Por ejemplo, solamente por el hecho de asociárseles a determinado grupo étnico, por sus creencias religiosas o sus preferencias sexuales pueden ser excluidos, y con ello privárseles de la oportunidad de desarrollar sus habilidades plenamente.       

¿Y cuál es el problema con excluir? O dicho de otra manera, ¿qué gana una sociedad, economía o país con ser más incluyente? Para comenzar (¡y solo para comenzar!), la utilización del recurso humano se ve afectado.  Si hay mucha gente excluida, hay mucho talento subutilizado o desperdiciado.  Y con ello, la economía no alcanza su potencial.  Hay desperdicio. 

Pero además, en presencia de exclusión, alcanzar acuerdos sociales se convierte en algo aún más difícil ya que, por definición, algunos tomarán las principales decisiones en la sociedad, y otros simplemente las sufrirán sin haber podido opinar ni mucho menos incidir.  Así, la exclusión favorece la fragmentación en los países, y dificulta la gobernabilidad. 

¿No le suena familiar toda esta reflexión en abstracto? A mí sí.  Quizás porque soy producto de un país que se ha construido sobre la base de excluir, a personas, a grupos, a territorios, a capítulos enteros de su misma historia.  Quizás por eso es tan sencillo pasar del concepto al ejemplo.      

miércoles, 18 de febrero de 2015

¿Por qué fracasan las naciones?

“Curioso argumento que me hizo recordar la comparación que se hace de pueblos como Almolonga y Zunil, o el comentario de qué hubiera sido de América Latina si en vez de España el colonizador hubiese sido Inglaterra.”

Este libro es acerca de las inmensas diferencias en ingreso y estándares de vida que separan países ricos del mundo, como los Estados Unidos, Gran Bretaña, y Alemania, de los pobres, como aquellos en el África Subsahariana, Centro América y el sur de Asia.  Así comienza “Why nations fail: the origins of power, prosperity and poverty” de Daron Acemoglu y James Robinson.

Escrito en un lenguaje simple y con mucha coherencia, los autores van hilvanando su argumento un capítulo a la vez.  Eso sí, desde la página 3 dejan en claro cuál es su tesis de trabajo: los países que hoy son ricos lograron esa prosperidad porque (sic) “sus ciudadanos derrocaron a las elites que controlaban el poder y crearon una sociedad en donde los derechos políticos estaban mucho más ampliamente distribuidos.”  De eso tratan las 529 páginas.     

De manera crítica van confrontando su propia visión del desarrollo con respecto a propuestas alternativas que han estado –y siguen estando– muy difundidas y arraigadas en el imaginario popular.  Siempre con ejemplos concretos para dejar el punto en claro, pero también con la sencillez propia del que sabe que no puede dar una respuesta contundente a una pregunta tan fundamental como las razones de la prosperidad y del atraso. 

Así, cuestionan la “hipótesis de la geografía”, puesta en boga en el siglo XVIII, la cual que plantea que las personas en climas tropicales tienen a ser haraganes y faltos de curiosidad.  Y cómo estas características los lleva a no trabajar lo suficiente y a no innovar, razones que explicarían su pobreza.  Hoy en día dicha hipótesis ha mutado y se dice que sociedades ubicadas en climas tropicales son más propensas a enfermedades que merman su estado de salud y por ende su productividad, y que los suelos tropicales son mucho menos propicios para una agricultura productiva. 

De manera similar confrontan la “hipótesis de la cultura”, la cual arguye que la Reforma Protestante y la ética que esta generó, estimularon el surgimiento de la sociedad industrial moderna en Europa occidental.  El argumento también se puede extrapolar a la influencia no solamente de una religión sino de una cultura: la inglesa, por ejemplo.  Curioso argumento que me hizo recordar la comparación que se hace de pueblos como Almolonga y Zunil, o el comentario de qué hubiera sido de América Latina si en vez de España el colonizador hubiese sido Inglaterra.

Finalmente, le sale al paso a la “hipótesis de la ignorancia”, la cual sostiene que los países pobres son pobres porque tienen muchas fallas de mercado y porque sus economistas y formuladores de política pública no saben cómo corregir esta situación.  Luego lo que estaría haciendo falta es mejores tecnócratas y una clase dirigente mejor informada, que pudieran proponer mejores soluciones. 

A todas estas explicaciones los autores les encuentran un contra-ejemplo para rebatirlas y a la vez reforzar la tesis central del libro: son las instituciones –políticas primero, y económicas después– las que explican el desempeño de las naciones.  Poderoso planteamiento ese de llevarnos de lo político a lo económico.  De cómo las instituciones políticas, que son las llamadas a distribuir el poder, generan los incentivos para que surjan instituciones económicas que favorezcan o inhiban la iniciativa, la innovación, la visión de largo plazo, y con ello crecimiento económico y bienestar social. 

Dado el lento proceso que suponen los cambios institucionales, mucha de la crítica al libro se ha centrado en lo limitado de su propuesta para que países como Guatemala finalmente salgan del atraso.  Pero en realidad, si usted lo piensa despacio, el cambio institucional no es menos fatalista que explicar el subdesarrollo de los países por su ubicación geográfica, su cultura o la ignorancia de sus elites. 

En fin, esta columna no pretende ser un resumen del libro ni mucho menos.  Son solamente dos o tres ideas para provocarlo a usted con una lectura valiosa y obligatoria para cualquiera que esté interesado en esas preguntas amplias que nos ocupan a los que trabajamos en desarrollo.  Interrogantes profundas, de hondas raíces históricas, que obligan a un análisis pausado y con visión de largo plazo. 

jueves, 12 de febrero de 2015

Mente, sociedad y conducta

“(…)de alguna manera hay allí un mea culpa y llamado de cautela a la manera en que deben tomarse análisis y prescripciones al momento de definir reformas, programas y proyectos.”

Ese es el título que lleva el Informe sobre el Desarrollo Mundial (WDR, por sus siglas en inglés) del 2015.  En esencia es un cuestionamiento a la noción que por tantos años ha prevalecido sobre la manera en que las personas toman decisiones.  Esa idealización de que todos somos siempre coherentes, estratégicos, con visión de futuro, y egoístas.  Eso que en economía llamamos racionalidad de los agentes económicos.  

Inmediatamente me hizo recordar los libros “Nudge: Improving decisions about health, wealth and happiness” de Thaler y Sunstein, y “Poor Economics” de Banerjee y Duflo.  Ambos textos, a su manera, van tras ese supuesto de racionalidad, cuestionando la manera en que opera (¡o más bien deja de hacerlo!) bajo diferentes contextos y en distintos estratos socioeconómicos de población. 

El WDR 2015 construye su argumento alrededor de lo que ellos (el Banco Mundial) llaman los tres principios de las decisiones humanas: el pensamiento automático, en donde muchas de nuestras decisiones se toman casi de manera refleja, es decir, sin mucha deliberación y/o análisis sofisticado; el pensamiento social, que reconoce la importancia de la conducta cooperativa entre individuos; y el pensamiento basado en modelos mentales, que señala cómo las personas no nos inventamos conceptos sino más bien invocamos muchos de ellos al observarlos en otros.   

De estos tres principios se desprende una conclusión muy poderosa: el cómo es tanto o más importante que el qué.  Un colega y amigo economista suele decir que “generalmente no es lo que se dice sino el ‘modito’ con que se dice”.  Y aunque parezca broma, es una expresión con gran contenido, pues muchas veces con solamente cambiar la manera en que se comunica un mensaje o encontrar el momento más oportuno para plantear una decisión se pueden inducir mucho mejores resultados.  En política pública esto puede hacer toda la diferencia entre la adopción de una tecnología más eficiente o la disuasión de una conducta que se considera socialmente indeseable. 

Ahora bien, si esta línea de trabajo ya se venía desarrollando en las ciencias sociales desde hace varios años, como podemos constatar en la amplia literatura de la economía del comportamiento y experimental, ¿cuál es entonces la novedad del WDR 2015?  Me parece que hay dos cosas que merecen resaltarse. 

La primera, que este marco conceptual haya permeado tan alto en una organización como el Banco Mundial, hasta convertirse en el tema de su publicación anual más importante.  Eso podría llegar a tener un impacto en la forma como se implemente la política pública de los países en desarrollo, pues es innegable que, para bien y para mal, organizaciones de alcance global como ésta tienen un enorme poder de influencia para colocar temas e instalar determinadas prácticas.    

La segunda, que dentro del mismo reporte hay un reconocimiento –de hecho dedican un capítulo completo– a los sesgos y prejuicios que los mismos expertos, funcionarios encargados de formular políticas y profesionales del desarrollo tienen en el ejercicio de su profesión.   Esto no es cosa menor, pues de alguna manera hay allí un mea culpa y llamado de cautela a la manera en que deben tomarse análisis y prescripciones al momento de definir reformas, programas y proyectos.  Importante porque aunque la sociedad civil del mundo entero siempre ha alzado la voz a las recetas que emanan de organismos financieros internacionales, no se había abierto la puerta a la posibilidad de discutir los sesgos y prejuicios que también la tecnocracia tiene.     

Ojalá sepamos aprovechar este interesante espacio alternativo de reflexión que se ha creado.  Bien conducido creo que puede significar nuevas y muy constructivas formas de diálogo político desde la periferia hacia el centro y viceversa.  Por ahora “kudos” al banco por este aporte. 

jueves, 5 de febrero de 2015

La pregunta del billón de dólares

“No es un “bailout” lo que nos está haciendo falta.”

Un plan para Centro América.  Así se llama la columna de opinión que el vicepresidente de los Estados Unidos, Joseph Biden, publicó en la edición de fin de semana del New York Times.  Asiduo lector que soy de este periódico confieso que me asombré al verla, y la leí y releí mientras caminaba de regreso a mi departamento. 

¿Desde hace cuánto que la subregión no recibía un zoom mediático y político de este nivel? ¿Y por qué hasta ahora, en el ocaso de la administración Obama es que tal cosa sucede?, fueron las primeras preguntas que me asaltaron. 

En principio y apariencia el plan cascabelea bastante.  Un billón de dólares, tres áreas de trabajo, colaboración con el Banco Interamericano de Desarrollo, todo para avanzar en reformas económicas y políticas.  No está tan mal, ¿eh?

Primero, seguridad, bajo la premisa de que (sic) “la seguridad lo hace todo posible”, y que esta se puede alcanzar organizando a comunidades para que se hagan cargo de cumplir esta función primaria del Estado. 

Segundo, buen gobierno, un franco reconocimiento y jalón de orejas a los enormes vacíos y opacidad que, por lo menos en el caso de Guatemala, se tienen en administración de justicia, contratación de obra pública, y recolección de impuestos.   

Y tercero, aumento en los niveles de inversión, fundamentalmente privada –y si no es mucho pedir ojalá recursos de los mismos centroamericanos–.  Es decir, una vez más se reconoce que no hay recurso público que aguante solito con lo que hay que invertir en infraestructura y tecnología para lograr niveles aceptables de crecimiento económico y emplear a la población de una manera más o menos decente.  

El vicepresidente Biden trata de ser, digámoslo así, un optimista con fundamento.  Inmediatamente le pone cable a tierra a su mensaje y lo ancla a la experiencia del Plan Colombia, país donde se movilizó una cantidad inmensa de recursos, que a su vez apalancó otros muchos más como base para su más reciente transformación.  Pero además –y aquí coincido totalmente con el análisis del vicemandatario–, el ingrediente básico del Plan Colombia fue la voluntad política en el terreno.  (Si pudiera subrayaría, ennegrecería y pondría en itálicas estas últimas cinco palabras: voluntad política en el terreno). 

Eso creo que ya lo sabemos muy bien, pues los centroamericanos hemos sufrido en carne propia las consecuencias que ocasiona la falta de voluntad y liderazgo.  Pero también sabemos que si a la susodicha voluntad política hay que ponerle precio para luego salir a financiarla, entonces sí que estamos fregados.   

Por eso, con todo respeto señor Biden, el suscrito ciudadano centroamericano piensa que la pregunta del billón de dólares en Centro América no va por allí.  No es un “bailout” lo que nos está haciendo falta. 

El déficit de nuestra subregión, o cuando menos de Guatemala, es de liderazgos, instituciones, incapacidad de nuestras elites para administrar el changarro, y de una sociedad civil acobardada y resignada, que ya se olvidó cómo sacar a sombrerazos a servidores públicos y dirigentes que no quieren hacer su trabajo.  Si de verdad nos quieren dar una mano, es en eso que hay que trabajar.  Por favor no nos desenfoquemos.