jueves, 30 de mayo de 2013

Vacas contra árboles


“(…) si el apoyo por tener dos o tres cabezas de ganado es mayor que el que recibo por mantener un árbol en pie, pues lo tumbo y basta.”

¿En qué momento y a quién se le ocurrió que la planificación era un concepto demodé en la función pública?  ¡Qué equivocada la que nos dimos en América Latina todos estos años!  Y ahora, por supuesto, nos comenzamos a dar cuenta de que sin planificación la acción del Estado se reduce a una mera gestión de crisis, o peor aún, a una captura por grupos de interés que desnaturalizan y corrompen cualquier esfuerzo por proveer servicios y bienes públicos a la población. 

Paradójicamente, así como la planificación ha estado en decadencia por ya varios años, la evaluación se ha puesto de moda en la política pública, con especial énfasis, eso sí, en aquella que va dirigida a los pobres.  Prácticamente todos los programas de política social y muchos de política productiva son sujetos de algún tipo de evaluación, porque hay que dejar evidencia de que “se gasta bien” y “con impacto”. 

Curiosamente el eslabón que dejamos perdido en el camino fue el que conecta planificación con evaluación.  Primero se planifica para después evaluar si se obtuvieron los resultados deseados.  Al haber satanizado la planificación por un mal entendido centralismo en la función pública, cometimos dos errores crasos. 

Por un lado, perdimos de vista el bosque (políticas y programas) y nos quedamos con visiones ultra sofisticadas y detalladas de un par de árboles (proyectos).  Hoy es muy común encontrar instituciones públicas especializadas en evaluación microeconómica, con mucho menos capacidad en los niveles meso y macro. 

Por el otro, todavía más grave aún, descuidamos la función que cumple la planificación para alinear incentivos entre las distintas agencias de gobierno y con ello cumplir con esa máxima que se exige al Estado de hacerlo más eficiente en cada peso que invierte o gasta.    

Ilustro con un caso del sector rural latinoamericano.  En ciertos países es posible ver varios programas públicos operando en los territorios rurales.  Todos con la intención de cumplir un objetivo específico, y ciertamente todos con la intención de mejorar, aunque sea mínimamente, alguna de las condiciones de vida de la población rural.    

Hay países en donde una agencia de gobierno les ofrece a campesinos y comunidades rurales la posibilidad de recibir pagos por reforestar sus territorios.  Pero al mismo tiempo aparece otra agencia de gobierno y les ofrece otro pago para apoyar la introducción de actividades pecuarias, ganado fundamentalmente. 

Dos objetivos nobles en sí mismos.  En el primer caso, tratando de alinear la agenda ambiental con el alivio a la pobreza rural.  En el segundo caso tratando de introducir estrategias de generación de ingreso entre los pobres rurales para que diversifiquen sus medios de vida. 

La tensión sucede al momento de aterrizar en el territorio.  Porque es el mismo pedazo de tierra por el que dos programas públicos entran en competencia, obligando a los campesinos a tomar una decisión “racional” y comparar qué programa les ofrece más por el uso de su pedacito.  Y allí la matemática es tan simple como contundente: si el apoyo por tener dos o tres cabezas de ganado es mayor que el que recibo por mantener un árbol en pie, pues lo tumbo y basta.

De allí la necesidad de planificación en la función pública.  De alinear incentivos entre las diferentes agencias, de manera que no solamente cumplan con sus metas fiscales de ejecución presupuestaria, sino que también contribuyan globalmente con una visión de desarrollo. 

Cabe decir que estos ejemplos se encuentran típicamente en países con mucho más músculo financiero, institucional y burocrático que Guatemala.  Allá buena parte del debate no pasa necesariamente por gastar más sino con mayor efectividad, con más progresividad, con un sentido más estratégico.  Aun así, las experiencias de los que nos llevan un poco de ventaja pueden ser útiles. 

Como bien me dijo un profesor alguna vez, antes de correr hay que aprender a caminar.  Y en muchos sentidos nosotros aún no estamos ni siquiera gateando.   

Prensa Libre, 30 de mayo de 2013. 


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