miércoles, 5 de junio de 2013

Campesinos, ¿beneficiarios o ciudadanos?


“(…) la realidad viaja en tren, las ideas a caballo y las instituciones a pie.”

¿Cómo entender el desarrollo rural?  ¿Cómo generarlo? ¿Qué características debiera tener un programa público para contribuir a reducir la pobreza rural de manera sostenible? ¿Cuál es la ruta crítica por la que debiéramos transitar los países de América Latina?     

En las estrategias de protección social para la reducción de la pobreza logramos, con las transferencias condicionadas en efectivo, construir un marco de política pública que, aunque incompleto, por lo menos da sentido de dirección y orden al gasto público.  Ese referente además logró tener una manifestación clara y tangible en las cuentas nacionales, en los ingresos de los hogares y en indicadores de educación, salud, pobreza y desigualdad.  Los resultados están allí, evaluados de muchas maneras, y las preguntas de segunda generación a la vista – graduación, calidad educativa, inserción laboral.

En el caso de desarrollo rural para los pobres no tenemos algo parecido.  Las conexiones entre las diferentes estrategias de generación de ingreso de este segmento de población siguen siendo una incógnita.  A pesar de que abundan estudios de caso, anécdotas, sistematizaciones, enfoques de “boutique”, pero todos con capacidad limitada para escalarse y convertirse en programas nacionales.    

Por otra parte, los datos confirman que los hogares rurales pobres generan una proporción muy importante de sus ingresos de otras actividades que no vienen de manera directa de la cuerda de terreno o de los tres pollos y cerdos que se tienen en el traspatio.  Con tal evidencia, la región ha logrado finalmente desensamblar la noción de desarrollo rural que por años venía atada única y exclusivamente al desarrollo del sector agropecuario. 

Noción e institucionalidad son dos cosas distintas.  Por que como bien sabemos, la realidad viaja en tren, las ideas a caballo y las instituciones a pie.  De allí que a pesar de tener evidencia más que contundente de la pluriactividad que existe en el campo – aunque sea de baja productividad –, del fenómeno de la migración, y de la existencia de actividades ilícitas, el músculo e instrumental de nuestros Estados todavía no logra un nivel de madurez que le permita incidir de manera efectiva en la transformación de las estructuras que definen y a la vez impiden la movilidad social de los campesinos. 

A lo más hemos llegado a desarrollar tres enfoques gruesos sobre cómo reducir pobreza en el campo.  El primero y más visible durante los últimos quince años es el asociado a las redes de protección social.  Es decir, a los pobres se les atiende con transferencias públicas mientras “otra cosa sucede”.  El segundo tiene que ver con un visión de desarrollar al sector rural a través de acciones con aquellos que tienen mejores condiciones para competir y crecer en los mercados.  Es a ellos a quienes se confía la tarea de absorber y ayudar a los más débiles a través de generarles un empleo o de comprarles un poco de su producción.  Y el tercero apuesta por una visión más proactiva del Estado, que dedica presupuesto e instrumentos de política (proyectos, programas y políticas) a ese segmento de población campesina que no encuentra espacios de crecimiento ni movilidad social.       

Cualquiera sea la visión, lo cierto es que la economía campesina continúa no solamente siendo una gran incógnita y fuente de debate entre académicos y centros de toma de decisión política, sino que además necesita de un esfuerzo mucho mayor para hacerse notar. En las condiciones bajo las cuales se ejerce el poder político en nuestras democracias, no son ni serán nunca un grupo que logre posicionarse de manera natural como prioritario en la agenda pública.  Ese espacio hay que construirlo de manera deliberada.  

Prensa Libre, 6 de junio de 2013.

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