jueves, 23 de mayo de 2013

Estado, distancia y campesinos


“¿Cuál es la ruta para conectar a estos dos mundos que han vivido por tantos años a años luz de distancia?”

“En todos estos años no había conocido los programas públicos que existen para el campo.  No sabía ni siquiera que existía esta Comisión, estos apoyos, estos técnicos, no sabía que existían todos ustedes.  Y cuando me lo dijeron la primera vez, pues tampoco les creí.  Y no era solamente yo, eh.  Todos en mi comunidad también desconfiaban de estos técnicos, de estas convocatorias, de estos dizque programas, porque hasta hoy el Estado lo más que nos había dado eran cien o doscientos pesos, y con eso nos teníamos que conformar.  Muchos me decían que solo nos iban a robar nuestros títulos de propiedad y a quitar nuestro dinero.” 

Con esas palabras comenzó la visita que hicimos a una familia campesina rural en el Estado de Chihuahua en México.  Una zona con poquísima precipitación, grandes extensiones planas de tierra seca, rocas, paisaje plagado de arbustos, caminos de terracería, unas pocas vacas, uno que otro estanque de agua, calor seco, sol intenso, casas de adobe desperdigadas por todas partes. 

Estábamos en su campo, parados en semicírculo a la sombra de un árbol que nos refrescaba un poco del calor que nos inundaba.  Dos hectáreas semiáridas, pero que ahora tenían un pequeño sistema de riego para plantar árboles de manzana, nopales y pino.  Eso que los técnicos llamarían un sistema agroforestal, pero que para ellos significaba la realización de un sueño concebido y acariciado por años por un anciano que nos observaba desde lejos. 

Quien nos habló fue una joven mujer campesina.  Tendría unos treinta años, con una hija de cinco, Violeta, que jugueteaba entre sus piernas y nos miraba de reojo como a seres de otro planeta.  Su marido al lado, mucho más callado, pero con una mirada de complacencia por la visita y agradecimiento por una modesta inversión que les daba perspectiva de mediano plazo para mejorar sus precarias condiciones de vida. 

Seguramente cada uno de nosotros, los visitantes, tendríamos miles de pensamientos cruzándonos por la cabeza.  Ciertamente ese era mi caso.  Tres preguntas martillaban mientras escuchaba a esta mujer campesina, mientras nos narraba su historia de vida con una energía y esperanza que ya quisiéramos tener muchos de nosotros, el grupito que hemos tenido infinitas más oportunidades. 

¿Cómo los ciudadanos de metrópolis nos podemos embarcar a veces en discusiones tan bizantinas y estériles, absolutamente irrelevantes para la cotidianeidad de estos millones de personas que conforman la ruralidad pobre latinoamericana?  ¿Qué tenemos que hacer para aumentar la densidad del Estado para estos grupos, para que esa palabra tenga una manifestación que vaya más allá de un técnico que llega esporádicamente a su campo?  ¿Cuál es la ruta para conectar a estos dos mundos que han vivido por tantos años a años luz de distancia?    

Solamente viendo realidades como esta se comprende por qué es necesaria la presencia del Estado y sus instituciones, de programas y políticas públicas, que muchas veces son el único salvavidas que llega a grupos humanos refundidos en las esquinas polvorientas de cualquiera de nuestros países.  Porque aunque es verdad que el desarrollo rural no va a suceder por decreto o por ley, tampoco va a pasar por generación  espontánea, porque allí, en lo rural profundo de nuestra América Latina, la mano invisible de Adam Smith es igualmente invisible.

Prensa Libre, 23 de mayo de 2013. 
  

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