jueves, 7 de abril de 2011

Los patojos de la U

“Tenemos que hacer más transparente, eficiente, productivo, pertinente y competitivo el proceso de producción de profesionales en Guatemala.”

El domingo pasado se publicó en El Periódico un reportaje sobre las universidades en el país. Si puede dele un vistazo. Creo que hace un buen trabajo en describir y llamar a la reflexión sobre un tema central para nuestro desarrollo: la política de formación de capital humano en Guatemala.

Al hablar de educación superior las preguntas que pasan por la mente de muchos son: ¿por qué debemos hablar de educación universitaria en un país con la mitad de la población en pobreza? ¿No debiéramos primero ocuparnos de resolver problemas más urgentes como la desnutrición o la infraestructura física antes que atender a un puñado de patojos? ¿Es la “U” un lujo que podemos darnos?

La respuesta es simple: la educación superior es tan importante como la preprimaria, primaria ó secundaria. Es el último eslabón en donde se cocina nuestra mano de obra calificada –médicos, abogados, ingenieros, economistas, psicólogos, etcétera–. Ellos son el grupo de personas que después aparecen en el mercado como gerentes de empresas, ministros, académicos, consultores, en fin. Ese grupito de profesionales forma la masa crítica con la que damos dirección a la economía y tratamos de hacerla crecer.

La formación universitaria cumple varias funciones. Es un eslabón en la cadena de capital humano que contribuye de manera crucial a ese concepto abstracto que llamamos productividad. Pero también es un mecanismo de movilidad social, y por lo tanto cumple una función de equidad al ampliar las oportunidades salariales de las personas.

Por otra parte, la educación superior es quizás la inversión per capita más onerosa que hacemos ya que son más o menos 300 mil beneficiarios en una población de 14 millones. Tiene asociados costos directos nada despreciables, pero además tiene un costo de oportunidad igualmente alto: el uso del tiempo de nuestra población joven, que muy bien podría estar empleada y generar ingresos adicionales para ayudar a la economía familiar. Además consume una parte de nuestros impuestos, ya que la Constitución manda que la universidad estatal reciba un porcentaje de los ingresos del Estado.

Por esas y muchas otras razones es que la educación superior merece mucha atención. Pero sobretodo merece mucho pensamiento estratégico. Ese es el segmento de población que puede darle valor agregado a la economía y con ello generar crecimiento y bienestar.

El modelo de educación superior que opera en la actualidad es desordenado, con poca visión de mediano y largo plazo, desconectado de las necesidades de los empleadores (empresas, gobiernos nacionales y subnacionales, organismos internacionales, etcétera). Y lo que es más grave aún: es una industria reacia a la competencia y al control de calidad.

La elección de carrera universitaria que hacen nuestros jóvenes a los 18 años es, por definición, miope. Pesan en su elección el precio, el mercadeo y el estatus, aunque no sepan muy bien qué es lo que verdaderamente van a encontrar en las aulas sino hasta muchos años después, cuando tienen que salir a vender sus habilidades y competencias laborales.

Pero para entonces generalmente ya es muy tarde. Los hogares ya pagaron miles de quetzales en cuotas y matrículas, en innumerables libros y fotocopias, en incontables galones de gasolina de carro o camioneta, y en infinitas horas de internet. La inversión en capital humano se convierte entonces en un costo hundido y solo queda pedirle a Dios dos cosas: que la calidad no sea muy gacha para recuperar la inversión, y que haya suficientes puestos de trabajo para absorber ese ejército de desempleados calificados.

Con tal panorama es evidente que necesitamos sentarnos a la mesa y reflexionar seriamente sobre el tema. Tenemos que hacer más transparente, eficiente, productivo, pertinente y competitivo el proceso de producción de profesionales en Guatemala.

En ese espíritu, creo que bien haríamos si comenzamos a cuestionarnos algunas cosas. Por ejemplo, ¿necesitamos muchas universidades (a riesgo de que sean de garaje) o más bien pocas y con áreas especializadas? ¿Debiéramos tener estándares mínimos para llamar un establecimiento “sede regional”? ¿Cómo podemos instaurar un sistema de información que permita a los jóvenes comparar contenidos, calidad de la planta docente, capacidad de investigación, e infraestructura de las diferentes universidades? ¿Cómo podemos asegurar calidad y pertinencia de lo que se enseña? ¿Cómo promover la meritocracia entre los estudiantes universitarios, de manera que subsidios y becas vayan a quienes los merecen por sus capacidades intelectuales? ¿Será que los recursos que hoy se destinan por decreto se podrían gastar más eficientemente a través de vouchers para estudiantes, becas para docentes, y grants para proyectos de investigación? ¿Habrá llegado ya la hora de promover residencias estudiantiles en algunos campus universitarios y cambiar así la dinámica diaria de la formación superior? ¿Estaremos listos para una prueba de admisión homogénea y de aplicación nacional, que permita mayor movilidad de nuestros talentos?

Son sólo algunas preguntas para agitar la grilla, sobre un tema que va muy de la mano con retos más grandes como crecimiento, productividad y equidad. Lo que me queda claro en todo esto es que la industria universitaria en Guatemala es un claro ejemplo en donde hace falta pensar en clave de competencia, incentivos, y transparencia.

Prensa Libre, 7 de abril de 2011.

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