jueves, 3 de abril de 2014

Áspera seda

“Todas ellas responden lo mismo: organización y mercados.”

No sé de dónde vienen ni sé cuánto les costó llegar hasta aquí, pero les doy las gracias por visitarnos, por venir a ver lo que hacemos, cómo vivimos, cómo estamos saliendo adelante.  Con esas palabras doña Irma nos recibió en la comunidad de San Miguel Cajonos, Estado de Oaxaca.  Era como si estuviera hablando a seres de otro mundo.  Quizás tenía algo de razón.    

Salimos muy temprano sin desayunar en un bus que muy pronto comenzó a escalar la sierra oaxaqueña.  Los paisajes campestres siempre son muy especiales.  El frío mañanero, el sol que poco a poco comienza a dejarse ver y entibiar el entorno, el camino que va pasando de cuatro a dos carriles, de asfalto a terracería, el gris del cemento que va cediendo a tonalidades de verde.

Al llegar nos recibieron las autoridades locales.  El comisariado ejidal nos recibió y habló en nombre de los suyos.  Sentado a mi lado, hombre pequeño, delgado, campesino, de unos 70 años, camisa a rayas y pantalón oscuro, sandalias, gastada su ropa y su cuerpo a punta de trabajo.  De un cuaderno saca una hoja mecanografiada, en donde había escrito el saludo que nos iba a dar.  

Los usos y costumbres de las comunidades y ejidos del sur de México dictan que así debe ser, me dijo un colega mexicano: si te van a abrir sus casas y dar parte de su tiempo, empiezas por presentarte, decir a qué vienes, cómo se tiene planificado el trabajo durante el tiempo que permanezcas.  Así lo hicimos. 

Acto seguido nos dividimos en grupos más pequeños.  A mí me tocó seguir otro tramo más hacia una localidad cercana para visitar a un grupo de mujeres que trabajan la seda.  Nunca había visto semejante cosa, confieso.  Desde el módulo agroforestal para producir la hoja que alimenta el gusano, las bandejas llenas de huevecillos de gusano de seda criollo y mejorado, otras bandejas con gusanos ya crecidos y comiendo incansablemente, los capullos que semejan esos huevos de dulce que damos en las fiestas de primera comunión.  Las mariposas muertas después de desovar cierran el ciclo. 

Son como bebés, nos dijo una señora, mirando sus gusanos.  Por dos meses tenemos que estar muy pendientes, todo el tiempo, trayéndoles hojas, viendo que crezcan y coman, que no se nos vayan.   

Y en medio de todo ese proceso la mano humana, manos de mujer, manos ásperas por el trabajo diario que hacen para producir la seda.  Cuidando que cada paso se cumpla como debe ser, porque de esa materia prima sale buena parte de los ingresos que apoyan su frágil economía familiar. 

Hierven los capullos en unas ollas viejas calentadas a leña.  Eso afloja un poco el hilo. En otras ollas hirviendo aplican tinte, corteza del palo de Brasil para el rojo, pericón para el amarillo, añil para un azul-morado intenso.  Lo secan al sol y van deshebrando para formar carretes de hilo.  La materia prima queda constituida y solamente entonces pasan a la confección de chales, chalinas y bufandas. 

¿Qué les hace falta? Preguntamos de distintas maneras, en grupo y en conversaciones uno a uno mientras caminábamos por las veredas que nos llevaban de una casa a otra.  Todas ellas responden lo mismo: organización y mercados.  Necesitamos organizarnos más para tener más poder de negociación y quedarnos con una tajada de lo que nos llevan los coyotes.  Y necesitamos mercados para poder colocar nuestros productos, que no compiten con los chinos, lo nuestro es un producto distinto, fino, de mejor calidad.

Al salir de allí pensé en lo inútil que es la mano invisible para llegar a lugares invisibles.  Pensé también en lo importante que es la acción del Estado para mitigar esos fallos que no se corrigen de manera espontánea. 

La pobreza rural no desaparecerá sentándonos a esperar que aparezcan los mercados como por arte de magia.  Exige una acción deliberada que cree condiciones, servicios, y bienes públicos.  Esos mismos que nunca han llegado hasta allá y que despreciamos aquí.  ¿Por qué nos cuestsa tanto aprender esa lección?. 

Prensa Libre, 3 de abril de 2014.
 

 

 

jueves, 27 de marzo de 2014

Gasto público pulverizado

“Ningunear la relación del Estado con colectivos pequeños –barrios, cooperativas, etc.– a cambio de priorizar la relación directa Estado-individuo es un disparo en el pie.”

Una de las recomendaciones que se hace a los países para mejorar la eficiencia de su gasto público es la constitución de registros de beneficiarios.  El objetivo que persiguen estos sistemas es focalizar tanto como sea posible para que los recursos lleguen a una población determinada que se pretende atender en función de un objetivo de política en específico: niños en edad prescolar, adultos mayores, jóvenes, indígenas, entre otras. 

Sin embargo, la experiencia ha demostrado que los registros o padrones de beneficiarios no es algo de fácil implementación.  Primero, porque montarlo requiere un esfuerzo inicial importante, que no siempre es la prioridad de los gobernantes de turno.  Segundo, porque para que cumpla con su cometido, el registro necesita mantenerse actualizado, lo cual demanda mucha coordinación entre distintas dependencias –cosa que no es fácil en el sector público de cualquier país del mundo–.  Y tercero, porque exige un compromiso con la transparencia y rendición de cuentas de parte del gobierno, lo cual rinde frutos a mediano plazo por sobre los beneficios inmediatos de mantener a una población políticamente capturada (fidelizada) por la vía de entregar transferencias directas de fondos públicos. 

Aun así, en algunos países se ha logrado superar este período inicial de aprendizaje y consolidación, y los registros de beneficiarios se han llegado a convertir en pieza clave para la asignación y ejecución de una buena parte del gasto público. 

Pero conceptualmente hay otra crítica fundamental a esta herramienta, de la que se habla mucho menos: el riesgo de pulverización de la política fiscal.  Los registros, tal y como se han concebido hasta hoy, pueden diluir muchísimo el efecto del gasto público, convirtiendo un caudal importante de recursos en una brisa insignificante y de bajo impacto.  ¿Por qué?

El tipo de transferencia directa que se monitorea con estos instrumentos tiene como supuesto subyacente que todo o casi todo se puede resolver por la vía de acciones y relaciones entre el Estado y el individuo.  En otras palabras, se asume que los efectos indeseables de un fenómeno externo o política económica se pueden mitigar a través de una transferencia directa a las personas: pobreza monetaria, discriminación a ciertos grupos sociales, reconversión productiva para enfrentar efectos de liberalización económica, mitigación ante el cambio climático, etcétera.

En algunos casos puede que esa sea la estrategia correcta, pero ese no es siempre el caso.  De hecho, la evidencia más reciente en países que han tenido éxito en reducir pobreza apunta a la necesidad de intervenir con inversiones públicas no solamente a nivel individual sino colectivo.  Es decir, hay otras acciones de carácter grupal que son importantes, y que demandan cantidades de recursos que superan los montos que usualmente se transfieren a una persona de manera individual. 

Aquí no me refiero solamente al financiamiento para la generación de bienes públicos con objetivos muy deseables como alcanzar mayor cohesión social o fortalecer el capital social.  También para el logro de rentabilidad y sostenibilidad económica se requieren inversiones de mayor escala: una planta procesadora, un beneficio de café, un centro de almacenamiento, etc. 

Así, el diseño y uso de instrumentos como los padrones de beneficiarios para la focalización del gasto púbico deben también capturar esta otra dimensión colectiva, tan importante y complementaria a las intervenciones dirigidas a individuos.  Ningunear la relación del Estado con colectivos pequeños – barrios, cooperativas, etc. – a cambio de priorizar la relación directa Estado-individuo es un disparo en el pie.

Prensa Libre, 27 de marzo de 2014. 

 

 

 

jueves, 20 de marzo de 2014

Por donde se vea da igual(dad)

“(…) invertir en sus instituciones, en educación, en Estados fuertes que son capaces de utilizar el músculo de la política fiscal para dar más oportunidades a la población menos aventajada.”

De un tiempo a esta parte es muy notorio la importancia que ha cobrado el tema de equidad en agendas nacionales, regionales y hasta globales.  Casi para donde uno voltee a ver saltan análisis, políticas públicas, programas de gobierno, y debates entre intelectuales sobre el tema.

En América Latina esto es muy claro, y lo interesante es que el mensaje ya no proviene exclusivamente del bando de izquierdas.  Paulatinamente se van sumando otras voces.  Como si poco a poco nos moviéramos hacia la construcción de un consenso mínimo sobre el tema.  Juzgue usted con los ejemplos siguientes.     

El Banco Mundial, institución que repetidamente ha señalado la importancia de la equidad en varios de sus informes regionales y mundiales, ahora vuelve a la carga con un trabajo titulado “Ganancias sociales en la balanza en América Latina y el Caribe”.  Allí nos alerta sobre la pérdida de dinamismo que ha tenido la reducción de desigualdad en la región, y el papel que puede jugar la política fiscal para seguir avanzando. 

El Fondo Monetario Internacional también aporta lo suyo con dos recientes estudios que miran esa relación entre desigualdad y crecimiento, sugiriendo que aquellos países con baja desigualdad tienen un mejor desempeño en términos de sostener su crecimiento en el tiempo en lugar de tener solamente algunos buenos años por aquí y por allá.              

Paul Krugman,  premio Nobel en Economía, aprovecha la posición del FMI para poner sobre la mesa la necesidad de mantener permanentemente la guarda alta, y no convertir regularidades empíricas de otras épocas en dogmas de fe.  Nos recuerda cómo aquella máxima que estudiamos en Economía sobre el supuesto “trade off” entre eficiencia y equidad postulado por Arthur Okun, parece perder validez. 

En la arena política, muchos países latinos colocan el tema de la equidad como eje central de su agenda.  Para ello utilizan diversos caminos y estrategias.  En Colombia, por ejemplo, lo hacen a través de la discusión sobre el cierre de brechas entre el campo y la ciudad.  Chile y Uruguay lo hacen reconociendo con reformas y gasto público el inmenso poder transformativo que tiene la inversión en educación.  Brasil mantiene viva la discusión de cómo seguir avanzando en sus esquemas de protección social para reducir pobreza y desigualdad, a la vez que su creciente clase media demanda cada vez más calidad de servicios públicos y movilidad social. 

Esto no es casual ni mucho menos mágico.  Justamente son países del cono sur y andinos los que mejor desempeño relativo han tenido en términos de desarrollo y de innovación en su política pública.  Y lo han logrado sobre la base de invertir en sus instituciones, en educación, en Estados fuertes que son capaces de utilizar el músculo de la política fiscal para dar más oportunidades a la población menos aventajada. 

Los nexos entre sociedades muy desiguales, con bajo niveles de cohesión social, precaria gobernabilidad, tendencia a la conflictividad, apatía política e indiferencia ante arreglos institucionales democráticos se hacen cada vez más evidentes.  Así, tanto en el campo técnico como político, en el plano nacional como internacional, hay un viento en cola que sopla a favor de la equidad. 

Es como si finalmente nos damos cuenta que la salida del atraso pasa por allí.  Por donde se vea da igual(dad).
 
Prensa Libre, 20 de marzo de 2014.

 

 

 

miércoles, 5 de marzo de 2014

A diagnósticos compartidos, respuestas disímiles

“(…) mirar lo rural ya no solamente como un espacio agropecuario sino como algo mucho más complejo y cambiante.”

En estos días el gobierno del presidente Juan Manuel Santos en Colombia instalará la “Misión de Política para el Desarrollo Rural y Agropecuario”.  Han puesto al frente de este esfuerzo a José Antonio Ocampo, ex ministro de hacienda y de agricultura de su país y también ex secretario ejecutivo de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL).  Tendrá además un consejo directivo integrado por exministros de agricultura y otros expertos, académicos e investigadores nacionales e internacionales.  Es quizás la señal más clara del gobierno a la prioridad que adquiere el desarrollo rural como tema de agenda nacional. 

La Misión se ha propuesto cinco ejes temáticos: 1. rol de lo rural en el desarrollo del país, 2. desarrollo rural para el cierre de brechas sociales, 3. provisión de bienes públicos para el campo, 4. desarrollo agropecuario sostenible y competitivo, 5. arreglo institucional moderno y eficiente. 

Subyace a este esfuerzo tres elementos estratégicos.  Primero, conceptualmente, mirar lo rural ya no solamente como un espacio agropecuario sino como algo mucho más complejo y cambiante.  Segundo, desde una perspectiva de viabilidad política, el ejercicio será con lógica de “presupuesto base cero”.  Es decir un fuerte énfasis en la utilización racional y eficiente de los recursos públicos que se requerirán para ejecutar dicha agenda.  Y tercero, se ha puesto mucho énfasis en no inventar la rueda, sino más bien hacer un esfuerzo de acopio de experiencias internacionales que ilustren y orienten, permitiendo luego encontrar la combinación que más sirva al contexto país. 

Pero, ¿por qué tanto alboroto con el campo colombiano?  Para comenzar, el diagnóstico del sector rural no es muy distinto de lo que encontramos en la región: territorios con mucho menor (a veces nula) presencia del Estado, con grandes brechas en desarrollo humano y social, menor cobertura y calidad en educación y salud, infraestructura, etcétera.  Esto que ya es problemático en sí mismo, se acentúa cuando el dinamismo de los últimos años que ha tenido el país no se logra traducir en mejores condiciones de vida para la población rural. 

Un medio de comunicación local citaba que  “existe un consenso nacional en el sentido de que el ámbito rural ha sido el escenario de buena parte de las problemáticas del país, esto es de la pobreza, el conflicto, la desigualdad, el despojo y la informalidad.”  Un dato muy revelador de su complejidad y explosividad es que el último censo nacional agropecuario fue hecho ¡hace 40 años! 

Algunos especialistas piensan que esta es hoy por hoy una de las agendas rurales más ambiciosas de Latinoamérica.  Habrá que seguirle muy de cerca la pista para saber a qué ritmo avanza, qué se va aprendiendo en el camino, y qué impacto logra finalmente tener en la transformación rural.    

Lo interesante para nosotros, guatemaltecos, es que allá en Colombia, país de ingreso medio, culturalmente diverso, rico en recursos naturales, cafetalero, agroexportador, y en vías de cerrar un conflicto armado de tan larga data, se comiencen a hacer planteamientos de esta naturaleza y envergadura.  Y aquí, con un diagnóstico tan compartido, ¿por qué una respuesta tan disímil? 

Prensa Libre, 6 de Marzo de 2014.
 

 

 

 

miércoles, 26 de febrero de 2014

La ilusión óptica de los MIC

“¿Por qué al nivel micro complejizamos y al nivel macro simplificamos al extremo?”

En los últimos días he participado en una serie de discusiones sobre desarrollo rural, su financiamiento, diseño de proyectos para pequeños productores y sus organizaciones, formas de evaluar su efectividad, diseño de institucionalidad pública para atender al sector, espacio para hacer alianzas con el sector privado, etc.  Francamente han sido horas muy refrescantes escuchando y debatiendo con colegas que están, como dicen los patojos, rifándose el físico, en realidades tan disímiles como Etiopía, Nepal, Afganistán, Haití, Egipto, Guatemala, India, Brasil, y tantos otros lugares que siguen alojando a la mayoría de la población rural pobre del mundo. 

De manera recurrente surge la reflexión de cómo el crecimiento económico no es condición suficiente para una reducción sostenida y sustantiva en los niveles de pobreza rural, a menos que venga acompañado de otras condiciones complementarias.  Por ejemplo, una sociedad civil con capacidad de organizarse alrededor de una actividad productiva y poder además expresar sus demandas ante autoridades locales, gobiernos nacionales y sub nacionales con un mínimo de institucionalidad y presencia en los territorios, disponibilidad de recursos fiscales para hacer inversiones físicas en pequeñas y medianas obras de infraestructura que abaraten costos de producción y comercialización de pequeños productores, un sector privado con capacidad de relacionarse con esa dinámica economía rural que produce y necesita canales de acceso a mercados mayores, y políticas públicas que medien y faciliten estas múltiples interacciones. 

Al mismo tiempo, llama poderosamente la atención esa visión dual que se ha cultivado en instituciones financieras y foros internacionales.  Por una parte son capaces de analizar la complejidad de variables que toman parte en procesos de desarrollo, crecimiento, reducción de pobreza y desigualdad; y por la otra, pueden son absolutamente simplistas al momento de clasificar países y regiones, utilizando conceptos que contradicen esa misma realidad dinámica y compleja. 

Las categorías entre países de renta baja, países de renta media (MIC, por sus siglas en inglés), y países de renta alta es un caso concreto.  Una métrica que esencialmente responde al ingreso por habitante, que a su vez es una media derivada del tamaño de la economía.  Es decir, allí no vale ninguna otra cosa más que el PIB.  Y entonces, ¿en qué quedamos? ¿Por qué al nivel micro complejizamos y al nivel macro simplificamos al extremo? 

Conceptualmente este casillero no dice ni aporta mucho.  En términos concretos, el efecto que tiene clasificar un país como MIC son las condiciones financieras a que puede acceder a créditos y asistencia técnica, y la disponibilidad total de recursos que le pueden ofrecer las instituciones financieras internacionales y-o agencias de cooperación bilateral. 

Pero no es que en los MIC haya menos pobres que antes.  De hecho, en ese grupo de países viven el 70% de los pobres del planeta.  De manera que si lo que se busca es acercar recursos cada vez más escasos a aquellos territorios que más los necesitan sería mucho más útil y representativo incorporar otras métricas como cohesión social, desigualdad territorial, movilidad social, o número de hogares y personas en condición de vulnerabilidad, por citar solamente algunos ejemplos.    

El concepto de MIC hay que cambiarlo por otro más informativo.  Así como está no es más que una ilusión óptica.

Prensa Libre, 27 de Febrero de 2014.

miércoles, 19 de febrero de 2014

¿Qué mueve a la desigualdad?


“Apuntarle a la cohesión social y la estabilidad política y económica parecieran ser tres objetivos nacionales que hacen sentido en el mediano y largo plazo.”

Hace unas pocas semanas el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo presentó su informe “Humanidad Dividida: ¿cómo hacer frente a la desigualdad en los países en desarrollo?”.  Aunque muchos de los mensajes ya se han recogido antes en esfuerzos similares hechos por otros organismos nacionales e internacionales, vale la pena repasar dos o tres.  Porque como bien decía un antiguo profesor que tuve en la universidad: la repetición es la madre del entendimiento.  

El primero es la evidencia de las últimas dos décadas.  Tres ejemplos tomados del informe ilustran con mucha claridad la dimensión e importancia del fenómeno de la desigualdad: 1) el producto interno bruto per cápita en países de ingresos bajos y medios ha aumentado más del doble en términos reales desde 1990; 2) el 1% de la población más rica del planeta posee en torno al 40% de los activos mundiales, mientras que la mitad más pobre no tiene más de un 1 por ciento; y 3) como promedio, y teniendo en cuenta el tamaño de la población, la desigualdad de ingresos aumentó un 11 por ciento en los países en desarrollo entre 1990 y 2010.  En otras palabras, los países en desarrollo –club al cual pertenece Guatemala– han crecido en términos reales, pero dicho crecimiento se sigue concentrando en unos pocos hogares. 

El segundo mensaje es la identificación de factores externos e internos que han favorecido este aumento en desigualdad.  Por una parte tenemos manifestaciones concretas de la globalización como la integración financiera regulada inadecuadamente o procesos de liberalización del comercio, que han privilegiado retornos al capital (factor de producción con mucha movilidad entre países y sectore) sobre los retornos al trabajo (factor de producción con mucho menos capacidad de desplazarse en busca de mejores oportunidades de negocio).  Y por la otra, decisiones de política interior tales como el debilitamiento de las instituciones del mercado laboral, reducción de inversiones públicas en educación, salud y protección social; pero también barreras económicas, sociales y culturales que dificultan la participación política de varios segmentos de la población.

Así, son una multiplicidad de factores que han contribuido a que hoy seamos más desiguales que antes.  Comprender esto es fundamental al momento de hacer un diagnóstico y recomendación de política en determinado país.  De la misma manera que remachamos las múltiples dimensiones que tiene la pobreza, con el fenómeno de la desigualdad pasa exactamente lo mismo: no hay que mirar solo el ingreso.   

Finalmente, el tercer mensaje tiene que ver con la desmitificación de que los países en sus primeras fases de desarrollo económico necesariamente tienen que pasar por un aumento de desigualdad que luego se revierte (hipótesis de Kuznets).  No hay tal.  De hecho, hay ejemplos de países que han logrado crecer y reducir desigualdad, aun partiendo de un nivel de ingreso bajo. 

De lo anterior se deduce que es en la mezcla de tres ingredientes –crecimiento económico, políticas públicas y participación ciudadana–, donde reside la posibilidad de articular procesos de mejoras en la equidad y el bienestar material de la población.  Apuntarle a la cohesión social y la estabilidad política y económica parecieran ser tres objetivos nacionales que hacen sentido en el mediano y largo plazo. 

Pensar el desarrollo en clave de equidad, si bien es cierto puede ser más complejo, seguramente generará resultados mucho más sostenibles, deseables, y defendible por la mayoría de todos nosotros. 

Prensa Libre, 20 de febrero de 2014. 
 

jueves, 13 de febrero de 2014

Jalando el hilo de la productividad


“(…) en los últimos treinta años la única opción que hemos tenido los latinos para tener más plata en la bolsa es dedicarle más tiempo al trabajo y menos a otras cosas.”

El deseo natural de mejorar el nivel de bienestar personal y familiar es algo en lo que todos podemos estar medianamente de acuerdo.  Y el hecho de que en el mundo actual ese bienestar tiene un costo monetario y para poder pagarlo hay que disponer de algún ingreso, también. 

Por eso nos educamos, procuramos construir un historial laboral más o menos interesante, construimos y mantenemos redes de amigos, colegas y conocidos.  Porque implícitamente sabemos que es una combinación de estos tres factores (educación, experiencia y capital social) lo que determina el espacio de crecimiento en ese mercado laboral al que finalmente nos insertamos, así como el perfil de ingreso al que podremos aspirar en nuestra vida útil. 

No hay que olvidar que para la gran mayoría de la población – clase media, media baja y baja – es el ingreso laboral el mayor aporte al ingreso total de su hogar.  Y como decía al principio, siendo que buena parte del bienestar se adquiere con ingreso, entender cómo puede crecer esa porción (ingreso laboral) es del mayor interés para cualquiera de nosotros. 

Dicho lo anterior, también hay que decir que, además de los factores descritos, al final nuestro ingreso resultará de una combinación de otras dos variables: cuántas horas al día podemos dedicar al trabajo (cantidad de trabajo) y cuánto podemos producir por cada hora trabajada (calidad de trabajo o productividad).  

Siendo los países una agregación de personas, hogares, y comunidades, esta lógica individual se puede extrapolar.  Así, al igual que las personas, también observamos países en donde su mano de obra trabaja en cantidades y calidades distintas, lo cual explica el tipo y ritmo de crecimiento económico que tienen.  

En noviembre del año pasado la CEPAL publicó un muy interesante artículo de Claudio Aravena y Juan Alberto Fuentes Knight titulado “El desempeño mediocre de la productividad laboral en América Latina: una interpretación neoclásica”.  Allí los autores hacen una descomposición de lo que explica el valor agregado (crecimiento) de la región desde 1981 al 2010 y abren con una aseveración muy provocadora: “para el conjunto de los países analizados [el crecimiento] se explica por el aumento de las horas trabajadas, mientras que la productividad laboral se redujo en -0.3%”. 

En otras palabras, en los últimos treinta años la única opción que hemos tenido los latinos para tener más plata en la bolsa es dedicarle más tiempo al trabajo y menos a otras cosas que también pueden generar bienestar. 

Por supuesto que hay importantes diferencias por países, como también cambios a lo largo del tiempo.  De hecho, al escarbar un poco más los datos aparecen cambios década a década.  Por ejemplo, una caída clarísima en productividad laboral durante los años ochenta –nuestra mal recordada década perdida–.  Allí se ven los costos de aquel ajuste estructural, cuando optamos por contener – y muchas veces reducir – la inversión pública en educación y salud para poder cuadrar las cuentas fiscales y recuperar estabilidad macroeconómica.  Y una paulatina recuperación de la productividad laboral en los noventa, que se hace más clara en los dos mil.

Hay muchos otros hallazgos interesantes en el artículo, desde metodológicos hasta conceptuales.  Lectura recomendable para cualquiera que tenga interés en seguir profundizando sobre el tema.  

En cualquier caso, debemos estar claros que la productividad laboral es un fenómeno de lenta transformación pero fundamental para cualquier discusión seria sobre crecimiento robusto y sostenible.  Sin duda alguna es un hilo que tenemos que seguir jalando en Guatemala.      


 

miércoles, 5 de febrero de 2014

Estabilidad, estancamiento y esquizofrenia


“(…) tenemos hoy países macroeconómicamente estables llenos de hogares económicamente vulnerables.”

La semana pasada tuve la oportunidad de escuchar algunos análisis hechos por especialistas mexicanos sobre el desempeño económico y social de su país y los retos que tiene su política social a futuro.  Uno de los expositores fue el Profesor Rolando Cordera, académico de la UNAM de muy amplia y reconocida trayectoria.  Por la naturaleza y relevancia del tema para Guatemala y otros países de la región, me permito aquí retomar y extrapolar dos de las varias ideas que compartió con nosotros. 

La primera tiene que ver con los efectos que el ajuste estructural tuvo en aquel país, permitiéndole alcanzar una mayor estabilidad macroeconómica y con ello aumentando la capacidad de repago de su deuda pública.  Dos objetivos que sin duda alguna preocupaban entonces –como hoy– a los inversionistas y organismos internacionales. 

Sin embargo, en paralelo corre otra narrativa, otra cara de la moneda, de la cual solo recientemente comienza a hablarse con más vigor: la inefectividad de muchas políticas económicas y sectoriales para mejorar las condiciones de vida de la gente.  Es como si no terminaran de bajar del Olimpo macroeconómico a la cruda realidad del ciudadano promedio. 

De esa cuenta es que tenemos hoy países macroeconómicamente estables llenos de hogares económicamente vulnerables.  Evidentemente, en el juego del ajuste no todo ha sido ganar-ganar.  En el mejor de los casos ha sido una partida donde poquitos ganan mucho y donde muchos ganan bien poquito.  

Cordera lo ejemplificaba con el comportamiento que han tenido algunas variables.  La formación bruta de capital, fuente de la sostenibilidad del crecimiento económico, en México ha estado estancada en niveles por debajo de lo necesario.  El crecimiento mismo ha sido solamente aceptable gracias a cambios demográficos.  Niveles de empleo formal y salarios insuficientes –menos del 10% de la población gana más de cinco salarios mínimos–. 

De manera que la tarea sigue inconclusa.  Aunque la estabilidad haya permitido que la deuda externa se siga pagando, la deuda social se sigue abultando sin muchas válvulas de escape a la vista.  

Esto me lleva a la segunda reflexión que nos hizo, también como anillo al dedo para Guatemala: aunque cada vez más se acepta que la desigualdad extrema es un problema, paradójicamente prevalece una oposición a cualquier acción del Estado para revertirla.  Así se deduce a partir de la oposición histórica y sistemática a reformas fiscales y-o cualquier viso de intervención estatal en la economía –salvo, por supuesto, cuando sea para salir al rescate de un negocio mal hecho–.  

Es en ese marco de estabilidad macroeconómica con estancamiento y una actitud esquizofrénica ante la desigualdad que México evalúa opciones para su política social.  Allá ellos están discutiendo conceptos como federalismo social y articulación de lo social con lo productivo.  Y aquí nosotros, con diagnósticos tan parecidos pero a la vez escalas tan distintas, ¿de qué debiéramos conversar?

Prensa Libre, 6 de febrero de 2014.