La
propuesta del gobierno de tener salarios mínimos diferenciados ha provocado una
encendida discusión en varios círculos. Así
lo sugieren varias columnas de opinión, entrevistas a distintos actores, y comentarios
en redes sociales. Pocos temas son tan
repetitivos tanto en contenido como en falta de definición y acuerdo. Y como dicen que tanto va al cántaro el agua
que quizás algún día se llene y rompa, pues aquí lanzo yo también mis cinco len
a esta conversación.
Para
comenzar, al escuchar los argumentos de unos y otros me parece que en vez de
uno estamos tratando de hablar de dos problemas.
El
primero tiene que ver con absorción de mano de obra. Es decir, hay más trabajadores ingresando a la fuerza laboral que número de empleos generados. Un fenómeno que además se agudiza en países
con una estructura demográfica como la guatemalteca, donde aún estamos
disfrutando –en realidad malgastando– el bono demográfico. El segundo problema tiene que ver con el nivel
que queremos dar a esa retribución mínima que la ley garantiza a cada
trabajador.
Y aunque
están relacionados absorción con nivel salarial, no son lo mismo. Por eso mezclar salario mínimo con creación
de empleo más que aclarar enreda.
En un
país como Guatemala, la baja creación de empleo se explica mucho más por cosas
como infraestructura inadecuada, institucionalidad débil, inseguridad, violencia,
baja calidad en la formación técnica y profesional de nuestra mano de obra, y
una limitada capacidad de nuestro empresariado para adoptar tecnologías; y mucho
menos por el nivel al cual se fija el salario mínimo. De hecho, empresas que dependen de una fuerza
laboral retribuida con salario mínimo no son precisamente los motores que una
economía necesita para crecer, innovar y añadir valor a largo plazo. Luego decir que a menor salario mínimo se
generan más empleos es un argumento que no se sostiene mucho que digamos.
Por
otra parte, el significado que tiene el salario mínimo no es solamente su valor
monetario. El salario mínimo es también la
expresión concreta de un acuerdo al que la sociedad y sus actores económicos y
políticos llegan para decirnos “nadie debe emplear su tiempo y recibir un pago
inferior a x”.
Es un
piso mínimo, al igual que lo son muchos otros elementos que definen cualquier
contrato social, como por ejemplo los sistemas de educación y salud públicas, los
sistemas de pensiones y los sistemas de protección social. Es decir, el salario mínimo forma parte de
esa red de garantías sociales y económicas que los guatemaltecos estamos
dispuestos a darnos unos a otros.
Entonces,
¿por qué empecinarnos en bajar aún más el nivel y desmantelar nuestro ya débil contrato
social en vez de invertir capital político y económico en atender las
verdaderas barreras a la productividad, innovación y generación de empleo formal
que tanto necesita Guatemala?
Al
final, ¿qué porcentaje de la población se emplea por un salario mínimo? No lo
sé, pero sí sé que más o menos tres cuartas partes de nuestra población se
emplea en la informalidad y menos de un 5% cuenta con algún tipo de estudios
universitarios. Me atrevería a decir entonces
que nos estamos asustando con el petate del muerto, pues tampoco es el volumen
de trabajadores afectados por el nivel del salario mínimo lo que debe motorizar
esta discusión.
Ahora
bien, olvidémonos de todos estos argumentos y llevemos la propuesta al límite. Es decir, supongamos que a partir de mañana
cada municipio puede fijar su propio salario mínimo –porque me imagino que la
idea del gobierno no era dejarnos con una simple experiencia piloto, en donde
un pushito de municipios juegan con reglas distintas a las de todo el resto–. Ello implicaría que cada municipio tendría
que tener la capacidad de negociar y lograr acuerdos, lo cual sabemos que no es
así de sencillo. No pasa ni siquiera a
nivel nacional, mucho menos en espacios locales en donde presumiblemente las
asimetrías entre actores y riesgos de captura del proceso serían todavía más agudas.
Para
terminar, me parece que lo rescatable de todo esto es darnos cuenta que poco a
poco nos vamos orillando a tener que reabrir un diálogo nacional mucho más amplio
y complejo, que redefina las bases sobre las cuales queremos seguir viviendo en
sociedad. El sistema político y muchas
de las instituciones económicas que de él derivan han dado ya muestras de total
agotamiento.
Pero mientras
ese momento llega, por ahora ¿no será que le estamos ladrando al árbol
equivocado?
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