Ahora
que están de moda los análisis y las especulaciones por el desacelere económico
en la región todo mundo recuerda las bondades de los años maravillosos. Esa primera década del siglo XXI en la que
América Latina tuvo un período de crecimiento económico robusto (2.5% anual en
promedio), reducción de pobreza como nunca antes se había visto (16 puntos
porcentuales cayó la pobreza general y 12 la pobreza extrema), mejoras
sustantivas en la distribución del ingreso (cinco por ciento de reducción en el
índice de Gini), y un aumento de la clase media (pasó del 23 al 34% de la
población de la región). Y todo esto en
promedio. Es decir, hubo países que
tuvieron desempeños aún mejores.
Como es
normal, los análisis de mediano y largo plazo tienen que esperar un tiempo para
poder acumular evidencia y tratar de observar ese bosque que en la coyuntura se
nos pierde de vista por tener el árbol enfrente. Hace un par de días los colegas del Banco
Mundial –Renos Vakis, Jamele Rigolini y Leonardo Luchetti– publicaron un
interesantísimo trabajo titulado “Los olvidados, pobreza crónica en América
Latina y el Caribe”.
Una
mirada creativa en su método y formas de estrujar los datos para tratar de identificar
a esos pobres que Rubén Katzman había bautizado ya desde 1989 como “pobres
crónicos”, para diferenciarlos de aquellos otros que enfrentaban tal condición
de manera transitoria o inercial. Hoy,
con métodos cuantitativos más sofisticados, el tema vuelve a estar sobre el
tapete, y nos da un jalón de orejas muy fuerte a los guatemaltecos, que
claramente tenemos una papa hirviendo en las manos.
El
mensaje principal del documento es brutal: uno de cada cinco latinoamericanos o
alrededor de 130 millones de personas no han conocido nada distinto a la
pobreza, subsistiendo con menos de US$4 al día a lo largo de sus vidas. Estos
son los pobres crónicos de la región. Personas
que nacieron, crecieron, se reprodujeron y murieron pobres. Una población que ni de oídas supo de las
mieles del crecimiento económico y tampoco les llegó la ambulancia de la
protección social.
En un
extremo del espectro está Uruguay con menos del 10% de pobreza crónica, y en el otro está Guatemala
con la tasa más alta de toda Latinoamérica (¡50%!). En otras palabras, la mitad de nuestra población
pobre no ha podido mejorar su condición durante una década de bonanza; y, como
en la muerte de Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario: nadie dijo, ni dice,
ni hizo, ni hace nada.
Pero
además, este nuevo análisis de la pobreza crónica en la región nos revela que
ya es un fenómeno que afecta tanto al medio urbano como rural. De hecho, en algunos países –Chile, Brasil,
México, Colombia y República Dominicana– el número de pobres crónicos urbanos
es mayor que el de pobres crónicos rurales.
No es el caso de Guatemala, pues seguimos siendo de los países más
rurales en un continente que es mayoritariamente urbano.
Y por si
no fuera ya suficiente, el estudio confirma una vez más eso que tanto hemos
dicho y repetido por años: el crecimiento económico no ha bastado para sacar a
los pobres crónicos de la pobreza, ya que (sic) “los países con las tasas más
altas de pobreza crónica fueron los que menos crecieron. Por ejemplo, Guatemala creció menos del 1% al
año y aproximadamente el 50% de la población inicialmente pobre permaneció en
la pobreza en el 2012.”
Con tanta
y tan contundente evidencia uno esperaría que buena parte del debate nacional
estuviera enfocado hacia la manera de revertir estos números nefastos, que no
son otra cosa que la crónica de una pobreza anunciada. Pero de nuevo, nadie dijo, ni dice, ni hizo,
ni hace absolutamente nada.
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