Hace unas
semanas tuve un intercambio de ideas muy interesante con un colega guatemalteco. Debatíamos sobre la comprensión que cada uno
teníamos del desarrollo, del papel que tiene la urbanización y la importancia
que cada cual asignaba a lo rural.
Él defendía
la tesis de urbanización como estrategia de desarrollo –con argumentos todos
muy válidos, debo decir–. Por ejemplo,
el costo más bajo que tiene proveer de bienes, servicios e instituciones públicas
cuando la población está concentrada en un lugar, a diferencia de tener que hacerlo
a hogares todos dispersos entre cerros, laderas y barrancos.
Por mi
parte, yo trataba de hacer ver el valor que indiscutiblemente tiene la
urbanización, pero conjugada con una estrategia de desarrollo para el espacio
rural. Porque a pesar de que nuestro
continente es de los más urbanizados, me cuesta imaginarlo como una mera
colección de ciudades en donde el campo es visto como una variable residual,
que tiene como destino inexorable una muerte lenta por la parálisis que genera
el éxodo de sus jóvenes.
Mis
razones son muy sencillas. Amparadas en
la observación que he hecho durante los últimos años del mundo rural Latinoamericano. En el espacio rural es donde se producen los
alimentos de toda la población. Es allí
mismo en donde nacen y se manifiestan con más fuerza las organizaciones
cooperativas. Y es en lo rural donde se
desarrolla una buena parte de la mal llamada economía informal, que mal que
bien genera empleo, ingresos y medios de vida a muchísimas personas. (Eso sin mencionar que es en el espacio rural
en donde se encuentra la base de nuestra biodiversidad.)
Tales
razones –alimentos, asociatividad y dinamismo económico– para mí son
suficientes para prestarle atención a lo rural.
Sin embargo, si se quisiera llevar el argumento a una escala más
compleja, también podríamos recordar que es en el espacio rural en donde se
manifiestan las mayores formas de discriminación, exclusión, pobreza y
desigualdad. En otras palabras, son los
habitantes rurales los que están más fregados al momento de hacer corte de caja
y ver cómo le ha ido a cada quien en la sociedad en un momento dado.
En un
plano más teórico, durante los últimos años ha ganado mucho terreno el concepto
de transformación rural, entendido como –y aquí cito partes de un artículo de
mi coautoría– ‘ese proceso de cambio social integral mediante el cual las
sociedades rurales diversifican sus economías y reducen su dependencia de la
agricultura; se vuelven más dependientes de lugares distantes para comerciar y para
adquirir bienes, servicios e ideas; pasan de aldeas dispersas a pueblos y
ciudades pequeñas y medianas; y llegan a ser culturalmente más similares a las
grandes aglomeraciones urbanas. (…) La transformación rural plantea cambios en
la sociedad rural, más que su desaparición. (…) Transformación rural es la
reorganización de la sociedad en un espacio determinado, y no un espacio que se
vacía cuando las personas y la actividad económica se alejan. (…) Es un proceso
que transforma, en lugar de destruye, las sociedades rurales.’
Para un
país como Guatemala, donde el porcentaje de su población rural es de los más
altos del continente, y donde la población pobre, indígena y afrodescendiente
converge y convive en dicho espacio con formas ultra modernas de producción y
generación de riqueza, este tipo de discusiones se vuelven estratégicas y deben
promoverse con mucho más vigor.
Así, vaciar
versus transformar son dos visiones de lo rural que hoy compiten entre sí. Personalmente pienso que apostarle a vaciar
el campo porque es inviable y atrasado es equivocado y arriesgado. En su lugar, prefiero imaginar y trabajar por
una transformación rural que aproveche y aporte a la modernidad. El tiempo dirá.
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