jueves, 5 de diciembre de 2013

El joven apicultor


“(…) aunque hay islas de productividad en Guatemala, son justamente eso: espacios contados y privilegiados, que no alcanzan para generar bienestar a escala suficiente.”

Para seguir repensando en cómo salir del bache, uno de los principales desafíos que tenemos como país y como región centroamericana pasa por aumentar los niveles de empleo y la productividad del factor trabajo.  Es decir, hay que generar más empleos y hay que hacer que nuestra fuerza laboral aumente su capacidad de producir. 

Pero ¿por qué debiera ser empleo y productividad un objetivo central de política pública?  Por dos razones, una teórica y una práctica y concreta. 

Teóricamente, tan sencillo como que esa es la ruta más expedita y sostenible de redistribuir una parte de los beneficios que genera el crecimiento económico.  Expedita porque al utilizar los mercados laborales, no median programas de política social para hacer llegar ningún tipo de transferencia – salvo para aquellos que verdaderamente lo necesitan.  Así, los recursos se asignan a través de los sueldos y salarios, siempre que estos se fijen de acuerdo a productividad, oferta y demanda. 

Sostenible porque una mayor productividad de la fuerza laboral implica que el crecimiento económico del país no dependería tanto de golpes de suerte como buenos precios de nuestros tres ejotes, cuatro sacos de café y una buena zafra azucarera, sino del valor agregado que los guatemaltecos le dan a la materia prima con la que trabajan. 

Además, una fuerza laboral con altos índices de productividad es capaz de leer las señales del mercado, reubicarse de sectores deprimidos hacia otros más dinámicos, exigir sus derechos y cumplir con sus obligaciones laborales, y vigorizar el mercado interno con una capacidad de compra mucho mayor. 

En términos prácticos y muy concretos, empleo y productividad es central para países como Guatemala porque son territorios llenos de jóvenes, que hoy por hoy salen de la escuela y entran a un mercado laboral incapaz de absorberlos.  Muchachos que al adquirir la mayoría de edad automáticamente reciben su DPI engrapado a una garantía de que ingresarán al sector informal o que estarán subempleados, depreciando así el poco capital humano con el que se estrenan en la población económicamente activa.   

Es verdad que ese no es el caso de todos nuestros jóvenes, pero sí de la gran mayoría.  Porque aunque hay islas de productividad en Guatemala, como en cualquier economía del mundo, son justamente eso: espacios contados y privilegiados, que no alcanzan para generar bienestar a escala suficiente.  Son pocos los patojos que logran insertarse en empleos que van de la mano con sus intereses profesionales, que son estables, y que tienen perspectiva de crecimiento dentro de la empresa o industria.  Esa es la consecuencia nefasta y concreta de una baja productividad del factor trabajo.

Hace poco estuve con un grupo de jóvenes latinoamericanos que viven en territorios rurales.  Nos juntamos a discutir su realidad y formas de ayudarles a través de políticas públicas.  Uno de ellos, apicultor en el desierto semiárido del norte mexicano, fue tan sintético como contundente con su comentario: “no queremos que nos den nada, mis amigos y yo podemos hacerlo por nosotros mismos. Solo necesitamos una oportunidad para poder salir adelante.”

Me quedé pensando en él, en sus amigos, y en lo que sus palabras representan: la expresión más clara de la desigualdad de oportunidades latinoamericana, esa que genera y reproduce baja productividad de la mano de obra, que en mucho se explica por una ausencia del Estado en territorios rurales, y que a la postre fermenta migración, descontento, inseguridad y falta de cohesión social. 

De ahí que invertir en estrategias, políticas públicas, programas y proyectos generadores de empleo y productividad son un negocio rentable a corto y largo plazo, no solamente en términos económicos sino también sociales.  Y en países de jóvenes como Guatemala, esa debiera ser la primera y principal prioridad de cualquier gobierno.         

Si así de obvia es la conexión, ¿cómo le hacemos para conectar mejor a nuestra tecnocracia con las necesidades concretas de ese joven apicultor?

Prensa Libre, 5 de Diciembre de 2013. 
 

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