sábado, 7 de septiembre de 2013

Los Chocoyes


“Las diferencias entre Panajachel, Santiago, San Pedro, San Juan y San Marcos son abismales en cuanto a su concepción, impacto en la naturaleza y en los pobladores locales.”

Cuando pensamos y decimos que el destino de la ruralidad latinoamericana ya no está amarrado a lo que suceda con el sector agropecuario inmediatamente volteamos a ver a las otras fuentes de ingreso de los habitantes del campo.  Comercio, servicios, algún tipo de trabajos técnicos y definitivamente la actividad turística forman parte del menú.

Pero ese nivel de análisis aún es demasiado grueso.  Dentro de cada una de estas actividades se abren una infinidad de opciones muy concretas: tiendas de barrio, carpinterías, herrerías, talleres automotrices, salones de belleza, cafés internet, hospedajes, etc.   Oportunidades que van surgiendo porque el mercado lo demanda, o porque hay alguien en la localidad con las cualificaciones y el financiamiento suficientes y decide aventurar un pequeño emprendimiento. 

De todas estas opciones probablemente el turismo sea una de las actividades de mayor impacto en la comunidad.  No solamente por la atracción de visitantes y el gasto que hacen en los territorios, sino porque además vienen con sus patrones de consumo, con sus costumbres y sus intereses que se manifiestan en el tipo de comida que quieren ver en los menús, la música que quieren escuchar, las facilidades que exigen de los hospedajes, el idioma que hablan, entre otros. 

El impacto es aún mayor cuando la actividad turística se desarrolla en una localidad con riqueza y atractivos naturales o culturales.  Es decir, cuando no se construyen de la nada como ha sucedido con muchas inversiones bajo el concepto de turismo “de paquete”.  Bajo esas circunstancias el efecto disruptivo en la comunidad puede ser importante.  Tal es el caso de buena parte de la oferta turística que tenemos en el país. 

El turismo de paquete simplemente recrea un entorno artificial, como Las Vegas, Cancún, Varadero o Punta Cana.  El turismo de menor escala, por definición, implica un fino balance entre el inversionista y la comunidad donde se instala.  Balance que hay que cuidar, porque es en beneficio de ambos. 

El turismo comunitario, el de naturaleza, el cultural, el gastronómico debe guardar una cierta dosis de construcción colectiva.  En donde todos los actores involucrados participan y se mantienen alertas ante el modelo de desarrollo comunitario que están impulsando.    

La semana pasada tuve la oportunidad de visitar cuatro poblados alrededor del lago de Atitlán y constatar allí muchas de estas ideas.  Las diferencias entre Panajachel, Santiago, San Pedro, San Juan y San Marcos son muy significativas en cuanto a su concepción, impacto en la naturaleza y en los pobladores locales. 

De allí que es fundamental el papel de todos los actores sociales.  Las autoridades locales, como facilitadoras de ciertos acuerdos básicos y vigilantes del cumplimiento de los mismos; los pequeños inversionistas extranjeros, que buscando un lugar con características tan particulares como el ecosistema del lago, imprimen su huella en los poblados a través de sus hábitos y costumbres; y la comunidad, que se dinamiza con la actividad turística, desarrollando otros emprendimientos que dependen del poder de compra del visitante nacional o extranjero.  

Apostarle a la industria sin chimeneas ciertamente puede ser una opción generadora de oportunidades y desarrollo en un país rico y diverso como Guatemala.  Sin embargo, es muy importante estar muy atentos a aquellos otros efectos no deseados que el turismo puede traer consigo, para minimizarlos o mitigarlos tanto como sea posible.  Solamente así nos aseguraremos que no estamos matando la gallina de los huevos de oro, licuando esa riqueza socio-cultural nuestra que tanto cautiva al mundo entero. 

Prensa Libre, 22 de agosto de 2013.


Originalmente publicado con el título “¿Qué modelo turístico?”

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