jueves, 3 de noviembre de 2011

Por favor, ¡no más dogmas para el campo!

“En cambio, lo que sí hay son problemas reales y agendas invisibilizadas. Recursos muy escasos y prioridades terriblemente dispersas.”

Todo parece indicar que después del evento electoral del domingo dos temas estarán puestos sobre el tapete de gobernantes entrantes y sociedad civil: fiscalidad y desarrollo rural. Uno con mayor fuerza, arrastrado por la coyuntura, demandas asociadas a la campaña, aunque claramente alimentado por las profundas brechas y rezagos que definen el país. El otro, más bien estructural, pero que parece encontrar puntos de apoyo en una iniciativa de ley, una propuesta de dos universidades nacionales y la opinión de algunos columnistas que comienzan a alzar la voz por aquí y por allá.

Hay que comenzar por reconocer que el tema del desarrollo rural, a diez mil metros de altura, es como el amor a la madre. Nadie puede oponerse. Todo el mundo lo quiere y apoya. El diablo aparece, como siempre, en los detalles. Y quizás aquí es donde surge la necesidad de levantar ciertas banderas amarillas, para ayudarnos a prevenir que una discusión tan importante se vuelva a descarrilar entre el griterío y el dogma.

Para cualquier analista y hacedor de política pública medianamente serio, hay tres factores a considerar al referirse al campo. El primero tiene que ver con una limitada disponibilidad de información, sistemática, cuantitativa y cualitativa, que permita no solamente hacer buenos diagnósticos, sino documentar impactos. Ello dificulta la tarea de definir cuáles son las prioridades, qué funciona y qué no.

Digo esto sin demeritar trabajo de años de varios investigadores serios que se han dado a la titánica y paciente tarea de documentar los retos de desarrollo rural en Guatemala. Más bien es un llamado a plantearnos seriamente una estrategia de estudio y generación de información que permita mantener viva y actualizada la discusión en el país. Si no hay datos regulares, el debate político se da por llamaradas de tuzas.

Lo segundo es reconocer de entrada que si ya nuestro Estado asemeja un niño mal nutrido, las instituciones para atender la ruralidad son quizás el ejemplo extremo. Aquí el mea culpa debe ser compartido. Baja tributación, deficiente gasto, disfuncional diseño institucional y desmantelamiento dogmático de lo poco que existía han sido el pan diario.

Por otra parte, hoy no solamente Guatemala sino América Latina completa vuelve a caer en la cuenta de que los pobres del campo también suman y limitan posibilidades de los que viven en las urbes, y del desarrollo de los países en un sentido más amplio. Como si el campo vuelve a importar de repente.

Y finalmente, la lejanía (y con ello el desconocimiento) propio del centro con su periferia. Algo que si bien puede servir como una sana distancia del sujeto mismo de la política pública, también puede propiciar desconexión y distorsión en lectura y propuesta. Se taponan los vasos comunicantes entre analistas y hacedores de política y el campesino y sus diferentes formas de organización y subsistencia. Por eso hay que tener mucho cuidado, pero sobre todo mucha prudencia, al momento de emitir una opinión, ¡no digamos una recomendación!

En cualquier caso, me parece de sentido común que cualquier propuesta de desarrollo rural comience por reconocer la realidad del campo guatemalteco. Que sepa ver las innovaciones tecnológicas y de gestión para desarrollar productos, abrirse mercados, y generar ingresos. Que dé el suficiente valor y reconocimiento a la empresarialidad rural y al papel que juegan los encadenamientos productivos, y a la asociatividad como mecanismo de los pequeños productores para insertarse en el mercado internacional.

Pero también, que sepa reconocer la dicotomía que prevalece en nuestro ámbito rural. En donde también (y milagrosamente) sobreviven una masa de rezagados, guatemaltecos sin ciudadanía, ignorados y-o desatendidos por el mercado y-o el Estado, que ante la más mínima volatilidad de su entorno económico o natural sucumben. Si no fuera así, si solamente tuviéramos un tipo de sujeto rural, la historia fuera muy distinta. Para comenzar no tendríamos el subcampeonato continental en desnutrición infantil ni un 70% de pobres rurales.

Es preciso entonces identificar en voz alta y por escrito las brechas que van más allá de la dicotomía rural-urbano. Dentro del mismo grupo rural hay que hilar más fino y hacer visibles características, perfiles, modelos, incentivos, condiciones de vida.

De manera que ante la nueva ventana que parece estarse abriendo para debatir el tema, la actitud debe ser de apertura y receptividad al razonamiento diverso. Porque como suele ser el caso de cualquier problema socioeconómico, no hay recetarios. Si los hubiera, no habría pobres, no habría desnutridos, ni espacio para estas discusiones.

En cambio, lo que sí hay son problemas reales y agendas invisibilizadas. Recursos muy escasos y prioridades terriblemente dispersas. Diálogo de sordos entre pocos y esperas eternas de muchos. Por allí es por donde hay que comenzar a desatar el nudo. Pero por favor, ¡no más dogmas para el campo!

Dado que es un tema de suyo importante, en mi siguiente columna trataré de reaccionar a la propuesta que han hecho de manera conjunta la USAC y URL y otras iniciativas conexas.

Prensa Libre, 3 de octubre de 2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario