viernes, 29 de enero de 2010

La guerra que se comió nuestro capital humano

“Una sociedad en guerra se educa menos porque parte de su población en edad escolar está combatiendo en vez de estar estudiando”.

Hace unos días tuve la oportunidad de escuchar la presentación de un artículo académico titulado “The human capital consequences of civil war: evidence from Guatemala” (Las consecuencias de la guerra civil sobre el capital humano: evidencia para Guatemala). Los autores son dos economistas de la Universidad de Indiana y del Banco de Guatemala, Rubiana Chamarbagwala e Hilcías Morán. El título mismo del trabajo ya atrapa la atención de cualquier interesado en temas de desarrollo, no digamos si se tiene una noción mínima de lo devastador que fueron los conflictos armados en Centro América.

La pregunta que se hacen los autores es ¿cuánto afectó los 36 años de guerra en la acumulación de capital humano en Guatemala? Por supuesto que con un poco de intuición se puede adelantar una respuesta cualitativa.

Una sociedad en guerra se educa menos por varias razones. Porque parte de su población en edad escolar está combatiendo en vez de estar estudiando, porque se distraen recursos públicos que debieran asignarse a educación y salud (formación de capital humano), porque se destruye la infraestructura productiva y con ello las oportunidades laborales de las personas, etc. Al final del día la consecuencia es una sola: una sociedad menos educada es menos productiva, con lo cual reduce sus oportunidades de crecimiento económico y de desarrollo social.

Sin embargo, la novedad del trabajo está en otra parte. En primer lugar, en su diseño metodológico y uso creativo de fuentes de información para intentar darle respuesta a la cuestión – ¿cuánto menos dejamos de educarnos por culpa de la guerra? –. Y en segundo lugar, porque se suma a la literatura sobre el conflicto en Guatemala desde una perspectiva de desarrollo económico, cosa que no ha sido usual en el caso de nuestro país.

Para lograr dicho objetivo los autores combinan distintas bases de datos – los censos de población de 1983 y 2002, el informe de la Comisión del Esclarecimiento Histórico que surgió de los compromisos adquiridos en los Acuerdos de Paz, y el informe del Proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI) –, así como varias técnicas microeconométricas propias del tipo de información al que tuvieron acceso.

De las muchas cosas interesantes que se pueden extraer del trabajo destaca cómo, a pesar de las restricciones metodológicas y de acceso a información, el estudio refuerza hallazgos que otros investigadores han tenido al tratar de explicar fenómenos relacionados con el rezago de ciertos grupos de nuestra sociedad: la población rural y la población indígena. Por ejemplo, en aquellos departamentos en donde se registraron la mayor cantidad de violaciones a los derechos humanos, los hombres indígenas de las zonas rurales llegaron a educarse en promedio hasta un 23 por ciento menos, y las mujeres indígenas de zonas rurales hasta un 30 por ciento menos.

No está de más recordarnos que cuando se analizan trabajos como estos, deben interpretarse como meras aproximaciones a algo que sabemos es más complejo. Con efectos que trascienden más allá de variables simples como la escolaridad de las personas o el ingreso que dejaron de percibir por no educarse lo suficiente. Evidentemente existen otras dimensiones que no se pueden medir con los datos disponibles. Desde esa óptica, los resultados pueden ser considerados como un “límite inferior” de los efectos negativos del conflicto en nuestro nivel de desarrollo.

Después de leer el artículo y de escuchar a uno de los autores exponer sus principales conclusiones pensé en qué hubiera sido de nuestro país si en vez de poner a nuestros jóvenes a disparar tiros hubiéramos formado miles de maestros, contadores, bachilleres, y técnicos agrícolas. Si en lugar de asesinar líderes los hubiéramos puesto a debatir de forma amplia y vibrante desde el seno de nuestros partidos políticos y desde el Congreso de la República para que imaginaran la Guatemala de hoy. O si en lugar de gastar en armas y municiones hubiésemos becado a jóvenes para que salieran al exterior y volvieran a prestar servicio público en vez de militar.

Pero también pensé en la esperanza que da saber que la condición humana reverdece, y ya hay otra vez una cantidad importante de jóvenes guatemaltecos que están fuera del país educándose, y que estarán volviendo a dar su aporte en unos pocos años. Señal inequívoca de que la marea comienza a cambiar. ¡Ojala nunca más se nos vuelva a ocurrir la grandiosa estupidez de desterrar a miles de compatriotas ó decapitar a nuestras cabezas pensantes!

Prensa Libre, 3 de diciembre de 2009.

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