viernes, 29 de enero de 2010

Fijese que no me acuerdo...

“Cada vez es más clara la evidencia que sugiere el tránsito de sociedades pobres y densamente pobladas hacia sociedades ricas y con una tasa de crecimiento poblacional menor”.

El tema del crecimiento poblacional es un debate viejo en la historia de la humanidad. Que despierta acaloradas discusiones y que generalmente se plantea desde dos campos. Por una parte, a nivel macro, hay los que argumentan a favor o en contra de las ideas de Thomas Malthus, intelectual inglés, quien a finales del siglo XVIII pronosticaba que la tasa de crecimiento poblacional llegaría a ser tal que no sería posible alimentar al mundo.

Vale decir que la evidencia demostró que el análisis de Malthus estaba incompleto al no anticipar el fenómeno de la revolución industrial, aumento de la productividad de las personas, y la consabida caída en la tasa de fertilidad de los hogares en países que hoy se consideran desarrollados. Sin embargo, su propuesta todavía hoy se debate a la luz de la relación entre población y fragilidad de los ecosistemas.

Por otra parte, hay otro grupo de reflexiones sobre el tema poblacional que se va por un enfoque más micro, apelando al derecho de las personas a decidir por sí mismas. Usualmente es aquí donde se discute el papel que debe o no jugar el Estado, en la provisión de bienes públicos – ¡la información uno de ellos! –, y en la formulación de políticas que tienen que ver con población.

Cualquiera sea el enfoque, lo cierto es que en la vida de las personas probablemente haya muy pocas decisiones de tanta trascendencia como la de planificar el tamaño del hogar. Y en eso, idealmente se esperaría que una sociedad moderna acepte mínimamente dos principios: el primero, que esta fuera una decisión que involucra a la pareja. Es decir, que no fuera algo unilateral, porque los sacrificios materiales y emocionales que supone una paternidad y maternidad responsable son de tal magnitud, y porque tanto el padre como la madre juegan un papel fundamental en la formación de los hijos, que idealmente debe ser una decisión y tarea compartidas.

Y el segundo principio, que dicha decisión se debe procurar en una ambiente en donde lo que menos debe faltar es información. Aquí es donde juega un papel central el Estado, no para imponer o coaccionar, sino para informar y poner a disposición de la sociedad, educación y tecnología propias de un mundo moderno, de manera que las personas elijan informada y libremente.

Desde una óptica estrictamente macroeconómica, cada vez es más clara la evidencia que sugiere el tránsito de sociedades pobres y densamente pobladas hacia sociedades ricas y con una tasa de crecimiento poblacional menor. Similarmente, al observar la dimensión micro, o sea la dinámica interna de los hogares contemporáneos, cada vez es más evidente que el tiempo de los padres y madres dedicado a la formación de sus hijos es finito, como también son los ingresos que generan para sostener una familia. Cada vez son menos las familias que pueden cubrir sus necesidades con un solo ingreso, de lo cual se deduce que a más hijos menor proporción de tiempo, ingreso familiar, y por consiguiente, oportunidades para su formación y desarrollo futuro.

Solamente una decisión libre e informada hará que la construcción de ese proyecto de vida familiar sea una experiencia que provoque ilusión y amor, y no se constituya en fuente de frustración y resentimiento. Un proyecto familiar que verdaderamente pueda brindar oportunidades y condiciones de vida mejores a los nuevos seres humanos y no perpetuar ciclos de pobreza y miseria. Un proyecto familiar que contribuya a una sana discusión y crecimiento en la pareja, y no algo donde uno decide y el otro calla y se aguanta.

La discusión que se ha ventilado durante los últimos días en los medios de comunicación me hizo recordar la imagen de una adolescente indígena del área Chortí, con quien pude conversar por unos pocos minutos hace unos días. Creo que no tendría más de 17 años. De cada lado de su vestido se prendía firmemente un niñito y en su vientre crecía un tercero. Al preguntarle su edad me respondió con toda naturalidad “fijese que no me acuerdo”. Una frase tan sencilla, pero igualmente lapidaria. Que refleja una realidad plagada de negación, ignorancia, y desigualdad. Eso que en desarrollo se conoce como trampa de la pobreza, y que en el lenguaje de esa chiquita se resume en un “fíjese que no me acuerdo”.

En países como Guatemala, en donde todavía el ejercicio de los derechos entre hombres y mujeres dentro y fuera del hogar se distribuyen de forma tan desigual, es todavía más importante que los liderazgos nacionales – religiosos, políticos, intelectuales, empresariales, etc. – adopten posiciones progresistas y constructivas. Que orienten a aquellos que desafortunadamente todavía no han tenido tiempo ni medios para informarse mejor, y poder decidir sobre algo tan importante: el número de hijos desea tener y las consecuencias que acompañan tal decisión.

Prensa Libre, 12 de noviembre de 2009.

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