jueves, 25 de junio de 2015

¡Institucionalidad!, ¿cuál?

“Dos ideas muy poderosas en la Guatemala de hoy: ciudadanía con capacidad de derrocar a sus elites y redistribución del poder político, ambas precondiciones de prosperidad económica.”

Las instituciones son elemento central de cualquier proceso de desarrollo.  Más importante que la dotación misma de recursos naturales o del nivel de desarrollo tecnológico de un país.  De hecho, hay una muy amplia literatura que se ha ocupado del tema, recordándonos que conceptos como crecimiento económico, progreso social, democracia, participación ciudadana, son todas cosas muy deseables, pero difícilmente alcanzables sin eso que llamamos “instituciones”.  Que no son más que el ordenamiento que nos permite vivir en convivencia, que establece jerarquías y roles particulares para cada individuo en una sociedad.

¡Espéreme un momento!  Ordenamiento, convivencia, jerarquías, y roles.  Cuatro palabras clave que ciertamente capturan la esencia de lo que es una institución, pero que no nos dice nada respecto de sus fines y, por lo tanto, tampoco nos permite saber si son  deseables o indeseables.  Así, familia, iglesia y mafia son todos ejemplos de instituciones, claramente unas más deseables que otras.    

En una columna de opinión anterior hice referencia a un análisis reciente hecho por Acemoglu y Robinson, en donde dan su explicación del éxito o fracaso de las naciones diciendo que (sic) “los países que hoy son ricos lograron esa prosperidad porque sus ciudadanos derrocaron a las elites que controlaban el poder y crearon una sociedad en donde los derechos políticos estaban mucho más ampliamente distribuidos.” 

También decía sobre el argumento central de los autores que (sic) “son las instituciones –políticas primero, y económicas después– las que explican el desempeño de las naciones.  Poderoso planteamiento ese de llevarnos de lo político a lo económico.  De cómo las instituciones políticas, que son las llamadas a distribuir el poder, generan los incentivos para que surjan instituciones económicas que favorezcan o inhiban iniciativa, innovación, visión de largo plazo, y con ello crecimiento económico y bienestar social.” 

Dos ideas muy poderosas en la Guatemala de hoy: ciudadanía con capacidad de derrocar a sus elites y redistribución del poder político, ambas precondiciones de prosperidad económica.  Argumentos que van en contravía de esa perorata que se tienen algunos funcionarios públicos y analistas cuando salen a defender esa mal entendida e insostenible “institucionalidad” que ya no nos gobierna. 

La evidencia es amplia también en señalar que no son muchas las ventanas de oportunidad que da la historia para producir verdaderos quiebres, puntos de inflexión, que permitan a un país cambiar su trayectoria de desarrollo.  De una que refuerza instituciones extractivas y capturadas por unos pocos, hacia otra que favorezca una distribución más democrática del poder político y las consecuentes oportunidades económicas. 

Tales momentos son la excepción más que la regla.  No llegan ni siquiera en cada generación.  Y de eso los guatemaltecos sí que podemos hablar con propiedad, pues desde 1944 no se había vuelto a mencionar una primavera política, evocando aquel despertar ciudadano que fue capaz de construir un nuevo imaginario e institucionalidad básica que puso a la Guatemala de aquel entonces a la vanguardia de muchos procesos de desarrollo en la región. 

Desafortunadamente en aquellos años esa nueva institucionalidad nacional contravino los intereses de otra institucionalidad más poderosa, y la experiencia completa debió abortarse.  Nos ha tomado 70 años volver a sentir en la piel esa oportunidad de cambio pacífico y democrático, que quiebre con nuestra historia.  Y todo apunta a que a pesar de la defensa oficiosa de una institucionalidad desahuciada, ¡avanzamos!  

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