jueves, 18 de junio de 2015

Elegir ¿qué?

“La población urbana, por su parte, arde y se consume en su catarsis, pero sin terminar de coronar una posibilidad de reforma real.”

Elegir sin saber qué está eligiendo.  Es lo peor que le puede pasar a cualquiera.  Así lo dice la psicología, la sociología, la economía, y prácticamente cualquier ciencia social.  Las consecuencias de una elección a ciegas, apresurada, peor aún, con información incompleta o falsa o guiados solamente por un impulso, generalmente conducen a la frustración y al error.  Por eso personas, hogares, empresas, todo mundo, invierten una gran parte de energía y recursos justamente en eso: obtener la mejor información posible para poder así tomar la mejor decisión posible. 

Eso que aplica en el plano individual es igual en el plano colectivo.  El ejemplo clásico en democracia es un proceso electoral, en donde la mayoría adulta de una sociedad debe expresarse y elegir entre grupos de ciudadanos que se presentan y ofrecen como los más idóneos administradores de lo público, del bien común.  (Esto es el libro de texto). 

Es justamente allí, en una elección sin saber lo que se está eligiendo que deriva toda la frustración acumulada de sociedades como la guatemalteca que, una y otra vez se topan con que no cuentan con los elementos suficientes para poder desarrollar y después elegir sus liderazgos políticos.  Y vamos teniendo que validar, ratificar, legitimar con una pálida papeleta y una cruz una decisión que nos afectará cuatro años –aunque en realidad son muchos más, porque la política pública (mala y buena) tiene inercia y se extiende, a veces indefinidamente–.

En el momento por el que pasa Guatemala, con el ambiente social y político tan pero tan volátil y enrarecido (coyuntura), y con los niveles de desigualdad y debilidad institucional tan altos (estructura), esta incertidumbre se acentúa.  Se magnifica. 

La población rural, en promedio menos crítica y con un ancestral escaso acceso al poder central, se conforma con dinámicas locales, en donde lo concreto, lo inmediato, es suficiente para convivir con un sistema político y económico que como en el fondo nunca le ha dado nada, pues con espejitos y baratijas –que en el siglo XXI son almuerzos gratis, camisetas, láminas y rifas de electrodomésticos– basta.  Así que difícilmente por ahí vendrá la fuerza transformadora en la actual crisis.

La población urbana, por su parte, arde y se consume en su catarsis, pero sin terminar de coronar una posibilidad de reforma real.  Estamos como cuando hacíamos competencias de pulsos en la escuela, por ratos inclinamos el brazo en una dirección y por ratos en otra.  Mientras tanto, nuestro oponente gana tiempo y apuesta al cansancio, eso sí con una sonrisa cínica que nos repite y recuerda el nivel de descaro que ha desarrollado amplia e impunemente. 

Así, los problemas de siempre, esos históricos frenos a nuestro desarrollo, siguen allí, fermentándose: bajo empleo formal, baja productividad de los factores de producción, baja carga tributaria, desnutrición crónica, déficit de infraestructura pública –caminos, agua, luz, internet, médicos, policías, maestros, trabajadores sociales–, deterioro de nuestra base de recursos naturales, expulsión de nuestra mano de obra –calificada o no–, inseguridad ciudadana, narcotráfico y crimen organizado. 

La tensión entre esta coyuntura y aquella estructura no termina de sintetizar.  ¿Puede un país vivir así indefinidamente? ¿Puede este país soportar otros cuatro años sin contenido en sus tomadores de decisión? ¿Por qué nos está costando tanto organizarnos, cerrar el negocio, somatar de una buena vez la mesa, y comenzar a reconstruirnos?

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