“La población
urbana, por su parte, arde y se consume en su catarsis, pero sin terminar de
coronar una posibilidad de reforma real.”
Elegir
sin saber qué está eligiendo. Es lo peor
que le puede pasar a cualquiera. Así lo
dice la psicología, la sociología, la economía, y prácticamente cualquier
ciencia social. Las consecuencias de una
elección a ciegas, apresurada, peor aún, con información incompleta o falsa o
guiados solamente por un impulso, generalmente conducen a la frustración y al
error. Por eso personas, hogares,
empresas, todo mundo, invierten una gran parte de energía y recursos justamente
en eso: obtener la mejor información posible para poder así tomar la mejor
decisión posible.
Eso que
aplica en el plano individual es igual en el plano colectivo. El ejemplo clásico en democracia es un proceso
electoral, en donde la mayoría adulta de una sociedad debe expresarse y elegir
entre grupos de ciudadanos que se presentan y ofrecen como los más idóneos
administradores de lo público, del bien común.
(Esto es el libro de texto).
Es
justamente allí, en una elección sin saber lo que se está eligiendo que deriva
toda la frustración acumulada de sociedades como la guatemalteca que, una y
otra vez se topan con que no cuentan con los elementos suficientes para poder desarrollar
y después elegir sus liderazgos políticos.
Y vamos teniendo que validar, ratificar, legitimar con una pálida
papeleta y una cruz una decisión que nos afectará cuatro años –aunque en
realidad son muchos más, porque la política pública (mala y buena) tiene
inercia y se extiende, a veces indefinidamente–.
En el
momento por el que pasa Guatemala, con el ambiente social y político tan pero
tan volátil y enrarecido (coyuntura), y con los niveles de desigualdad y
debilidad institucional tan altos (estructura), esta incertidumbre se
acentúa. Se magnifica.
La
población rural, en promedio menos crítica y con un ancestral escaso acceso al
poder central, se conforma con dinámicas locales, en donde lo concreto, lo
inmediato, es suficiente para convivir con un sistema político y económico que como
en el fondo nunca le ha dado nada, pues con espejitos y baratijas –que en el
siglo XXI son almuerzos gratis, camisetas, láminas y rifas de electrodomésticos–
basta. Así que difícilmente por ahí
vendrá la fuerza transformadora en la actual crisis.
La
población urbana, por su parte, arde y se consume en su catarsis, pero sin terminar
de coronar una posibilidad de reforma real.
Estamos como cuando hacíamos competencias de pulsos en la escuela, por
ratos inclinamos el brazo en una dirección y por ratos en otra. Mientras tanto, nuestro oponente gana tiempo
y apuesta al cansancio, eso sí con una sonrisa cínica que nos repite y recuerda
el nivel de descaro que ha desarrollado amplia e impunemente.
Así,
los problemas de siempre, esos históricos frenos a nuestro desarrollo, siguen
allí, fermentándose: bajo empleo formal, baja productividad de los factores de
producción, baja carga tributaria, desnutrición crónica, déficit de
infraestructura pública –caminos, agua, luz, internet, médicos, policías,
maestros, trabajadores sociales–, deterioro de nuestra base de recursos
naturales, expulsión de nuestra mano de obra –calificada o no–, inseguridad
ciudadana, narcotráfico y crimen organizado.
La
tensión entre esta coyuntura y aquella estructura no termina de
sintetizar. ¿Puede un país vivir así
indefinidamente? ¿Puede este país soportar otros cuatro años sin contenido en
sus tomadores de decisión? ¿Por qué nos está costando tanto organizarnos, cerrar
el negocio, somatar de una buena vez la mesa, y comenzar a reconstruirnos?
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