Con
motivo de la presentación en idioma español, durante las últimas semanas se ha
vuelto a dar amplia cobertura en Iberoamérica al libro de Thomas Piketty “El capital
en el siglo XXI”. Una publicación que
desde su primera aparición en el 2013 ha puesto a economistas de todo el mundo
y de todas las escuelas de pensamiento a debatir sobre la desigualdad.
Es
verdad. Desafortunadamente hubo que
esperar a que el mundo en desarrollo estuviera sufriéndola en carne viva para
que el tema volviera a estar sobre el tapete.
Aunque por otra parte, desde una perspectiva más bien pragmática, esta infeliz
coyuntura ha logrado retomar una agenda redistributiva que evidentemente no es
–de hecho nunca lo ha sido– exclusiva de países menos desarrollados; como
tampoco pertenece a épocas pasadas, cuando la búsqueda de justicia social cobró
expresiones menos dialogantes y más violentas.
Al contrario, si algo nos debiera quedar claro es que la equidad es un
objetivo global más vigente que nunca.
Pero
son dos factores poderosos los que actúan como gran caja de resonancia a
propuestas como las del economista francés.
Primero, la agudización de la desigualdad a lo interno de los países,
ricos y pobres; y segundo, la conectividad que nos ha dado el avance
tecnológico. Sin ello seguramente la
agenda de investigación de Piketty no tendría la tracción que hoy goza.
Ahora
bien, más allá del sexapil que despierta el libro entre intelectuales, ¿será
que la tesis del libro nos corta parejo a todos o más bien prende fuego en unos
países más que en otros? A juzgar por
los datos y opiniones de especialistas más parece lo segundo.
Paradójicamente
son ahora los países en desarrollo, otrora laboratorios vivos de inequidad y
revoluciones, quienes han aportado la principal válvula de escape a los efectos
nocivos de la desigualdad. Con el
crecimiento económico en países de renta media la desigualdad entre países ha
disminuido. Y al aumentar el ingreso de
los hogares más pobres, la desigualdad se aleja del imaginario y discurso de esa
nueva clase media que está viviendo su pequeña bonanza. Por lo tanto, la preocupación de Piketty de que
el rendimiento del capital crezca a tasas mayores que el resto de la economía
pasa a un segundo plano.
Pero esto
no es más que un espejismo. Un efecto
temporal. Porque también hemos
comprobado cómo esa nueva clase media, al ver aumentado su nivel de renta,
comienza a demandar otra serie de servicios, instituciones, y accesos que le
siguen estando vedados, precisamente por esa estructura social y económica tan desigual
en la que vive. Salvo contadas
excepciones, el crecimiento de la clase media en países en desarrollo, aunque sea
medida sola y burdamente por aumentos en el nivel de ingreso de los hogares, no
implica un cambio en la estructura productiva ni mucho menos en la retribución
de los factores de la producción.
Por el
contrario, en la Europa de la eurozona y Estados Unidos la historia es
otra. Allá es el desempleo de una
clase media distinta, una que ya existía desde hace años, lo que está avivando
discusiones y planteamientos como los que propone este libro.
Entonces,
¿no será que hay que desmenuzar el mundo en una tipología más amplia para
entender las diferentes lecturas y efectos que puede tener el trabajo de
Piketty? Por ejemplo, países donde el
capital financiero tiene un peso específico muy alto (EUA); donde la estructura
del empleo formal y el desempleo son socialmente muy relevantes (eurozona); donde
la clase media ha crecido recientemente (BRICs); o donde la estructura rentista
clásica de las elites económicas continúa frenando reformas (Sudáfrica o
Guatemala).
¿Qué
pasaría si más países le dieran acceso a datos de recaudación tributaria como
los que él ha analizado para Europa?
¿Cambiarían sus conclusiones y recomendaciones? Bien valdría la pena hacer la prueba, ¿no le
parece? ¿Será que Guatemala daría el paso al frente?
Como
sea, es tarea de todos, y no solamente de Piketty, mantener esta ventana de
debate abierta el mayor tiempo posible. ¡A
ver cuánto aguantamos!
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