Observo,
converso, leo, investigo, vuelvo a observar. Y mientras más lo pienso, mientras
más intento bajar de ese nivel conceptual en donde creo que una buena mayoría
podemos estar de acuerdo, al reconocer que en la lucha por mejorar los niveles
de equidad el Estado tiene un papel muy importante que asumir,
indefectiblemente regreso al mismo punto –¡como si todos los caminos
efectivamente llevan a Roma!–. Porque aunque
parezca una Perogrullada, las avenidas para lograr una acción pública concreta,
efectiva y con capacidad de igualar oportunidades, son básicamente tres: articular
lo que existe, crear lo que falta, y fortalecer capacidades de la gente. Déjeme tratar de explicarlo.
En
prácticamente todos los países existe una oferta pública de programas que buscan
alcanzar un objetivo de desarrollo determinado.
Sin embargo, no es secreto que la coordinación y articulación efectiva
entre ellos es un desafío mayúsculo para cualquier administración de
gobierno. Guatemala por supuesto no es
la excepción. Aquí hemos ensayado
mecanismos muy poco institucionales, que más bien descansan en personalidades fuertes
de funcionarios de turno. Presidentes,
primeras damas, vicepresidentes o alcaldes son quienes deciden tomar la función
ejecutiva al pie de la letra y por su cuenta.
Precisamente porque no hay mecanismos institucionalizados que induzcan u
obliguen a trabajar de manera coordinada, y porque tampoco hay paciencia para
construir tal cosa y que rinda frutos a tiempo.
Pero
además, puede darse el caso que los programas públicos que se necesitan simplemente
no existan. Esto tampoco es novedad,
pues también sabemos que los Estados van rezagados en relación a la evolución
de las demandas de la sociedad. Desde
que se observa una necesidad, hasta que se conceptualiza, se diseña una
intervención, se le busca financiamiento, y finalmente se implementa en el
terreno, suele transcurrir un largo período de tiempo. De ahí que no es extraño encontrar grandes
vacíos entre demandas sociales y oferta pública para atenderlas.
Finalmente,
suponiendo que se lograra tal coordinación y que existieran todos los programas
que se necesitan, aun así es posible que no se logre el efecto deseado porque al
ciudadano destinatario final no le llega la acción pública. Pueden haber muchas razones para ello. Desde reglas demasiado engorrosas y difíciles
de entender; trámites que representan un costo inmediato demasiado alto, sin la
certeza de que el beneficio se vaya a concretar; o simplemente un total
desconocimiento de la existencia de instituciones, políticas, programas y
proyectos a los cuales este mismo ciudadano bien podría calificar, pero a los
cuales no accede por ignorar su existencia.
De allí la necesidad de fortalecer capacidades de organización en la
gente para generar una masa crítica tal que haga uso de todo eso que el Estado
debe ofrecerle.
A esos
tres que he llamado los factores de Perogrullo me atrevería agregar un
cuarto. Y tiene que ver con la incapacidad
–y hasta desinterés– de los Estados para experimentar, en el mejor sentido de
la palabra. Es decir, darse el tiempo y
oportunidad para aprender qué es lo que funciona y qué es lo que
definitivamente es un fracaso –porque de los fracasos también se aprende–. Aunque la innovación es un término que todos
usamos, ninguno asumimos que innovar también implica fracasar en el
intento. Por tanto, volvemos y
recurrimos a lo viejo conocido aunque sea subóptimo.
Con tal
diagnóstico, me parece que hay dos cosas que son prioritarias. Primero, el fortalecimiento de la capacidad
de planificar y evaluar desde el Estado.
Y segundo, la necesidad de trabajar necia y sistemáticamente en desarrollar
capacidades en la gente para que se organice, para que conozca la oferta
pública, para que genere demandas y las canalice a las instituciones, para
hacer valer su ciudadanía, más desde la base y menos desde la cúpula.
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