Dentro
de menos de una semana el presidente Pérez Molina deberá rendir su informe de
actividades. El penúltimo de su gestión,
aunque para todos los efectos prácticos quizás será este al que se preste más atención
ya que dentro de pocos meses habrán nuevos presidente y vicepresidente electos,
y presumiblemente la atención de la población en enero 2016 estará centrada más
en quiénes conformarán el nuevo equipo de gobierno y menos en los logros y
déficits del grupo que va de salida.
Desafortunadamente
este ejercicio de rendición de cuentas actualmente está reducido a un mero acto
formal, totalmente intrascendente y carente de consecuencia y tracción política
alguna. Distinto a lo que pasa en otros
países, donde se espera con interés el mensaje y señales que emanen del jefe del
Ejecutivo.
Me
pregunto ¿por qué no es así en Guatemala?
Bien podría ser algo mucho más relevante y útil, pues al final es un
esfuerzo de compilación de datos al que muchos funcionarios públicos le
invierten horas de su tiempo, lo que a la postre se traduce en un costo que
todos pagamos. Pero en su formato actual
me temo que es un bien público que no usa el público.
Quizás
el problema es que no tenemos punto de contraste para lo que el presidente dice
que hizo durante el último año. El país
carece de un alter ego que ponga en remojo las barbas del mandatario de turno,
y lo interpele a la luz de evidencia sólida, comprobable y recolectada de
manera sistemática. Así, los incentivos,
incluso de aquellas instituciones que podrían estar jugando un papel de
asesoría técnica y evaluación como la SEGEPLAN, carecen de un interlocutor técnicamente
solvente y políticamente legítimo, con quien poder contrastar la información
que año a año recolectan, empaquetan y tratan de comunicarnos.
Reflexiono
hoy sobre esto porque hace unos días leí notas de prensa que salieron en México
a partir del Informe de Evaluación de la Política de Desarrollo Social 2014
elaborado por el CONEVAL. El resumen es crudo
y al hueso: ingreso real que no se ha elevado en dos décadas, salario mínimo
real sin movimientos significativos, pobreza que no ha disminuido a pesar de
una mucho mayor cobertura en educación y salud, programas de gobierno sociales
y productivos dispersos y con resultados magros, déficit en calidad de los
servicios públicos, baja integración de hogares rurales a mercados fuera de sus
localidades, entre otros.
Seguramente
no son noticias que caen bien a los funcionarios de turno. Pero visto más allá de la coyuntura, es un
mecanismo democrático para provocar que la burocracia trate de argumentar de
manera seria. Tener que enfrentarse a
una narrativa diferente de la oficial es una buena forma de obligar a construir
una explicación o, mejor aún, encontrar nuevos caminos y corregir el rumbo.
Es un
ejercicio de auditoría que, bien conducido y aprovechado, puede provocar
reflexiones y decisiones de política que vayan construyéndose cada vez más sobre
la base de evidencia empírica y cada vez menos sobre lo que conviene a tal o
cual funcionario y su agenda personal o de partido.
¿Por
qué no pensar en algo parecido para Guatemala?
¿Por qué no apostarle seriamente a construir y legitimar una cultura de
evaluación de la política pública? ¿A quién le interesa que no se sepa en qué
se utilizan los recursos públicos? ¿Y a quién sí podría interesarle? Un
esfuerzo de esta naturaleza ¿no facilitaría otras discusiones estructurales y recurrentes
como la impositiva o las reforma institucional y de servicio civil?
Ahí le
dejo estas preguntas para arrancar el 2015 y aprovecho para desearle un año
feliz y en paz.
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