En una
pequeña librería (Westminster Books) de una pequeñita ciudad (Fredericton) de
un gran país (Canadá) me topé con este libro de Paul McMahon: Frenesí de
alimentación. Al hojearlo comienzo a
descubrirlo, me engancho y, como suele suceder, termino comprándolo. Es uno de los muchos títulos que pueblan la
literatura sobre sistemas alimentarios, crisis de precios de alimentos, y todas
las visiones que han (re)aparecido recientemente.
En esta
discusión sobre el futuro de la producción de alimentos en el mundo hay dos bandos:
los neomalthusianos apocalípticos que ven como única solución diezmar la
población para que alcance el pan y el vino para todos, y los cornucopias
devotos de la infinita capacidad humana para encontrar nuevas formas de
producir cada vez más y así satisfacer las necesidades de una creciente población
mundial. Esos son los extremos, los polos
del debate. En medio nos situamos la
gran mayoría, pues casi todos estamos conscientes de la necesidad de cambiar la
manera de producir, distribuir y consumir alimentos. Algunos por convicción y otros por simple
pragmatismo: los precios del petróleo y de los principales commodities así como
cambios en el clima nos están orillando a hacer un alto en el camino.
Pero cualquiera
sea la visión del problema, el diagnóstico casi siempre se refiere a dos
elementos fundamentales: la dotación diferenciada de recursos naturales y las marcadas
diferencias (desigualdades) en productividad que existe entre países y regiones
del mundo para la producción de alimentos.
Dicho esto,
no voy a cometer el crimen de querer sintetizar aquí el libro. Primero porque no se puede y segundo porque
creo que no hay nada como leerlo uno mismo y formarse su propia opinión. En lugar de eso lo voy a provocar a usted,
amigo lector, con esta escandalosa comparación entre dos agricultores del siglo
XXI, uno viviendo en Estados Unidos y el otro en África.
“El agricultor
americano maneja un tractor de 300 caballos de fuerza, planta semillas
genéticamente modificadas, usa tecnología de posicionamiento global satelital
para aplicar fertilizantes y administra una finca que se mide en cientos de
hectáreas. En contraste, cuatro quintos
de todos los agricultores en el África Subsahariana solamente utilizan
herramientas manuales, incluyendo un tipo de arado, porque ni siquiera pueden
comprar bueyes, mucho menos tractores.
Plantan semillas de bajo rendimiento, hacen poco uso de fertilizantes
industriales y típicamente utilizan la técnica de roza tumba y quema para
restaurar la fertilidad de la tierra. La
granja promedio es de dos hectáreas, es decir, aproximadamente el tamaño de
tres campos de futbol. El sistema
agrícola típico en África no se vería fuera de lugar en la Europa de la Edad
Media o entre la población Bantu hace dos mil años”.
Este es
un ejemplo más de cómo los problemas que ocasiona la desigualdad no son cuentos
teóricos ni trasnochadas de ideólogos sin cable a tierra. Tienen manifestaciones muy concretas y
consecuencias no solamente a nivel individual, sino entre países, regiones e
incluso a nivel mundial.
Condiciones
de vida tan desiguales son ética, política, social y económicamente
inaceptables, y no hacen sino reforzar el argumento de todos aquellos que
propugnamos por sociedades más igualitarias, en donde las brechas entre los que
tienen acceso a todo lo mejor y aquellos otros que no tienen ninguna opción
para subsistir solamente tienen una alternativa: ¡cerrarse!
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