jueves, 11 de septiembre de 2014

Frenesí de alimentación

“Este es un ejemplo más de cómo los problemas que ocasiona la desigualdad no son cuentos teóricos ni trasnochadas de ideólogos sin cable a tierra.”

En una pequeña librería (Westminster Books) de una pequeñita ciudad (Fredericton) de un gran país (Canadá) me topé con este libro de Paul McMahon: Frenesí de alimentación.  Al hojearlo comienzo a descubrirlo, me engancho y, como suele suceder, termino comprándolo.  Es uno de los muchos títulos que pueblan la literatura sobre sistemas alimentarios, crisis de precios de alimentos, y todas las visiones que han (re)aparecido recientemente.

En esta discusión sobre el futuro de la producción de alimentos en el mundo hay dos bandos: los neomalthusianos apocalípticos que ven como única solución diezmar la población para que alcance el pan y el vino para todos, y los cornucopias devotos de la infinita capacidad humana para encontrar nuevas formas de producir cada vez más y así satisfacer las necesidades de una creciente población mundial.  Esos son los extremos, los polos del debate.  En medio nos situamos la gran mayoría, pues casi todos estamos conscientes de la necesidad de cambiar la manera de producir, distribuir y consumir alimentos.  Algunos por convicción y otros por simple pragmatismo: los precios del petróleo y de los principales commodities así como cambios en el clima nos están orillando a hacer un alto en el camino.       

Pero cualquiera sea la visión del problema, el diagnóstico casi siempre se refiere a dos elementos fundamentales: la dotación diferenciada de recursos naturales y las marcadas diferencias (desigualdades) en productividad que existe entre países y regiones del mundo para la producción de alimentos. 

Dicho esto, no voy a cometer el crimen de querer sintetizar aquí el libro.  Primero porque no se puede y segundo porque creo que no hay nada como leerlo uno mismo y formarse su propia opinión.  En lugar de eso lo voy a provocar a usted, amigo lector, con esta escandalosa comparación entre dos agricultores del siglo XXI, uno viviendo en Estados Unidos y el otro en África. 

“El agricultor americano maneja un tractor de 300 caballos de fuerza, planta semillas genéticamente modificadas, usa tecnología de posicionamiento global satelital para aplicar fertilizantes y administra una finca que se mide en cientos de hectáreas.  En contraste, cuatro quintos de todos los agricultores en el África Subsahariana solamente utilizan herramientas manuales, incluyendo un tipo de arado, porque ni siquiera pueden comprar bueyes, mucho menos tractores.  Plantan semillas de bajo rendimiento, hacen poco uso de fertilizantes industriales y típicamente utilizan la técnica de roza tumba y quema para restaurar la fertilidad de la tierra.  La granja promedio es de dos hectáreas, es decir, aproximadamente el tamaño de tres campos de futbol.  El sistema agrícola típico en África no se vería fuera de lugar en la Europa de la Edad Media o entre la población Bantu hace dos mil años”.     

Este es un ejemplo más de cómo los problemas que ocasiona la desigualdad no son cuentos teóricos ni trasnochadas de ideólogos sin cable a tierra.  Tienen manifestaciones muy concretas y consecuencias no solamente a nivel individual, sino entre países, regiones e incluso a nivel mundial.  

Condiciones de vida tan desiguales son ética, política, social y económicamente inaceptables, y no hacen sino reforzar el argumento de todos aquellos que propugnamos por sociedades más igualitarias, en donde las brechas entre los que tienen acceso a todo lo mejor y aquellos otros que no tienen ninguna opción para subsistir solamente tienen una alternativa: ¡cerrarse!     

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