La
columna de Paul Krugman del último fin de semana en el New York Times me hizo
recordar los años de estudiante de doctorado.
Aquellos días en que ferozmente debatíamos en el aula con el profesor
Glenn Fox sobre la metodología que siguen las distintas escuelas de pensamiento
económico para validar el conocimiento.
Krugman
hacía referencia a las encuestas de la Initiative on Global Markets que realiza
la universidad de Chicago, y el aparente consenso general que hay entre
especialistas cuando se les consulta sobre distintos temas económicos, aún y
cuando todos ellos provienen de diferentes escuelas de pensamiento y
orientaciones políticas. La última fue
sobre el paquete de estímulos del presidente Obama y sus efectos sobre el
empleo, en donde curiosamente todos con excepción de uno respondieron que dicho
plan había reducido el desempleo.
Entonces
¿cuál es la gritadera? ¿Por qué los
medios pintan una realidad tan dividida? El problema es que los incentivos que
mueven a los políticos son muy diferentes.
Aquí parece que la racionalidad de los científicos sociales cuenta muy
poco –a veces nada–. Lo que domina son
otras cosas: titulares en prensa, ideología, cabildeo de grupos de interés, el
ciclo político, cuando no la simple corrupción. O sea, ¡política y razonamiento económico no
tienen nada que ver pues!
Pensé entonces
en mi país versus ese otro gigante del norte y en qué tan similar es nuestra
fauna política versus aquella. Al
parecer, salvando distancias y escalas, en los principios fundamentales no hay mucha
diferencia.
Tanto
allá como aquí al funcionario de turno no se le puede medir ni evaluar de
inmediato por la consecuencia de sus decisiones. En Guatemala con el agravante de que al no
haber posibilidad alguna de relegirse, los equipos de gobierno prácticamente no
tienen por qué preocuparse por procurar ningún tipo de transformación de fondo,
sustantiva, estructural. Hay sus excepciones,
por supuesto, pero más movidas por convicción o interés personal, según sea el
caso.
Así, el
juego político se convierte casi por completo en un manejo de percepciones y-o
escándalos. En la medida que la
población “perciba” que tal o cual funcionario hace bien su trabajo, en esa
medida estará satisfecha. Solamente los
escándalos, institucionales o personales, pueden dar al traste con la carrera
política de esa elite política. Y ni
siquiera eso, pues hay sobrados ejemplos de personajes capaces de desaparecer
por un tiempo y volver a la escena reinventados y frescos como que si nada.
Pero lo
relevante de toda esta discusión es el divorcio entre el trabajo que pueda desarrollarse
desde la arena técnica, con fundamentos y razones, versus el discurso que
finalmente utiliza el político y la desproporcionada cobertura de medios que
recibe uno y otro. El político tiene un discurso que por definición es
coyuntural y por tanto efímero en sus mensajes.
Que no necesita ser coherente porque es de una superficialidad y
generalidad tal que le permite siempre lavarse la cara mediáticamente ante cualquier
metida de pata.
Sin
embargo, mientras eso sucede, el descontento y el descrédito hacia la acción
pública y política aumentan, por una parte, y la capacidad de propuesta de
especialistas se desperdicia, por la otra.
Urge
entonces pensar en maneras de hacer responsables a funcionarios públicos, no
solamente por la honradez en su gestión, sino también por la coherencia y
racionalidad de sus propuestas. En otras
palabras, reconectar a la clase política con la reflexión que emana de
especialistas alojados en la academia y centros de pensamiento. Y hacerlos corresponsables a unos y otros por
las soluciones que propongan.
De otra
manera seguiremos ejerciendo el poder sin razón, o lo que es igual, vetando a la
razón el acceso al poder.
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