miércoles, 6 de agosto de 2014

El poder sin razón

“(…) lo relevante de toda esta discusión es el divorcio entre el trabajo que pueda desarrollarse desde la arena técnica, con fundamentos y razones, versus el discurso que finalmente utiliza el político y la desproporcionada cobertura de medios que recibe uno y otro.”

La columna de Paul Krugman del último fin de semana en el New York Times me hizo recordar los años de estudiante de doctorado.  Aquellos días en que ferozmente debatíamos en el aula con el profesor Glenn Fox sobre la metodología que siguen las distintas escuelas de pensamiento económico para validar el conocimiento. 

Krugman hacía referencia a las encuestas de la Initiative on Global Markets que realiza la universidad de Chicago, y el aparente consenso general que hay entre especialistas cuando se les consulta sobre distintos temas económicos, aún y cuando todos ellos provienen de diferentes escuelas de pensamiento y orientaciones políticas.  La última fue sobre el paquete de estímulos del presidente Obama y sus efectos sobre el empleo, en donde curiosamente todos con excepción de uno respondieron que dicho plan había reducido el desempleo. 

Entonces ¿cuál es la gritadera?  ¿Por qué los medios pintan una realidad tan dividida? El problema es que los incentivos que mueven a los políticos son muy diferentes.  Aquí parece que la racionalidad de los científicos sociales cuenta muy poco –a veces nada–.  Lo que domina son otras cosas: titulares en prensa, ideología, cabildeo de grupos de interés, el ciclo político, cuando no la simple corrupción.   O sea, ¡política y razonamiento económico no tienen nada que ver pues! 

Pensé entonces en mi país versus ese otro gigante del norte y en qué tan similar es nuestra fauna política versus aquella.  Al parecer, salvando distancias y escalas, en los principios fundamentales no hay mucha diferencia. 

Tanto allá como aquí al funcionario de turno no se le puede medir ni evaluar de inmediato por la consecuencia de sus decisiones.  En Guatemala con el agravante de que al no haber posibilidad alguna de relegirse, los equipos de gobierno prácticamente no tienen por qué preocuparse por procurar ningún tipo de transformación de fondo, sustantiva, estructural.  Hay sus excepciones, por supuesto, pero más movidas por convicción o interés personal, según sea el caso.

Así, el juego político se convierte casi por completo en un manejo de percepciones y-o escándalos.  En la medida que la población “perciba” que tal o cual funcionario hace bien su trabajo, en esa medida estará satisfecha.  Solamente los escándalos, institucionales o personales, pueden dar al traste con la carrera política de esa elite política.  Y ni siquiera eso, pues hay sobrados ejemplos de personajes capaces de desaparecer por un tiempo y volver a la escena reinventados y frescos como que si nada.

Pero lo relevante de toda esta discusión es el divorcio entre el trabajo que pueda desarrollarse desde la arena técnica, con fundamentos y razones, versus el discurso que finalmente utiliza el político y la desproporcionada cobertura de medios que recibe uno y otro. El político tiene un discurso que por definición es coyuntural y por tanto efímero en sus mensajes.  Que no necesita ser coherente porque es de una superficialidad y generalidad tal que le permite siempre lavarse la cara mediáticamente ante cualquier metida de pata. 

Sin embargo, mientras eso sucede, el descontento y el descrédito hacia la acción pública y política aumentan, por una parte, y la capacidad de propuesta de especialistas se desperdicia, por la otra. 

Urge entonces pensar en maneras de hacer responsables a funcionarios públicos, no solamente por la honradez en su gestión, sino también por la coherencia y racionalidad de sus propuestas.  En otras palabras, reconectar a la clase política con la reflexión que emana de especialistas alojados en la academia y centros de pensamiento.  Y hacerlos corresponsables a unos y otros por las soluciones que propongan. 

De otra manera seguiremos ejerciendo el poder sin razón, o lo que es igual, vetando a la razón el acceso al poder.       

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