jueves, 19 de junio de 2014

Un momento…, ¡déjame pensar!

“Hay que tener cuidado y no caer en la ilusión óptica de que una hora para un campesino es mucho más barata que la de un banquero.”

Leí un artículo en la edición de fin de semana del New York Times: “Poor and clocked out”.  Una discusión sobre un tipo de pobreza del que muy poco se dice: la pobreza de tiempo.  Regularmente no solemos prestarle mucha atención –al menos no en el mundo moderno, tan lleno de estímulos y distractores–, justamente porque no tenemos tiempo para pensar en que quizás sea allí, en la falta de tiempo, donde reside una de las fuentes del problema.

El argumento central conecta la falta de dinero (pobreza material) con las decisiones económicas que hacen los individuos día a día.  Todos estamos expuestos a hacerlo a cada momento: decidimos qué comprar, cuánto ahorrar, cuándo pedir un préstamo, etcétera.  Cada decisión que hacemos demanda un tiempo de procesamiento para poder escoger lo que pensamos es más conveniente. 

Me recordó una película que discutimos con mi hijo mayor hace unos meses: In Time.  Allí también la trama estaba construida alrededor de la abundancia o la escasez de tiempo.  Los ricos tenían mucho tiempo para gastar, y los pobres tenían muy poco tiempo y por lo tanto siempre estaban viviendo de prisa para sacarle el mayor provecho a cada una de los pocas horas que tenían. 

Tanto el artículo como la película tienen el mismo mecanismo de transmisión: con suficiente tiempo se toman mejores decisiones, con ello hay mayor aprovechamiento de las oportunidades, que generan más dinero, riqueza, más bienestar, que luego se traduce en más tiempo disponible (¡y viceversa!).  Y no se crea que son cuentos chinos, eh.  El asidero empírico está allí, demostrando de muchas maneras.  Cuando se tiene presión de tiempo para pensar y decidir, o cuando se sabe que son pocas las opciones (escasez) el estrés aumenta y con ello la probabilidad de errar.  Y los pobres tienen el agravante de contar con muchos menos mecanismos para asegurarse contra errores de cálculo. 

Pero además hay otro efecto mucho más perverso y perecedero en la escasez de tiempo: obliga a las personas a priorizar lo urgente e inmediato por sobre una planificación estratégica.  Y bien sabido es que el bienestar se construye en gran medida sobre la base de decisiones suficientemente pensadas: número de hijos, tipo de trabajo, profesión, barrio, relaciones interpersonales, entre otras.  Son todos eventos que pueden o no planificarse, pero en definitiva tienen un impacto en el nivel de bienestar personal y familiar.

Toda esta discusión en apariencia totalmente ajena a la pobreza tiene una implicación de política pública muy concreta: el diseño de cualquier tipo de programa social debiera tomar en cuenta el costo en tiempo como uno de los factores de éxito o fracaso.  Hay que tener cuidado y no caer en la ilusión óptica de que una hora para un campesino es mucho más barata que la de un banquero.   

En términos absolutos quizás lo sea, pero el tiempo, como casi cualquier otra dimensión del bienestar, tiene una dimensión relativa y subjetiva.  El uso del tiempo debe medirse en función del costo de oportunidad que tiene para el individuo.  Una hora mal invertida para un campesino en tiempo de siembra o cosecha puede tener un altísimo impacto en la seguridad alimentaria de su familia y en su condición de pobreza.    

Reuven Feuerstein probablemente resumiría todo esto en una sola frase: un momento…, ¡déjame pensar! 

No hay comentarios:

Publicar un comentario