jueves, 24 de octubre de 2013

Estados de espaldas a los pequeños


“Al final los latinos cambiamos una miopía por otra.  Pasamos de la negación de la pobreza rural a la negación de la capacidad productiva de los pobres del campo.”

Los problemas son los mismos, los diagnósticos son muy similares, los vacíos institucionales se repiten.  Es como ver las películas de Batman.  Cambian los actores de turno pero la trama permanece intacta. 

Así es el cuento del desarrollo rural para pequeños productores, agricultores familiares y campesinos en América Latina.  Una población que habita en una región que se desarrolla y consolida en muchos frentes, pero que al mismo tiempo mantiene un déficit de bienestar para grupos fatalmente identificados: indígenas, afro descendientes y mujeres.  Todos ellos nacen en desventaja “porque sí”, pero además sus carencias se acentúan cuando les toca habitar en territorios rurales. 

Para ajuste de penas, las transformaciones y reformas que se impulsaron dese los años noventa instalaron un paradigma difícil de desmontar.  La lógica es muy simple y tal vez por eso mismo muy contundente: a los grandes productores del campo se les desarrolla con condiciones macroeconómicas que les den estabilidad de precios y con una estrategia de apertura hacia mercados internacionales –en el entendido que los mercados domésticos nunca serían suficientes–.  Y a los pequeños les queda la protección social como instrumento de asistencia para mitigar su condición de pobreza, y para que los más aptos con un golpe de suerte logren migrar. 

Fue bajo ese mantra que al paso de los años el Estado Latinoamericano decidió olvidarse que los pequeños productores tienen capacidad de elevar su productividad y con ello salir de la pobreza.  Ese olvido deliberado lo hizo desmontar instituciones, despedir técnicos, cerrar programas de fomento, dejar de dar crédito, y contraer presupuestos públicos. 

En cambio, el Estado Latinoamericano decidió enfocar todas sus baterías hacia la protección social.  Un poco por mérito propio y otro poco por imitación y sugerencia externa.  Le asignó a este objetivo mucho presupuesto, construyó nuevas capacidades en su burocracia, creó ministerios, aprendió técnicas muy sofisticadas de seguimiento y evaluación, documentó y compartió sus experiencias con otras regiones del mundo que hoy lo imitan. 

Esto no es intrínsecamente malo.  Solamente es incompleto.  Porque lo correcto hubiese sido mantener ambos tipos de acción pública –las productivas y las de protección social–, en vez de convertir la discusión en un juego de suma cero.   

Al final los latinos cambiamos una miopía por otra.  Pasamos de la negación de la pobreza rural a la negación de la capacidad productiva de los pobres del campo.  Y hoy comenzamos a observar los efectos de esta elección porque la pobreza en las aldeas persiste a pesar de todo.  A pesar de haber enflaquecido nuestros gobiernos, a pesar de haber hecho protección social, a pesar de haber alcanzado la estabilidad macroeconómica, a pesar de todo ello la pobreza rural persiste. 

De manera que el modelo de desarrollo parece haber cumplido su tiempo y quizás es hora de revisarlo.  De hecho la región ya se hace nuevas preguntas, signo inequívoco de que es necesario mudar el paradigma.  Hasta hace muy pocos años era casi una herejía hablar de estrategias de salida de programas de protección social, no existía espacio político para hablar de agricultura familiar, y la nueva ruralidad Latinoamericana pasaba por debajo del radar de las agendas de todo mundo. 

Pero a pesar de estos nuevos espacios que se abren en la región, hay preguntas que nos queda de tarea a los guatemaltecos: ¿hacia qué mudaremos ahora? ¿cómo poder acelerar y consolidar ciertas transformaciones? ¿cómo ayudar a que esta discusión regional salpique con más intensidad en Guatemala? Francamente creo que todavía no lo sabemos bien.        

Prensa Libre, 24 de octubre de 2013. 
 

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