jueves, 13 de diciembre de 2012

¿Milpa o salario?

“(…) fundamentalmente se trata de mudarnos hacia una visión estratégica que reconozca a la ruralidad como algo que hace rato dejó de ser sinónimo de la gran agricultura comercial.”

El campo en la ciudad está que arde. El campo por haberse atrevido a ser sujeto principal de una agenda que ha estado pendiente por años, y la ciudad porque es allí en donde se toman las decisiones políticas de ambos mundos: el rural y el urbano.   La hoy ya famosa iniciativa de ley 4084 ha puesto a unos y otros a pegar de gritos, escribir pancartas, hacer plantones, mandarse mensajes por la prensa, presentar recursos ante cortes y cabildear tupido y parejo.  De todo se vale con tal que la ley pase o no pase, según a quién usted le pregunte. 

Por supuesto, en todo esto hay también aquellos que quieren hacer su agosto con cada coyuntura.  Al final, la politiquería se aprovecha ante la falta de un sistema político con incentivos para operar pensando más en el mediano plazo, y menos en cómo hacerse de la guayaba cada 48 meses.  La oposición de turno no hace sino ponérsele al brinco al gobierno de turno mientras espera su turno, cuando lo más sensato sería enfriar la cabeza y trabajar una propuesta única que construyera sobre el proceso ya recorrido. 

Alguien propuso que lo que le falta para superar la pobreza del campo es más inversión.  ¡Brujo!  Pero la pregunta del millón de quetzales no es esa, sino más bien ¿cómo se logra esa bendita inversión en el campo en niveles suficientes para generar empleo?

Ciertamente no será por la vía de dar exenciones fiscales ni tratos preferenciales a inversionistas para que vayan a poner una fábrica a Chuatuj ó a San Manuel Chaparrón.  Cualquier empresario medianamente exitoso sabe hacer cuentas y entiende que ningún negocio será suficientemente rentable en el mediano plazo si lo que tiene a la mano son empleados con escasamente 3 ó 4 años de escuela de baja calidad y deficiente estado nutricional.  Eso no es más que síntoma de la ausencia de bienes públicos rurales, que hacen poco atractivo invertir capital en condiciones de baja productividad y rentabilidad. 

También se rumora sobre la pulverización en la tenencia de la tierra.  Francamente no creo que nadie en su sano juicio esté hoy proponiendo tal cosa para el país.  Otros andan presentando a la agricultura familiar como una visión dicotómica milpa versus salario, lo cual me parece igualmente equivocado. 

Se trata de reconocer la heterogeneidad de los pequeños productores, en donde aquellos que están en condiciones más precarias difícilmente saldrán sin una intervención focalizada que debe gestarse desde el sector público.  Se trata también de que aquellos otros pequeños productores con mayor capacidad de producir y comercializar tengan condiciones mínimas: una carretera saca cosechas, un paquete tecnológico, asistencia técnica, semillas de calidad, instituciones públicas que les faciliten información para asociarse y producir eficientemente, y productos financieros que respondan a los riesgos que su actividad agropecuaria enfrenta. 

Pero fundamentalmente se trata de mudarnos hacia una visión estratégica que reconozca a la ruralidad como algo que hace rato dejó de ser sinónimo de la gran agricultura comercial.  De entender que el mercado no es algo que funciona al vació, sino que esta constituido por una densa red de instituciones sin las cuales es prácticamente imposible que opere adecuadamente, y que muchas de estas instituciones todavía no existen para una parte importante del sector rural guatemalteco.   

En democracia se vale disentir, es verdad.  Lo que ya no se vale es que en pleno siglo XXI sigamos comportándonos como el perro del hortelano, y que además se ande asustando con el petate del muerto a una clase media urbana, que en su gran mayoría no tiene mayor conexión ni empatía con la realidad del campo.   

Prensa Libre, 13 de diciembre de 2012.

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