jueves, 10 de febrero de 2011

Un Estado huérfano

“Tenemos pues un Estado huérfano. Un Estado del cual sus élites hablan con cólera, a veces hasta con desprecio, o bien haciendo una apología igualmente irreal.”

Siempre me he preguntado por qué nos cuesta tanto lograr acuerdos mínimos en torno al Estado. ¿Por qué? Si el Estado guatemalteco ni siquiera es de un tamaño significativo, como sí lo son los Estados europeos, el norteamericano, o incluso algunos países en América Latina.

Históricamente tampoco es que nuestro Estado haya tenido grandes épocas doradas, de las cuales por una mala decisión hubiéramos salido, y a la que todos quisiéramos volver lo antes posible. Al contrario. Más bien hay períodos que quisiéramos como borrar de la memoria colectiva, ó que cuando menos se transformaran en simples pesadillas.

Por lo general, cuando se habla del Estado guatemalteco es como tratar de atrapar un fantasma, un espectro, una ilusión. Un imaginario inconcluso, generalmente teñido por la miopía que nos da la clase social en donde nacimos.

Para unos, el Estado no existe porque en términos prácticos no les ha llegado nunca. Es más, si quieren verlo tienen que dejar el campo, tomar la camioneta extraurbana y venirse a malvivir a la capital. En ese trayecto comienza a aparecer un poquito en los carriles de asfalto de la CA-9, y ya por Chimaltenango el paso a desnivel en construcción le da un toque de inacabada modernidad.

Pero al llegar a la jungla de concreto, en la terminal de la zona 4, sin proponérselo, el ciudadano rural se da cuenta que el Estado guatemalteco tampoco es sinónimo de un cambio cualitativo en su nivel de vida, sino más bien una fuente lánguida de servicios de sobrevivencia: el retén de la policía, la periférica del IGSS, la escuela pública, el picop con camper de los bomberos.

Y si se quedan por allá en provincia, el rostro estatal es de rasgos más sencillos aún. Uno que otro programa público – de volátil continuidad después de los tres o cuatro años de turno – como el saco de fertilizantes, microcréditos, transferencias en efectivo, o alimentación escolar. (Eso sí, siempre que su comunidad haya caído dentro de las favorecidas por el sistema de focalización, porque los recursos nunca alcanzan.)

Para el otro extremo de la distribución la historia tampoco es muy distinta. La cara más visible del Estado es la planilla del IGSS, del IVA o del ISR – siempre vistas como barrilitos sin fondo, porque a cambio de eso no reciben mayor cosa – ó el Ministro, el Presidente, o el Secretario de turno, a quienes se tiene regular acceso, pero que siempre son vistos como producto lácteo: con fecha pronta de expiración. Y por tanto, mientras más se acerca el último día más es la desconfianza.

En el medio queda una esmirriada clase media. Esa que idealmente debiera ser una mayoría pero que aquí no lo es. Un grupito de hogares que generalmente hace uso del Estado porque no tiene opción. Si la tuviera, seguramente pagaría por cada uno de los servicios públicos.

Tenemos pues un Estado huérfano. Para unos no existe y para otros sobra. Un Estado del cual sus élites hablan con cólera, a veces hasta con desprecio, y cuando no, en pocos y contados casos, lo hacen con apologías igualmente irreales. En toda esa distorsión reside la dificultad de hacer avanzar reformas y modernización de lo público.

Nuestra relación con el Estado es entonces como la de esos padres e hijos que se reclaman mutuamente el abandono de años, pero que a la vez buscan continuamente una cercanía que no llega por ninguna parte. Tal vez la razón sea que el Estado guatemalteco no fue concebido para aglutinar, sino más bien para mantener una relación distante y fría con su sociedad.

Una distancia que, a la postre, se traduce en una fuerza centrífuga que expulsa a esas mismas élites que podrían conducirlo. Pero que también catapulta a las masas. La gran ironía de esta difícil relación con nuestro Estado es que, sin excepción, todos los que deciden salir de Guatemala, de forma temporal o permanente – sean intelectuales, empresarios, artistas, profesionales ó mojados –, buscan refugio en sociedades con Estados mucho más fuertes y presentes en la vida del ciudadano. Es más, ¡hasta aprenden a usarlo, cuidarlo y valorarlo!

Vivimos pues en una sociedad que en su gran mayoría da la espalda al Estado. Lo niega y reniega. Simplemente porque nació y aprendió a vivir sin él, ó peor aún, a desconfiar de él. Lo que ya debiéramos saber es que esa no es una estrategia que nos va a sacar del atraso.

Prensa Libre, 10 de febrero de 2011.

1 comentario:

  1. Muy interesante reflexion, pero quisiera hacer la siguiente aclaracion: no todos los que vivimos (temporalmente) fuera de Guatemala "valoramos" la presencia del estado en el dia a dia de la vida...

    Por ejemplo yo no considero que un estado mas fuerte es lo que se necesita en Guate... en todo caso, una sociedad civil mas fuerte, mas unida, y mas critica del Estado (incluyendo la propuesta de alternativas).

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