jueves, 17 de junio de 2010

Suspendidos en el tiempo

“Guatemala es un país de contrastes, como escribiera Alberto Fuentes Mohr hace cuarenta años.”

¡Guatemala no cambia, nunca va a cambiar!, me dijo hace veintitantos años una señora por quien guardo especial aprecio. Entonces no comprendí ni compartí su sentimiento y significado. Con el tiempo he ido constatando que había mucho de verdad en sus palabras. Cinco trozos, que dibujan “escenas diferentes” en 150 años de historia, le dan la razón. ¡Va por usted doña Mimi!

La ciudad no había cambiado mucho desde que los “salvajes” de Carrera custodiaron las calles polvorientas. Aparte de haber terminado la construcción de la catedral, el Fuerte San José y un teatro nacional que parecía fuera de lugar en una ciudad de sólo mil doscientas casas, el gobierno no había invertido mayor cosa en el desarrollo urbano. Por lo mismo, cincuenta mil personas vivían cómodamente detrás de gruesas paredes blancas de adobe que resguardaban los anchos patios interiores. Las calles sin pavimentar se convertían en ríos de lodo durante la temporada lluviosa, pero las fuentes y jardines rompían la monótona serie de casas bajas, distribuidas en la clásica parrilla española, con las elites habitando el núcleo de casas que circundaba la Plaza Central. (Ciudad de Guatemala en 1870, “El ascenso de las élites industriales en Guatemala”, Paul Dosal).

Ubico resolvía en el momento: me destituyen al contralor, le dan cien palos al maestro, usted se casa con la señorita, y todo cuanto hubiera que disponer. Con frecuencia él mismo aplicaba los castigos, ya sea por la vía del fuete o de las patadas. Al poco tiempo llegó Arévalo y la gente se reunió, como era costumbre, para plantearle sus problemas al Señor Presidente. Arévalo respondía explicando a qué instituciones debían acudir para resolver esos problemas, pues eso era lo que mandaba la ley. “Y dónde están esas instituciones”, preguntaba la gente. “En la capital”, respondía él. O sea, a días de camino, y sólo para iniciar un proceso de nunca acabar. Cuando Arévalo partía, la gente se quedaba comentando: “Este no ha de ser el presidente porque no manda”. (Giras presidenciales al interior en los años cuarenta, “Las huellas de Guatemala”, Gustavo Porras Castejón).

Tina tenía dos hijos y cierto día le pregunté por ellos pues nunca los llevaba. Resultó que se quedaban solos de lunes a sábado, desde las siete de la mañana hasta la una o dos de la tarde, cuando ella volvía. Los niños tenían año y medio y cinco años. Le expresé mi inquietud por lo peligroso de su medida (…). Tina respondió que para evitarles accidentes los dejaba amarrados de la cintura a un pilar del corredor que la longitud del lazo les permitía moverse sólo donde no había peligro y que la soga del grandecito era un poco más larga, de manera que alcanzara una jarrilla de atol. El fogón lo dejaba apagado. Lo dijo con sencillez y naturalidad, explicándome estoicamente que no tenía otra alternativa. Carecía de familiares, vivía en las afueras del pueblo y su trabajo la llevaba de una a otra casa durante cada jornada. (Zona Ixil de Guatemala en los años setenta, “Mujeres en la Alborada”, Yolanda Colom).

Al mediodía pasé por las calles polvorientas de uno de los barrios marginales. Allí vi a borrachos tirados en el suelo, durmiendo el sopor de su intoxicación, las caras cubiertas de moscas, mientras que desentendiéndose de ellos, niños harapientos jugaban balompié con una pelota de trapo. Para esos pequeños, los borrachos tirados en la calle, los desagües fétidos, los zopilotes que hurgan en los basureros, son parte de la existencia diaria. (Ciudad de Guatemala en 1970, “Secuestro y Prisión”, Alberto Fuentes Mohr).

La sociedad guatemalteca se parece a un edificio extraño de lejos, desagradable de cerca y que produce la impresión que está a punto de implosión; es una mezcla de estilos arquitectónicos incompatibles e incongruentes: repugnante en su estructura profunda de donde se elevan con dificultad muros grises, sucios. Luego, en la base, breves espacios de ventanas deformes, con las maderas y los vidrios rotos, como si fueran ojos enfermos, orificios apiñados, dando la sensación de un pesado conjunto de estrechos departamentos con jirones de ropa secándose en el exterior. (…) Más arriba, muy arriba, el edificio va ganando en limpieza y proporcionalidad, dando una sensación de bienestar cuando culmina finalmente en lo alto con un moderno estilo señorial, ligero y elegante. El contraste de su sección superior es visible por la limpieza, el orden y la dignidad de sus espacios de luz, flores y sol. Y porque se encuentra, lejano y ajeno de la base. (Estratos sociales guatemaltecos en el año 2000, “Guatemala: un edificio de cinco niveles”, Edelberto Torres Rivas).

Guatemala es un país de contrastes, como escribiera Alberto Fuentes Mohr hace cuarenta años. Lo ha sido y lo seguirá siendo. Pero no son contrastes a secas, sino que además están impregnados de una estática pavorosa. Quizás sea esa mezcla infame la que nos impide pensarnos como una nación que da la cara al futuro, en vez de andar cabeza gacha, pateando solamente nuestra sombra.

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