La
diversidad de antecedentes determina la disparidad de expectativas. Por eso la
corrupción tiene una proyección distinta sobre la política en cada país. Así tal cual lo puso Carlos Pagni en su
columna “El ABC de la corrupción”, haciendo una reflexión sobre los tres casos
de las mujeres presidentas latinoamericanas que están enfrentando de manera
simultánea escándalos por corrupción.
Por
supuesto, con el agravante que da haberse hecho del poder político con banderas
de izquierda, con lo cual la pena y castigo es doble. Porque así es muchas veces la moral: doble. Como si los negocios bajo la mesa fueran
exclusivos de tirios y no de troyanos. No
debemos olvidar que la corrupción, como el tango, se baila de a dos. Y no con esto se disculpa la falta, solamente
señalo el cacareo diferenciado.
En todo
caso, lo que no puede dejar de llamarnos la atención es ese enorme distractor
en que se convierte la corrupción. Desviando
energías y recursos de aquello otro que en principio es mucho más sustantivo y
edificante para la sociedad: el juego y competencia de ideas y propuestas
alternativas para atender necesidades sociales.
De eso va la democracia y a eso aspira el desarrollo.
En
países más atrasados en términos de institucionalidad, organizaciones políticas
y propuestas conceptuales la cosa es todavía peor, pues la corrupción se
convierte en un freno doble. Además del
daño que ocasiona per se, impide el florecimiento de una saludable diversidad
política. La sociedad deja de
interesarse por la coherencia de los planteamientos programáticos de sus elites
dirigentes y comienza a pedir lo básico: un mínimo de decencia.
En
lugar de estar enfocados en temas sustantivos al desarrollo social, los
escándalos que nos regalan a diario las clases dirigentes hacen que las
demandas se vuelvan muy primarias: que roben pero que por lo menos hagan
obra. ¿Obra? Sí, obra. Que quiere decir
asfalto, tubo, cemento y block.
Y así
es como la corrupción frena el progreso presente y futuro. En países como Guatemala se nos pasan los
años con una democracia que se quedó enana, un Estado anoréxico que no encontró
la forma de dejar de serlo, partidos políticos que fueron vaciados de
contenido, y una sociedad civil con déficit de atención, limitaciones
discursivas e incapaz de resonar sus pocos mensajes para motorizar cambios.
Todo, o una muy buena parte, a causa de esta maldita corrupción que nos
carcome.
El
clamor por lo esencial, por intentar detener –o cuando menos denunciar– el descaro,
paraliza todo lo demás: estrategias de desarrollo, claridad y consistencia en
la política económica, consolidación de un modelo de protección social,
cualificación y meritocracia en nuestra burocracia, reformas a la Constitución,
por decir algo.
Por
supuesto, aunque en este río revuelto perdemos todos, como en la rebelión en la
granja de Orwell, unos pierden más que otros porque unos son más iguales que
otros. Porque en Guatemala la espera es
un lujo que ya solo se pueden dar unos pocos.
Los mismos pocos de siempre. Esos
a los que el impacto de un fallo de mercado o una ineficiencia gubernamental
les representa poco más que una molestia o costo marginal que siempre pueden
trasladar. Mientras que para el resto
mayoritario, este descalabro que estamos viviendo supone limitar seriamente las
perspectivas de una vida plena.
Esto es
lo que volverá a estar en juego en cinco meses.
Y me temo que no con mucha perspectiva de cambio. Al menos no dentro de las reglas actuales del
juego y de sus actuales jugadores. Se
agotó el sistema, compatriotas. Démonos
cuenta que la pita ya no da para más. ¿Y ahora?
Le
deseo un feliz descanso de Semana Santa.
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