“Las diferencias entre Panajachel, Santiago, San Pedro, San Juan y San Marcos son abismales en cuanto a su concepción, impacto en la naturaleza y en los pobladores locales.”
Cuando pensamos
y decimos que el destino de la ruralidad latinoamericana ya no está amarrado a
lo que suceda con el sector agropecuario inmediatamente volteamos a ver a las
otras fuentes de ingreso de los habitantes del campo. Comercio, servicios, algún tipo de trabajos
técnicos y definitivamente la actividad turística forman parte del menú.
Pero ese
nivel de análisis aún es demasiado grueso.
Dentro de cada una de estas actividades se abren una infinidad de
opciones muy concretas: tiendas de barrio, carpinterías, herrerías, talleres
automotrices, salones de belleza, cafés internet, hospedajes, etc. Oportunidades que van surgiendo porque el
mercado lo demanda, o porque hay alguien en la localidad con las cualificaciones
y el financiamiento suficientes y decide aventurar un pequeño
emprendimiento.
De
todas estas opciones probablemente el turismo sea una de las actividades de
mayor impacto en la comunidad. No
solamente por la atracción de visitantes y el gasto que hacen en los
territorios, sino porque además vienen con sus patrones de consumo, con sus
costumbres y sus intereses que se manifiestan en el tipo de comida que quieren ver
en los menús, la música que quieren escuchar, las facilidades que exigen de los
hospedajes, el idioma que hablan, entre otros.
El
impacto es aún mayor cuando la actividad turística se desarrolla en una
localidad con riqueza y atractivos naturales o culturales. Es decir, cuando no se construyen de la nada
como ha sucedido con muchas inversiones bajo el concepto de turismo “de paquete”. Bajo esas circunstancias el efecto disruptivo
en la comunidad puede ser importante. Tal
es el caso de buena parte de la oferta turística que tenemos en el país.
El
turismo de paquete simplemente recrea un entorno artificial, como Las Vegas, Cancún,
Varadero o Punta Cana. El turismo de
menor escala, por definición, implica un fino balance entre el inversionista y
la comunidad donde se instala. Balance
que hay que cuidar, porque es en beneficio de ambos.
El turismo
comunitario, el de naturaleza, el cultural, el gastronómico debe guardar una
cierta dosis de construcción colectiva.
En donde todos los actores involucrados participan y se mantienen alertas
ante el modelo de desarrollo comunitario que están impulsando.
La
semana pasada tuve la oportunidad de visitar cuatro poblados alrededor del lago
de Atitlán y constatar allí muchas de estas ideas. Las diferencias entre Panajachel, Santiago,
San Pedro, San Juan y San Marcos son muy significativas en cuanto a su
concepción, impacto en la naturaleza y en los pobladores locales.
De allí
que es fundamental el papel de todos los actores sociales. Las autoridades locales, como facilitadoras
de ciertos acuerdos básicos y vigilantes del cumplimiento de los mismos; los
pequeños inversionistas extranjeros, que buscando un lugar con características
tan particulares como el ecosistema del lago, imprimen su huella en los
poblados a través de sus hábitos y costumbres; y la comunidad, que se dinamiza
con la actividad turística, desarrollando otros emprendimientos que dependen
del poder de compra del visitante nacional o extranjero.
Apostarle
a la industria sin chimeneas ciertamente puede ser una opción generadora de oportunidades
y desarrollo en un país rico y diverso como Guatemala. Sin embargo, es muy importante estar muy atentos
a aquellos otros efectos no deseados que el turismo puede traer consigo, para
minimizarlos o mitigarlos tanto como sea posible. Solamente así nos aseguraremos que no estamos
matando la gallina de los huevos de oro, licuando esa riqueza socio-cultural
nuestra que tanto cautiva al mundo entero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario