Pareciera
que existe una ruta marcada en la agenda de desarrollo internacional. Primero hablamos de pobreza. Instalamos el debate, el concepto, la
medición, las implicaciones de hacer o no hacer nada al respecto. Luego vino la discusión sobre
desigualdad. Como era de esperar, aquí
el consenso fue menor. De hecho, algunos
dirán que no hay espacio para estar de acuerdo.
Y ahora de manera sutil pero constante se comienza a instalar un nuevo
tema: inclusión social.
Cada
vez más y más se la menciona. Ya no
solamente entre académicos sino en el mundo de la política pública
también. Aunque no se tenga mucha
claridad respecto de qué significa realmente.
¿Qué es la inclusión social? A
veces pareciera que resulta más sencillo asociarlo a otros procesos para tratar
de atrapar el término. Por eso es que
nos referimos a cosas como crecimiento económico incluyente, o un sistema
político excluyente. En todo caso, la
noción que nos revolotea a todos cuando hablamos de inclusión o exclusión social
tiene que ver algo así como con “tomar en cuenta o dejar fuera” a alguien o a
un grupo.
La
literatura sobre el tema nos dice que la inclusión social es un proceso de
mejoramiento de habilidades, oportunidades y dignidad de las personas. Especialmente de aquellas que se encuentran
en desventaja sobre la base de su identidad. Es decir que la inclusión social se la asocia
a elementos como raza, etnia, género, religión, preferencia sexual, lugar de
residencia, discapacidad física o mental, por citar solamente algunos ejemplos.
Al asociar
la inclusión social con elementos de identidad automáticamente se convierte en
un tema relevante para todo tipo de sociedades, sean estas ricas o pobres. También pasa a ser relevante para todos los estratos
socioeconómicos. Es decir, se posiciona
como un concepto verdaderamente global. Ya
no es como otros temas en donde los países avanzados y ricos pueden prescribir,
y los países más atrasados y pobres tienen que tomar nota y hacer la
tarea. Así, la inclusión social no se
refiere solamente a bienestar económico, sino que incorpora otras dimensiones
como voz y empoderamiento.
De
manera tal, podemos entonces decir que en toda sociedad habrá siempre grupos de
personas que son excluidas, independientemente de su nivel de ingreso. Por ejemplo, solamente por el hecho de asociárseles
a determinado grupo étnico, por sus creencias religiosas o sus preferencias
sexuales pueden ser excluidos, y con ello privárseles de la oportunidad de
desarrollar sus habilidades plenamente.
¿Y cuál
es el problema con excluir? O dicho de otra manera, ¿qué gana una sociedad,
economía o país con ser más incluyente? Para comenzar (¡y solo para comenzar!),
la utilización del recurso humano se ve afectado. Si hay mucha gente excluida, hay mucho
talento subutilizado o desperdiciado. Y
con ello, la economía no alcanza su potencial.
Hay desperdicio.
Pero
además, en presencia de exclusión, alcanzar acuerdos sociales se convierte en
algo aún más difícil ya que, por definición, algunos tomarán las principales decisiones
en la sociedad, y otros simplemente las sufrirán sin haber podido opinar ni mucho
menos incidir. Así, la exclusión
favorece la fragmentación en los países, y dificulta la gobernabilidad.
¿No le
suena familiar toda esta reflexión en abstracto? A mí sí. Quizás porque soy producto de un país que se
ha construido sobre la base de excluir, a personas, a grupos, a territorios, a capítulos
enteros de su misma historia. Quizás por
eso es tan sencillo pasar del concepto al ejemplo.