“Ese es el valor de hombres como Roberto: contagiar, provocar, plantar la duda, renegar de lo establecido.”
Lo
conocí hace dos años, cuando llegue al trabajo que tengo actualmente. Yo con mi maletita de ideas y reflexiones
sobre pobreza, desigualdad y política social y muy poco de desarrollo rural. Él, en cambio, con varias décadas de trabajo
en terreno. Una conversación que desde el
inicio partía desbalanceada. Lo sabía,
pero no había escapatoria posible. Así
es la vida: siempre hay alguien caminando delante de uno y algún otro
siguiéndonos los pasos.
Me
habían advertido sobre sus ideas fijas de cómo ayudar a comunidades rurales en
su proceso de superación de pobreza.
También escuché en los pasillos anécdotas sobre travesuras e
innovaciones que había ido a hacer en Perú y Colombia. Lo escuchaba hablar, primero en las reuniones
y, luego, cuando fuimos ganando confianza y conversábamos en la oficina suya o
mía.
Ciudadanos
en vez de beneficiarios; ahorro en vez de endeudamiento para los pobres
rurales; agua como fuente de riqueza, pero también de conflictos explosivos en
la región; empoderar comunidades marginadas antes de decidir por ellas desde el
centro; dejar viajar los saberes, y mejor aún si es entre pares; aprovechar
talentos locales. Todo esto forma parte
de su vocabulario.
Estos
últimos meses pude ver in situ parte de su trabajo en territorios peruanos y
colombianos. Una apuesta de muchos años
ya, construyendo alianzas, consolidando procesos, y por ratos – también hay que
decirlo – un poco salpicada de esa intolerancia que a veces tienen los
convencidos. Empujando con necedad dos ideas
muy sencillas, que se repiten una y otra vez en cada uno de sus proyectos.
La primera:
concursar los fondos públicos. Es decir,
dejar que sean las mismas comunidades las que decidan a quién y de qué manera
se deben asignar los recursos. Confiar
en la gente, en su capacidad de decidir, de priorizar, de administrar esa
pequeña porción del gasto púbico que puede financiar algún emprendimiento que
los ayude a ser más productivos y aumentar sus ingresos.
Y la
segunda: usar talentos locales. Como
fuente de conocimiento para transmitir técnicas y formas más eficientes de
hacer las cosas. Que sea de campesino a
campesino, de emprendedor a emprendedor.
Apostándole a que es mucho más efectivo el diálogo entre pares que cuando
se construye con la premisa experto-beneficiario. En otras palabras, aprender de la experiencia
vivencial, de los éxitos y también de los errores que ya otros han cometido y
corregido.
Uno
puede compartir total, parcial, o no compartir su visión del mundo y su manera incompleta
e imperfecta de acompañar procesos de transformación rural. Pero eso quizás es lo menos importante. Porque no hay una manera única ni infalible de
lograrlo. Si la hubiera ya lo
sabríamos.
Lo
valioso es tener voces disidentes, apasionadas y convencidas. Es de allí de donde surgen las innovaciones, que
luego se pueden intentar llevar a escalas mayores y entrar en el torrente
sanguíneo de la política pública. Ese es
el valor de hombres como Roberto Haudry: contagiar, provocar, plantar la duda,
renegar de lo establecido. Un personaje
al que valió la pena conocer y escarbarle un poquito la experiencia para
ahorrar tiempo, o cuando menos para tener un punto de contraste en mi propia
lectura de la ruralidad latinoamericana.
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