“Si creen que pueden escalar estratos sociales tendrán un comportamiento distinto de si tienen una expectativa de inmovilismo y encierro.”
La
aspiración a lograr mayores niveles de bienestar es algo así como el amor a la
madre. Nadie se atreve a negarlo, todos
lo buscan de una manera u otra. Y los
que trabajamos en temas de desarrollo estamos permanentemente intentando
respondernos una pregunta esencial: ¿cómo damos cuenta que una persona, hogar o
grupo humano efectivamente tiene más bienestar que antes? Una pregunta sencilla en su formulación pero
compleja en su respuesta.
Desde
la perspectiva económica hay que reconocer que estamos (mal) acostumbrados a
relacionar la noción de bienestar con variables como el consumo y el ingreso de
los hogares. Es la ruta más sencilla. Consumo e ingreso se pueden observar, se
pueden monitorear en el tiempo, se puede traducir en magnitudes de dinero, y se
pueden agregar –lo cual nos permite pasar del bienestar de una persona al de
una región o país entero–. Todo eso hace
que ambas variables, aunque incompletas, sean muy convenientes para los
economistas. Pero hay dos problemas en
esto.
Por una
parte, hemos caído en la trampa de igualar bienestar con ingreso o consumo per cápita. Es decir, haciéndonos de la vista gorda sobre
todas aquellas otras dimensiones del bienestar que no siempre se pueden
monetizar – la confianza, los bienes públicos, el capital social, etc.
Pero
más grave aún, los economistas hemos dejado de lado un análisis que es
realmente esencial para entender el funcionamiento de la sociedad y la economía:
la manera como se conforman los diferentes estratos socioeconómicos. Entender la dinámica de generación de
bienestar, sus distintos niveles, y conectar con eso que los sociólogos llaman
movilidad social es algo tan importante como obvio, pero que extrañamente ha
sido abandonado por el “mainstream” de las escuelas de Economía, cuando menos durante
las últimas dos décadas.
En los
planes de estudio de Economía que rigen actualmente – de los cuales yo mismo
fui responsable de construir uno hace algunos años – hemos dejado fuera el análisis
de la conformación de grupos socioeconómicos en Guatemala. En su lugar nos hemos conformado con inocular
a los estudiantes de licenciatura un instrumental microeconómico que concibe a
las personas como consumidores racionales, homogéneos, y que siempre son
capaces de maximizar su consumo sujeto a una restricción presupuestaria.
Es
incuestionable la importancia de tener una base teórica desde la cual poder
observar la realidad. Pero es incompleto
hacer caso omiso del entorno que rodea a ese consumidor etéreo que modelamos en
los problemas de optimización. Los
economistas guatemaltecos de las últimas generaciones deben estar expuestos al
tipo de sociedad en la cual se desarrollan los fenómenos económicos que
intentan explicar con su instrumental analítico.
No es
lo mismo observar a un individuo en sociedades homogéneas como Montevideo,
Helsinki o Calgary, que imaginarnos un consumidor en Sao Paolo, Guatemala o Lima. Sus nociones de bienestar serán obviamente
muy diferentes, y estarán condicionadas por lo que esperan de esa sociedad en
donde viven y se desarrollan.
Si
creen que pueden escalar estratos sociales tendrán un comportamiento distinto
de si tienen una expectativa de inmovilismo y encierro en la clase social donde
nacieron. En consecuencia, aquello que
les genera bienestar también será distinto en cada lugar.
Quizás
es momento de sacudirle un poco el polvo a los programas de Economía que se
ofrecen en el país, y hacer del estudio de los estratos socioeconómicos de
Guatemala una práctica que equivocadamente hemos cedido a profesionales de la
sociología y de la mercadotecnia.
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